Y, pasando a la hoja que acompañaba la solicitud, su mano rubricó firmemente el decreto por el cual se autorizaba la apertura de la instrucción y proceso. Y Su Santidad cerró el cartapacio encarnado de los documentos, con un suspiro de alivio y la impresión de haber culminado una gran tarea. Abriendo quedamente la puerta, Sor Crescencia trajo la lámpara de suave luz, atemperada por una pantalla verde, que cada tarde le anunciaba un próximo crepúsculo. Entregó el legajo a la monja, rogándole que lo hiciese llegar, mañana, por la vía reglamentaria, a manos del jefe de la Sacra Congregación de Ritos. El Papa quedó solo. Desde hacía muchos años, a causa de su viaje, era considerado, en el ámbito vaticano, como el máximo conocedor de los problemas de América y, por ello, había sido consultado en cada caso espinoso, escuchándosele con la mayor atención. Él mismo se había jactado más de una vez [2] de ser el “Primer Papa Americano y hasta chileno” (-”Porque nada de lo que puede ocurrir en los países de allende el mar puede serme ya indiferente” -decía). Y sin embargo, ahora que echaba a andar el intricado mecanismo de una beatificación, teniendo, él mismo, desde ahora, que nombrar un Postulador, un Cardenal Ponente, un Promotor General de la Fe, un Protonotario, un Canciller, que hubiesen de actuar en el proceso -paso previo para la canonización de Christo-phoros- le preocupaba, una vez más, que para ello fuese indispensable solicitar un procedimiento por vía excepcionaclass="underline" “pro introductione illius causae exceptionali ordine”. Roma prefería siempre que los procesos de beatificación se iniciaran lo más pronto posible, después de la muerte del postulado. Cuando transcurría demasiado tiempo, había siempre el peligro de que una devoción local hubiese magnificado en demasía lo que no pasaba de ser una piadosa trayectoria humana, obteniéndose tan sólo, de la Congregación de Ritos, una beatificación equipolente -menguada en alcance y relumbre-, lo cual, en el caso de Colón, hubiese contrariado los designios del Sumo Pontífice que la quería universal y muy sonada y pregonada. La cuestión de tiempo, desde luego, justificaba la “vía excepcional”. Pero… ¿por lo demás? No había dudas. Trece años antes había pedido al Conde Roselly de Lorgues, escritor católico francés, que escribiese una verídica historia de Cristóbal Colón, a la luz de los más modernos documentos e investigaciones hechas acerca de su vida. Y en esa historia -la había leído y releído veinte veces- aparecía claramente que el Descubridor de América era merecedor, en todo, de un lugar entre los santos mayores. El Conde Roselly de Lorgues no podía haberse equivocado. Era un historiador acucioso, riguroso, ferviente, digno de todo crédito, para quien el gran marino había vivido siempre con una invisible aureola sobre la cabeza. Era tiempo ya de hacerla visible ad majorem Dei gloriara. Recordó el Papa que Colón había pertenecido, como él, a la orden tercera de San Francisco, y que franciscano era el confesor que, cierta tarde, en Valladolid… ¡ Oh, haber sido Él, ese oscuro fraile que, aquella tarde, en Valladolid, tuvo la inmensa ventura de recibir la confesión general del Revelador del Planeta! ¡Qué deslumbramiento! ¡Y cómo debió poblarse de imágenes cósmicas, la tarde aquella, una pobre estancia de posada vallisoletana, transformada, por el verbo de Quien hablaba, en un prodigioso Palacio de Maravillas!… Jamás relato de Ulises en la corte de los feacios debió aproximarse, siquiera de lejos, en esplendor y peripecias, al que hubiese salido, aquella tarde, de la boca de Quien, al caer la noche, conocería los misterios de la muerte, como había conocido, en vida, los misterios de un más allá geográfico, ignorado aunque presentido por los hombres desde “la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados” -dichosa edad y siglos dichosos, evocados por Don Quijote en su discurso a los cabreros…
II LA MANO
“Extendió su mano sobre el mar para trastornar los reinos…”
ISAÍAS, 23, 11
