Y allí, ocurrió un milagro: el mar, frente a la más famosa fragua de tempestades, frente a los monumentos de granito negro, barridos por mugientes vientos australes, que marcan el término del continente, estaba quieto como las ondas de un lago italiano. El capitán y los marinos del “Colombia” se asombraron ante una paz que jamás habían conocido en tal lugar del globo -tanto que los más acolmillados “cabo-horneros” de la tripulación no recordaban portento igual. Una noche clara y propicia descendió sobre la feliz navegación, ritmada tan sólo por el acompasado crujido de los cordajes y el quieto mecimiento de los fanales. Acodado en la borda de babor, adivinando más que viendo la tierra que hacia allí le quedaba, evocaba Mastaï las aventureras peripecias de aquel accidentado viaje al que no habían faltado episodios dignos de amenizar las mejores novelas inspiradas en tribulaciones oceánicas, muy gustadas ahora por las gentes, después del escalofriante caso de la balsa del “Medusa”: tormentas, vientos contrarios, calmas desesperantes, encuentros con peces raros, y hasta un abordaje de filibusteros -en las islas Canarias, al venir-, quienes, después de irrumpir en la nave con tremebundos gritos y cuchilladas al aire, se habían retirado contritos al ver que, a bordo del “Heloisa”, no había más objetos valiosos que una custodia, un relicario, un ostensorio y un cáliz que, por ser buenos católicos y no protestantes de mierda, dejaron respetuosamente en manos del Arzobispo Muzi. Y luego había sido la revelación de América, de una América más inquieta, profunda y original de lo que el canónigo hubiese esperado, donde había más, mucho más, que huasos y gauderios, indios malones, portentosos boleadores, jinetes de un magnifico empaque, inspirados payadores que, rasgando la guitarra, cantaban la inmensidad, el amor, el desafío, la macheza y la muerte. Por encima de todo ello, había una humanidad en efervescencia, inteligente y voluntariosa, siempre inventiva aunque a veces desnortada, generadora de un futuro que, según pensaba Mastaï, seria preciso aparear con el de Europa -y más ahora que las guerras de independencia propendían a cavar un foso cada vez más ancho y profundo entre el viejo y el nuevo continente. El elemento unificador podría ser el de la fe -y recordaba el joven los muchos conventos e iglesias de Chile, las humildes capillas pampeanas, las misiones fronterizas y los calvarios andinos. Pero la fe, aquí, para mayor diferencia entre lo de aquí y lo de allá, se centraba en cultos locales y en un santoral específico que, para decir verdad, era bastante ignorado en Europa. En efecto: repasando mentalmente la hagiografía americana, bien estudiada por él cuando se preparaba para el presente viaje, se asombraba el canónigo de lo exóticos, por así decirlo, que le resultaban sus beatos y santos. Fuera de Rosa de Lima, de inefable estampa mística, cuya fama alcanzaba lejanas regiones, no hallaba sino figuras ligadas a una imaginería local. Junto a Rosa -y mucho menos conocidos- se erguían, como complementos de una trilogía andina, las figuras de Toribio de Lima, nacido en Mallorca, inquisidor de Felipe II que, durante siete años, después de haber sido elevado a la categoría de arzobispo, había recorrido su vasta diócesis peruana, bautizando un número incalculable de indios, y Mariana de Paredes, el “Lirio de Quito”, émula de Rosa en cuanto a las mortificaciones impuestas a su carne, que, cierta vez, durante el terrible terremoto de 1645, ofreció a Dios su propia vida, para que, a cambio de ella, salieran indemnes los habitantes de la ciudad. Muy cerca de Toribio de Lima estaba Francisco Solano, poco mentado en el viejo mundo, que, viajando a bordo de un buque negrero salvó a los esclavos de un naufragio, cuando la marinería los abandonaba cobardemente, entregándolos, desamparados y sin barcas ni balsas, a las furias del Atlántico. Después venía el discutido catequizador Luis Beltrán, que en Colombia y Panamá había convertido a muchos indios, canonizado