Así, a mediados de enero de 1824, los clérigos salieron al camino, en dos anchas carrozas, seguidas de una tarda carreta donde se amontonaban los baúles, fardos y pertrechos -a más de camas y enseres de primera necesidad que difícilmente se hallarían en los tambos de las remudas de bestias, donde harto a menudo les sería forzoso dormir, a falta de alguna hacienda hospitalaria. Bien aconsejados por compadecidas personas que mucho criticaban la impía incivilidad de Rivadavia -quien no había ofrecido ayuda oficial alguna a la misión- los viajeros llevaban abundantes provisiones de boca: granos, patatas, chalona, tocino, cebollas y ajos, limones para suplir el vinagre que era infecto en las fondas del país, y varias bombonas de vino, aguardiente y mistela. “¡Y dicen que los prelados sólo se nutren de finas truchas y pasteles de alondras!” -observaba Giovanni Muzi, riendo. Pero Mastaï poco hablaba y mucho miraba. El paisaje era de una agobiante monotonía, pero acababa por imponerse a su atención por una razón de escalas. Creía saber lo que era una llanura, pero la visión de la pampa infinita donde, por más que se anduviese, se estaba siempre al centro de un redondo horizonte de tierra monocorde; la pampa, dando al viajero la impresión de que no se movía, ni adelantaba en su rumbo, por mucho que arreara los brutos del tiro; la pampa, por su vastedad, por su cabal imagen de infinito que situaba al Hombre ante una presente figuración de lo Ilimitado, le hacía pensar en la alegórica visión del místico, para quien el ser humano, metido en un corredor sin comienzo ni fin conocido, trata de alejar de sí, mediante la ciencia y el estudio, las dos murallas que, a derecha e izquierda, limitan su campo de visión, logrando, con los años, hacer retroceder las paredes, aunque sin destruirlas jamás, ni llegar nunca, por mucho que las aparte de sí, a modificar su aspecto ni a saber lo que hay detrás de ellas… Mastaï cruzó la pampa, sumido en un sueño lúcido -roto de tarde en tarde por los gritos de una tropilla galopando en alboroto de boleada- del que fue sacado, después de días y días de rodar en lo mismo por la reaparición de cosas conocidas: ciertos accidentes del terreno, arroyos, junqueras, semejantes a los de allá; casas de una arquitectura parecida, vegetaciones, animales, menos menguados por la vastedad de una naturaleza de nunca acabar. Pero pronto el infinito horizontal se transformó en un infinito vertical, que era el de los Andes. Al lado de esos increíbles farallones erguidos sobre la tierra, de cimas extraviadas en las nubes -como inaccesibles- los Montes Dolomitas, por él conocidos, le parecieron montañas de paseo y adorno (era cierto que sólo había hollado sus primeras estribaciones), revelándosele, de pronto, la desmesura de esta América que ya empezaba a hallar fabulosa a pesar de que sus hombres, a menudo, le parecieran incultos, brutales y apocados, dentro del ámbito que poblaban. Pero una naturaleza así no podía sino engendrar hombres distintos -pensaba- y diría el futuro qué razas, qué empeños, qué ideas, saldrían de aquí cuando todo esto madurara un poco más y el continente cobrara una conciencia plena de sus propias posibilidades. Pero, por ahora, le parecía que a cuanto había visto hasta ahora “faltaba solera” -empleándose aquí una expresión propia de buenos catadores de vinos añejos. Y empezó luego el lento y trabajoso ascenso a las cumbres que, engendrando y repartiendo ríos, dividían el mapa, por caminos en orillas de precipicios y quebradas donde se arrojaban fragorosos torrentes caídos de las cimas de algún invisible pico nevado, entre ventiscas silbantes y ululantes respiros de simas, para conocer, arriba, la desolación de los páramos, y la aridez de las punas, y el pánico de las alturas, y la hondura de las hoyas, y el estupor ante los alocamientos graníticos, la pluralidad de riscos y peñascales, las lajas negras alineadas como penitentes en procesión, las escalinatas de esquistos, y la mentirosa visión de ciudades arruinadas, creada por rocas muy viejas, de tan larga historia que, largando andrajos minerales, acababan por mostrar, desnudas y lisas, sus osamentas planetarias. Y fue el pasar de un primer cielo a un segundo cielo, y a un tercer cielo, y a un cuarto cielo, hasta llegarse al filo de la cordillera, en séptimo cielo -era el caso de decirlo-, para empezar a descender hacia los valles de Chile, donde las vegetaciones recobrarían un verdor ignorado por los líquenes nacidos de brumas. Los caminos eran casi intransitables. Un terremoto reciente había atropellado los pedregales, tirando escombros sobre la escuálida yerba paramera… Y fue el contento de regresar al mundo de los árboles y de las tierras aradas, y, al fin, después de un viaje de nueve meses, a contar desde la partida de Génova, llegó la misión apostólica a Santiago de Chile. -”¡ Qué parto!” -dijo Mastaï, aliviado.
