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…Pero no estoy en hora de alzar telones sobre misterios que sobrepasan mi inteligencia, sino en la hora de humildad que reclama la cercanía del desenlace -de ese desenlace en que el emplazado, el puesto en lista, se pregunta si pronto será encandilado, ardido, por la tremebunda visión del Semblante Jamás Visto, o habrá de esperar, por milenios, en tinieblas, la hora de ser sentado en el banquillo de los infames, llamado a la barra de los acusados, o acomodado en morada de larga paciencia por algún ujier alado, ángel de escribanía, con plumas en alas y plumas tras de la oreja, tenedor del registro de almas. Pero recuerda que, con tales cavilaciones, estás faltando gravemente a las reglas espirituales de tu orden, adversas a toda pregunta huera, a toda inmodesta conjetura. Recuerda, marinero, las palabras que se enmarcan en una losa hollada a diario por los fieles en el máximo santuario toledano:

AQUÍ YACE:

POLVO

CENIZA

NADA

Como aquella vez, un día de enero, en el fragor de una tormenta, una voz suena -clara y grande, lejana y próxima, a la vez- en tus oídos: “¡Oh, estulto y tardo en creer y en servir a tu Dios, dios de todos. Desque naciste, Él tuvo de ti muy grande cargo. No temas, confía: todas tus tribulaciones están escritas en piedra mármol y no sin causa.”

Hablaré, pues. Lo diré todo.

De los pecados capitales, uno solo me fue siempre ajeno: el de pereza. Porque, en cuanto a la lujuria, en lujuria viví, hasta que de ella me libraran afanes mayores, y el solo nombre de Madrigal de las Altas Torres -palabras que se me juntan en imagen de linaje, hermosura, regia epifanía, supremo objeto del desear- llevara mi ánimo a tal obcecación que hasta en la forma de montañas que los cristianos contemplaban por vez primera encontraba yo un parecido con otras formas que se me pintaban, con pálpito y saudade, en lo más secreto de mi memoria… Desde que mi padre, sin dejar por ello de cardar la lana, abriese un negocio de quesos y vinos en Savona -con trastienda donde podían los parroquianos llevar sus vasos a la boca de las canillas para entrechocarlos luego por sobre una mesa de espeso nogal- me gocé en escuchar lo que de sus andanzas contaba la gente marinera, vaciando uno que otro fondo de tintazo que me pasaban a escondidas -gustándome tanto el vino, desde entonces, que muchos se extrañaron, en el futuro, de que en mis empresas propias pensara siempre en llevar una enorme cantidad de toneles en los barcos y que, cuando me tocara pensar en cosas de labranza, reservara siempre las mejores tierras que me fuesen dadas por la Divina Providencia en sembrar y cultivar la vid. Noé, antecesor de todos los navegantes, fue el primero en dar el mal ejemplo, y como el vino enardece la sangre e incita a culposas apetencias, no hubo lupanar mediterráneo que no conociese de mis ardores mozos cuando, para gran pesadumbre de mi padre, me dio por irme a la mar… Caté las hembras de Sicilia, Chío, Chipre, Lesbos, y otras islas más o menos amulatadas, mixtas de moros mal conversos, cristianos nuevos que siguen sin probar carne de cerdo, sirios que se persignan ante todas las iglesias sin que acabe de saberse a qué parroquia se arriman; griegos que venden la hermana, por unas horas, a llamada de campanilla, traficantes de todo, sodomitas o bujarrones cuando les viene en cuenta; calé las hembras que, antes del trato, tañían la sambuca y el pandero; las “ginovesas” que, venidas de alguna judería, me hacían un guiño cómplice al tentarme el rejo; las de ojos alcoholados que, bailando, hacían volar mariposas tatuadas sobre sus vientres; las otras -moras, casi siempre- que se guardan en la boca las monedas dadas para defender la lengua propia de lenguas intrusas; y las que juran y perjuran que, vistas de espaldas, siguen siendo mozuelas, a menos de que alguna generosidad apreciable las lleve a entregar, insigne favor, aquello que jamás entregaron a nadie; y las alejandrinas, encaladas, arreboladas y repintadas como mascarones de proa -como las difuntas retratadas en las tapas de los sarcófagos de aparato que aún se usan en su país-; y las de todas partes que, de tanto gemir que se desmayan, y que las matas, y que ya están muertas, y que como tú nadie, te acaban en tres respingos y tres culebreadas, mientras se curan del aburrimiento ensartando las cuentas de un collar por encima de tu lomo atareado en promover un gozo tan bien pregonado que se pagaría por sólo oírlo… De todo eso supe, y mucho más supe estando en la áspera Cerdeña y en Marsella, ciudad de mucho vicio, y eso que aún faltaban años para que, perlongando las costas del África, conociera a las hembras de tez obscura -cada vez más obscura-, hasta alcanzar las obscurísimas da la Guinea, de la Costa del Oro, con sus mejillas marcadas a cuchillo, adorno de perlas en las ocho trenzas, vellón huidizo y grupas abundosas, a que tan justamente se muestran aficionados los portugueses y los gallegos -y digo “justamente”, porque creo recordar que si el Rey Salomón fue sabio por sus salomónicas sentencias y muy avisado gobierno, fue sabio también en allegarse con aquella -

nigra sum…- cuyos pechos eran como racimos de uva -de las negras e hinchadas uvas que, nacidas a flanco de montaña, en aires de mar, dan el vino fragante y espeso que, después de bebido, deja su huella sabrosamente pintada en los labios relamidos… Pero de carne sola no vive el hombre, y de mis navegaciones sacaba gran provecho en aprender las artes de marear -aunque, para decir verdad, más me fiaba en mi particular acierto en repertoriar el olor de las brisas, descifrar el lenguaje de las nubes e interpretar los tornasoles del agua, que en guiarme por cálculos y aparatos. Mucho me interesaba observar el vuelo de las aves de la tierra y del mar, pues éstas suelen ser más avisadas que el hombre en escoger los rumbos que les convienen. Entendía el buen juicio de los hiperbóreos que -según me habían contado- llevaban dos cuervos en sus naves para soltarlos cuando en alguna azarosa navegación se extraviaban sabiendo que, si las aves no regresaban a bordo, bastaba con poner la proa hacia donde habían desaparecido en su vuelo, para hallar la tierra a pocas millas. Esta sabiduría de las aves me llevó a estudiar las particularidades y costumbres de algunos animales que, para asombro de nuestro humoso entendimiento, viven y se ajuntan y procrean en el universo. Así, supe que el rinoceronte -in nare cornus- sólo puede ser amansado en sus furores si le ponen delante una joven que descubre su seno al verlo venir, y “de esta manera” (nos dice San Isidoro de Sevilla) “el animal depone su fiereza y descansa la cabeza en la joven”. Sin haber visto tan espantable engendro de la naturaleza, sabía cómo el basilisco, reina de las serpientes, mata con la vista a todas sus semejantes, no habiendo pájaro que pase ileso en su proximidad. Conocía el saura, lagartija que, cuando ya es vieja y se ciegan sus ojos, entra en el agujero de una pared que mira al Oriente, y al salir el sol mira hacia él, se esfuerza en ver y recobra la vista. También me interesaba la salamandra que, como es sabido, vive en medio de las llamas sin dolor y sin consumirse; el uranoscopus, pez así llamado porque tiene un ojo en la cabeza, con el cual siempre mira al cielo; el pez-rémora que, en gran número, puede detener una nave de tal modo que parece haber echado raíces en fondo de rocas; y, como criatura del mar, me interesaba particularmente el alción que en invierno hace su nido en las aguas del océano, y allí saca sus pollos -y dice también San Isidoro que cuando está sacando sus polluelos se calman los elementos y callan los vientos por espacio de siete días, como obsequio de la naturaleza a esta ave y a sus hijos. Cada día hallaba yo mayor gusto en estudiar el mundo y sus maravillas -y de tanto estudiarlo tenía como la impresión de que el mundo me abría poco a poco las puertas arcanas tras de las cuales se ocultaban portentos y misterios aún tenidos en secreto para el común de los mortales. Tenía ansias de saberlo todo. Envidiaba al Rey Salomón -”más sabio que Hernán, Kalkol y Darda”- quien era capaz de hablar de todos los árboles, desde el cedro que es del Líbano hasta el hisopo que nace de las murallas, y también conocía las costumbres de todos los cuadrúpedos, pájaros, reptiles y peces del universo. ¿Y cómo no iba a saber de todo, si de todo era informado por sus mensajeros, embajadores, mercaderes y nautas? De Ofir y de Tarsis le llegaban cargamentos de oro. En el Egipto compraba sus carros y de Cilicia le venían sus caballos, y sus cuadras, a su vez, proveían en corceles a los reyes de los hititas y a los reyes de Aram. Además, era informado de infinitas cosas -virtudes de las plantas, acoplamientos de las bestias, torpezas, impudicias, confusiones, lascivias y sodomías de distintos pueblos- por sus mujeres, moabitas, amonitas, edomitas, sidonias, sin hablar de las egipcias -y bien dichoso era él, sabio varón, bragado varón, que en su portentoso palacio podía tirarse, según el color de los días y los rumbos de su antojo, setecientas esposas principales y trescientas concubinas, sin hablar de las forasteras, de las itinerantes, de las inesperadas, como la de Saba, que hasta le pagaban por hacerlo. (¡Secreto sueño de todo hombre verdadero!) Y sin embargo, si vasto y diverso hubiese sido el mundo conocido por el Rey Salomón, tenía yo la impresión de que sus flotas, en fin de cuentas, sólo iban a lo seguro. Porque, de no haber sido así, hubiesen traído noticias de monstruos mencionados por viajeros y navegantes que habían transpuesto los umbrales de comarcas aún mal conocidas. Según testigos de incuestionable autoridad, hay, en Extremo Oriente, razas de hombres sin narices, teniendo todo el semblante plano; otros, con el labio inferior tan prominente que, para dormir y defenderse de los ardores del sol, se cubren con él toda la cara; otros tienen la boca tan pequeña que ingieren la comida sólo con una caña de avena; otros, sin lengua, usando sólo de señas o movimientos para comunicarse con los demás. En Escitia existen los Panotios, con orejas tan grandes que se envuelven en ellas, como en una capa, para resistir el frío. En Etiopía viven los Sciópodas, admirables por sus piernas y la celeridad de su carrera, y que, en verano, acostados sobre la tierra en posición supina, se dan sombra con las plantas de los pies, tan largas y anchas que pueden usarlas como quitasoles. En tales países, hay hombres que sólo se alimentan de perfumes, otros que tienen seis manos, y, lo más maravilloso, mujeres que paren ancianos -ancianos que rejuvenecen y acaban volviéndose niños en la edad adulta. Y, sin tener que ir tan lejos, recordemos lo que nos cuenta San Jerónimo, supremo doctor, al describirnos un fauno o caprípedo que fue exhibido en Alejandría, y resultó ser un excelente cristiano, contra todo lo que pensaban las gentes, acostumbradas a asimilar tales seres a las fábulas del paganismo… Y si muchos se jactan ya de conocer la Libia, lo cierto es que ignoran todavía la existencia de hombres tremebundos que nacen allí sin cabeza, con los ojos y la boca colocados donde nosotros tenemos las tetillas y el ombligo. Y en la Libia parece que viven también unos antípodas que tienen las plantas de los pies vueltas y ocho dedos en cada planta. Pero, en eso de los antípodas, las opiniones están divididas, porque algunos viajeros afirman que ese pueblo se nos presenta en una desagradable diversidad de cinocéfalos, cíclopes, trogloditas, hombres-hormigas y hombres acéfalos, amén de hombres con dos caras, como el dios Jano de los antiguos… En cuanto a mí, no creo que tales sean las trazas de los antípodas. Estoy convencido -aunque este criterio me sea muy personal- que los antípodas son de muy distinta naturaleza: se trata, sencillamente, de los que menciona San Agustín, aunque el Obispo de Hipona, obligado a hablar de ellos porque mucho se hablaba de ellos, negara su realidad. Si los murciélagos pueden dormir colgados de sus patas; si muchos insectos transitan muy naturalmente en el cielorraso de esta habitación de putas donde ahora reflexiono -mientras la mujer ha ido por vino a la taberna cercana- puede haber seres humanos capaces de andar con la cabeza para abajo, diga lo que diga el venerado autor del Enchiridion. Volatineros hay que se pasan media vida caminando con las manos, sin que los humores sanguíneos les revienten las sienes; también me contaron de santones que, en las Indias, se paran en los codos y, teniendo el cuerpo tieso, inmóvil, pueden pasarse meses con las piernas en alto. Menos portento hay en ello que haber permanecido, como Jonás, tres días y tres noches en las entrañas de la ballena, con la frente ceñida de algas y respirando como si se hallase en su ambiente natural. Negamos muchas cosas, porque nuestro limitado entendimiento nos hace creer que son imposibles. Pero, mientras más leo y me instruyo, más veo que lo tenido por imposible en el pensamiento se hace posible en la realidad. Para cerciorarse de ello basta con leer los relatos y crónicas de animosos mercaderes, de grandes navegantes -de grandes navegantes, sobre todo, como aquel Piteas, nauchero de Marsella, adiestrado en los modos fenicios de bogar, que, llevando su nao hacia el norte, y cada vez más hacia el norte, en su insaciable afán de descubrir, llegó a un lugar donde el mar se endurecía como el hielo de los picos montañosos. Más pienso que aún he leído poco. Debo conseguirme más libros. Libros que traten de viajes, sobre todo. Me dicen que en una tragedia de Séneca se habla de aquel Jasón que, yendo al este del Ponto Euxino, al frente de sus argonautas, halló la Cólquida del vellocino de oro. Debo conocer esa tragedia de Séneca, que enseñanzas de mucho provecho debe encerrar, como todo lo que escribieron los antiguos.