a pesar de que se dijese que esas conversiones eran de escaso valor, pues habían sido hechas por voz de intérpretes, a causa de la ignorancia del santo varón en materia de idiomas locales. Más destacada resultaba la personalidad de Pedro Claver, protector de negros esclavos, enérgico adversario del Santo Oficio de Cartagena de Indias, que, según afirmaban sus contemporáneos, había bautizado a más de trescientos mil africanos en su prolongado y ejemplar ministerio catequizador. Venían luego algunos beatos y santos menores, objeto de un culto meramente local, como Francisco Colmenario, predicador en Guatemala, y bienaventurado de poca historia; Gregorio López, antiguo paje del Rey Felipe, cuya canonización no había progresado en Roma, aunque se le siguiese reverenciando en Zacatecas; Martín de Porres, barbero y cirujano limeño, primer mestizo en ser beatificado; Sebastián Aparicio -objeto de un culto local en Puebla de los Ángeles-, beato gallego, constructor de carreteras y director del servicio postal entre México y Zacatecas, iluminado por la fe a los sesenta años, al cabo de una vida descreída y mundana, durante la cual había enterrado a dos esposas. En cuanto a Sebastián Montañol, muerto por los indios de Zacatecas (¡decididamente Zacatecas, como Lima, era lugar electo para la manifestación de trascendentales vocaciones!…), así como Alfonso Rodríguez, Juan del Castillo y Roque González de Santacruz, mártires del Paraguay, quedaban inscritos en una historia muy regional y remota, siendo probable que no tuviesen un solo fiel en el mundo al cual regresaba ahora el joven Mastaí.
No. Lo ideal, lo perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado, un santo de una envergadura planetaria, incontrovertible, tan enorme que, mucho más gigante que el legendario Coloso de Rodas, tuviese un pie asentado en esta orilla del Continente y el otro en los finisterres europeos, abarcando con la mirada, por sobre el Atlántico, la extensión de ambos hemisferios. Un San Cristóbal, Christophoros, Porteador de Cristo, conocido por todos, admirado por los pueblos, universal en sus obras, universal en su prestigio. Y, de repente, como alumbrado por una iluminación interior, pensó Mastaï en el Gran Almirante de Fernando e Isabel. Con los ojos fijos en el cielo prodigiosamente estregado, esperó una respuesta a la pregunta que de sus labios se había alzado. Y creyó oír el verso de Dante:
Pero al punto se sintió agobiado por la conciencia de su propia pequeñez: para promover la canonización del Gran Almirante, para presentar su postulación a la Sacra Congregación de Ritos, hubiese sido necesario tener la autoridad de un Sumo Pontífice, o, al menos, de un Príncipe de la Iglesia -pues mucho tiempo había transcurrido desde la muerte del Descubridor de América, y su caso, francamente, no era de los más ordinarios…- y él, modestísimo subordinado de la Curia, sólo era el oscuro canónigo Mastaí, integrante derrotado de una fracasada misión apostólica. Se cubrió el rostro con las manos, en esa noche tendida sobre la inmensidad del Cabo de Hornos, para ahuyentar de su mente una idea que, por lo enorme, rebasaba sus posibilidades de acción… Sí. Aquella noche memorable, se cubrió el rostro con las manos, pero esas manos eran las mismas que ahora vacilaban entre el tintero y una pluma, manos estas que eran hoy las de Su Santidad el Papa Pío Nono. ¿Por qué esperar más? Llevaba años acariciando ese sueño, sueño que en el momento se haría realidad, mostrándose al mundo la canonización de Cristóbal Colón como una de las obras máximas de su ya largo pontificado. Releyó lentamente un párrafo del texto propuesto a su atención por el Primado de Burdeos: “ Eminentissimus quippe Princeps Cardinalis Donnel, Archiepiscopus Burdigalensis, quatuor ab hinc annis exposuit sanctitati tuae venerationem fidelium erga servum Dei Christophorum Columbum, enixe deprecans pro introductione illius causae exceptionali ordine.” [1]
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