…Ya fueron por el confesor. Pero tardará en llegar, pues despacioso es el paso de mi mula cuando se la lleva por malos caminos (que mula, al fin, es montura de mujeres y de clérigos), y más si, como ahora, habráse de buscar al muy inteligente franciscano, curado de perplejidades, donde asiste a un pariente suyo, requerido de santos óleos, a cuatro leguas de la ciudad. Como yacente en lápida de piedra espero a quien habré de hablar muy largo, ahorrando ánimos para hablar tan largo como habré de hablar, más vencido, acaso, por los muchos trabajos padecidos que por la enfermedad… Y habrá que decirlo todo. Todo, pero todo. Entregarme en palabras y decir mucho más de lo que quisiera decir -porque (y esto no sé si podrá entenderlo bien un fraile…) a menudo el hacer necesita de impulsos, de arrestos, de excesos (admito la palabra) que mal se avienen, hecho lo hecho, conseguido lo que había de conseguirse, con las palabras que, a la postre, adornadas en el giro, deslastradas de negruras, inscriben un nombre en el mármol de los siglos. Casi inocente llega, ante el Trono de Dios, el labrador que ha vareado en olivar ajeno, como casi inocente comparece la puta (perdóneseme el vocablo pero lo usé sin ambages en epístola dirigida a muy cimeras Altezas), que, a falta de oficio mejor, se pone bocarriba para obrar un marinero en puerto, acogiéndose al amparo de la Magdalena cuya santa efigie ilumina, en París, el pendón de la Cofradía de las Ribaldas, reconocida como de pública utilidad -y eso, en acta rubricada y sellada- por el Rey San Luis de Francia. A ésos, la confesión postrera habrá menester de pocas palabras. Pero los que, como yo, cargan con el peso de imágenes jamás contempladas por hombres anteriores a los de su propia aventura; los que, como yo, tomaron los rumbos de lo ignoto (y otros se me adelantaron en eso, sí, lo diré, tendré que decirlo, aunque para que se me entienda mejor llamé Cólquida lo que jamás fue Cólquida); los que, como yo, penetraron en el reino de los monstruos, rasgaron el velo de lo arcano, desafiaron furias de elementos y furias de hombres, tienen harto que decir. Decir cosas que serán de escándalo, desconcierto, trastrueque de evidencias y revelación de engaños para el fraile oidor, aun en secreto de confesión. Pero, en este momento, cuando vivo -aun vivo- en espera del oidor postrero, somos dos en uno. El yacente, de manos ya puestas en estampa de oración, resignado -¡no tanto!- a que la muerte le entre por esa puerta, y el otro, el de adentro, que trata de librarse de mí, el “mi” que lo envuelve y encarcela, y trata de ahogarlo, clamando, en voz de Agustín: “No puede ya mi cuerpo con el peso de mi alma ensangrentada.” Mirándome con los ojos de otro que junto a mi lecho pasara, me veo como aquella rareza que en la isla de Chíloe exhibiera un feriante de zodiaco pintado en la cinta del sombrero, diz que como traída de la tierra de Tolomeo: era como una caja, de forma humana, dentro de la cual había una segunda caja, semejante a la primera, que a su vez encerraba un cuerpo al que los egipcios, mediante sus artes de embalsamadores, habían conservado el aspecto de la vida. Y tal energía le perduraba en el semblante reseco y como curtido, que a cada instante parecía que fuese a volver a la vida… Yerta me siento ya la envoltura de estameña que, como la primera caja, envuelve mi vencido cuerpo; pero, dentro de ese cuerpo derribado por las fatigas y los achaques, está el yo de lo hondo, aún claro de mente, lúcido, memoriado y compendioso, testigo de portentos, sucio de flaquezas, promotor de escarmientos, arrepentido hoy de lo hecho ayer, angustiado ante sí mismo, sosegado ante los demás, a la vez medroso y rebelde, pecador por Divina Voluntad, actor y espectador, juez y parte, abogado de sí mismo ante el Tribunal de Suprema Instancia donde también quiere ocupar sitial de Magistrado para oírse los argumentos y mirarse a la cara, cara a cara. Y alzar las manos y clamar; y alegar y responder, y defenderme ante el dedo tenso que se me clava en el pecho, y sentenciar y apelar, alcanzar las últimas instancias de un juicio donde, en fin de cuentas, estoy solo, solo con mi conciencia que mucho me acusa y mucho me absuelve -solo ante el Ordenador de lo que jamás acabaremos de explicarnos, cuya forma nunca conoceremos, cuyo mismo nombre no pronunciaron, durante siglos y siglos, los que, como mis padres y abuelos, fueron fieles observantes de su Ley, y que, aunque dicen los textos que nos hizo a su imagen y semejanza, fue harto condescendiente al permitir que tal cosa se dijera en su Libro, entendiendo, acaso, que el imperfecto ser nacido de su Infinita Perfección necesitaba de una analogía, de una imagen, para materializar, en su limitada mente, la energía universal y ubicua de Quien, cada día, con infalible puntualidad, se ocupa en accionar y regular la prodigiosa mecánica de los planetas.