Tantos eran los templos y conventos que podían verse en Santiago de Chile, que el joven canónigo comparó la ciudad, de entrada, con ciertas pequeñas poblaciones italianas, de las de veinte espadañas para cien tejados. Si Buenos Aires olía a cuero, tenería, arneses y a menudo -¿a qué negarlo?- a cagajón de caballo, aquí se vivía en sahumerios de incienso, entre los edificios y clausuras de Santo Domingo, San Antonio, San Francisco, las Recoletas, las Clarisas, los Agustinos, la Compañía, San Diego, la Veracruz, sin olvidar el convento de muchas monjas que se alzaba en la Plaza Mayor. Y ya se felicitaba Mastaï de poder empezar a desempeñar su flamante cargo de Auditor en tierra tan propicia, cuando una funesta nueva puso el desasosiego en el ánimo de los viajeros: Bernardo O'Higgins, Director de Chile, que había solicitado el envío de Monseñor Muzi, por intermedio de su embajador Cienfuegos; O'Higgins, el héroe de una dura y noble guerra de independencia, había sido derrocado, dos meses antes, por su hombre de mayor confianza: Ramón Freiré, Teniente General de los Ejércitos de Chile. Y éste se encontraba ausente, entregado a bélicos quehaceres en la lejana isla de Chiloé… (-”Aún no han muerto los auténticos generales de espada y ya aparecen los generales de vaina” -pensó el joven eclesiástico.) Todo lo acordado hasta ahora quedaba en entredicho. Se ignoraba cuál podría ser la disposición de ánimo de Freiré. Y, por ello, abrióse un exasperante compás de espera, durante el cual escribió Mastaï una carta que reflejaba su desazón: “Los actuales gobiernos americanos son gobiernos convulsivos a causa de los cambios continuos a los cuales están sujetos.” (-”Sin desearlo fui el Pálido Ángel de los Funestos Vaticinios” -murmuraba Su Santidad Pío IX cuando releía una copia de esa carta anunciadora de tantos acontecimientos dramáticos como se verían en el futuro, conservada hasta ahora por quien hubiese sido el oscuro canónigo de entonces…) Pero no tenía Mastaï un ánimo vulnerable al primer contratiempo grave que se opusiese a sus designios. En espera de poder trabajar, se dio a cultivar las amistades que, desde el primer día, le brindó la gente acomodada y culta de Santiago. Asiduamente visitó a unas señoritas Cotapos, muy aficionadas a la buena música, que, como era de esperarse, y en consideración a la tonsura del visitante, le hicieron escuchar más de una vez el Stabat Mater de Pergolesi. (-”Es curioso” -pensaba Mastaï: “Con una sola partitura, un compositor muerto a los veintiséis años ha logrado una fama más universal que el viejo Palestrina con su obra enorme, escrita durante el transcurso de una larga vida”.) -”Famosísima es también aquí su ópera de La Serva Padrona ” -decían las señoritas Cotapos- “y conocemos algunos trozos de ella. Pero su argumento chocaría a Vuestra Reverencia por lo atrevido”. Mastaï agradecía el escrúpulo con sonrisa indulgente aunque un tanto hipócrita, pues bien se acordaba que él y su hermana María Tecla se habían divertido de lo lindo, en Senigallia, una tarde, canturreando las partes de los dos únicos personajes -un tercero era mudo- de esa amable bufonada puesta en el atril del maltrecho piano hogareño. Por las muchachas chilenas conoció algunos de los villancicos que cada año, en Navidades, alegraban la ciudad -bastante gris y melancólica, decían ellas, a todo lo largo del año. Uno, de melodía muy popular, le encantó por su fresca aunque ripiosa candidez: