Llegué ahí en la tarde. Don Juan y yo nos sentamos en el patio de su casa, en unas incómodas sillas de mimbre con gruesos almohadones. Don Juan se rió y me guiñó el ojo. Las sillas eran un regalo de una de las mujeres de su bando y debíamos sentarnos allí como si nada nos molestara, especialmente él. Le habían comprado las sillas en Estados Unidos, en Phoenix, Atizona, y se las trajeron a México con muchas penurias.
Don Juan me pidió que le leyera un poema de Dylan Thomas; añadió que ese poema tenía para mí, en esos momentos, un significado muy pertinente.
He anhelado alejarme
del siseo de la mentira gastada
y del grito continuo del viejo terror
que se torna más terrible a medida que el día
avanza y se desliza dentro del mar profundo.
He anhelado irme pero tengo miedo
de que un pedazo de existencia aún intacto,
pudiera explotar al salir de la vieja mentira
quemándose en el suelo,
y, reventando en el aire, me dejase medio ciego.
He anhelado irme pero tengo miedo…
Don Juan se levantó de su silla y dijo que iba a dar un paseo por la plaza, en el centro del pueblo. Me pidió que fuera con él. Inmediatamente asumí que el poema había evocado un sentimiento negativo en él y que quería disiparlo.
Llegamos a la plaza sin haber dicho una sola palabra. Dimos un par de vueltas aún sin hablar. Había bastante gente arremolinándose alrededor de las tiendas en las calles que estaban en el lado este y norte de la plaza. Todas las calles alrededor de la plaza estaban pavimentadas de una manera muy dispareja. Las casas eran masivas, edificios de adobe de un piso, con techos de teja, paredes blancas y puertas pintadas de café o de azul. En una calle al lado, a una cuadra de la plaza, las altas paredes de la enorme iglesia colonial, que parecía una mezquita morisca, se asomaban por encima del techo del único hotel en el pueblo. En el lado sur, había dos restaurantes que inexplicablemente estaban juntos, haciendo buen negocio, sirviendo prácticamente el mismo menú a los mismos precios.
Rompí el silencio y le pregunté a don Juan si también a él le parecía raro que los dos restaurantes fueran casi iguales.
– Todo es posible en este pueblo -contestó.
La manera en que lo dijo me hizo sentir inquieto.
– ¿Por qué estás tan nervioso? -me preguntó con una seria expresión-. ¿Sabes algo y no quieres decírmelo?
– ¡Qué pregunta, don Juan! Cuando estoy cerca de usted estoy siempre nervioso. Algunas veces más que otras.
Al parecer estaba haciendo un serio esfuerzo para no reírse. Su cuerpo entero se estremecía.
– Los naguales no son realmente los seres más amigables de la Tierra -dijo en un tono de disculpa-. Comprobé eso de la manera más difícil, por medio de mi maestro, el terrible nagual Julián. Su mera presencia me provocaba tal susto que creía morirme. Cada vez que me enfocaba con su mirada, estaba seguro de que mi vida no valía un pito.
– Créamelo, don Juan, usted me causa la misma impresión.
Se rió abiertamente.
– No, no. Estás exagerando. Yo soy un ángel en comparación.
– Quizá sea usted un ángel en comparación, excepto que yo no tengo al nagual Julián para hacer comparaciones.
Se rió de buena gana por un momento, y luego se volvió a poner serio.
– Ni sé por qué, pero me siento asustado -le expliqué.
– ¿Hay alguna razón para que estés asustado? -preguntó, deteniéndose a escudriñarme.
Su tono de voz y sus cejas levantadas me dieron la total impresión de que sospechaba que yo sabía algo y no se lo iba a revelar. Claramente esperaba una revelación de mi parte.
– Su insistencia lo hace a usted el sospechoso -dije-. ¿Está seguro de que no es usted el que se trae algo entre manos?
– Sí, me traigo algo entre manos -admitió sonriendo-. Pero ese no es el asunto. El asunto es que hay alguien esperándote en este pueblo. Y tú no sabes del todo bien lo que es, o sabes exactamente lo que es, pero no te atreves a decírmelo, o no lo sabes en absoluto.
– ¿Quién me está esperando aquí?
Don Juan reanudó enérgicamente su caminata en lugar de contestarme, y seguimos andando alrededor de la plaza en completo silencio. Dimos varias vueltas; buscando una banca donde sentarnos, hasta que unas muchachas se levantaron de una y se fueron.
– Hace años que te estoy hablando sobre las extrañas prácticas de los brujos del México antiguo -don Juan dijo, sentándose y haciéndome un ademán para que me sentara junto a él.
Con un fervor casi religioso, empezó a decir otra vez lo que ya me había dicho tantas veces: que esos brujos, guiados por intereses extremadamente egoístas, pusieron todos sus esfuerzos en perfeccionar prácticas que los alejaron mucho de la cordura y el equilibrio mental. Finalmente fueron exterminados, cuando sus complejas estructuras de creencias y acciones se volvieron tan difíciles de manejar que perdieron el equilibrio y se desplomaron.
– Por supuesto, esos brujos de la antigüedad vivieron y se multiplicaron en esta área -dijo observando mi reacción-, aquí en este pueblo. Este pueblo moderno fue construido sobre los cimientos de uno de sus pueblos. Los brujos de la antigüedad hicieron todos sus tratos aquí en este sitio.
– ¿Le consta a usted esto, don Juan?
– Me consta, y muy pronto a ti también te constará.
Mi creciente ansiedad me forzó a hacer algo que detestaba: enfocarme en mí mismo. Sintiendo mi frustración, don Juan me aguijoneó.
– Muy pronto vamos a saber si realmente eres como los brujos antiguos, o como los de ahora -dijo.
– Me está volviendo loco con toda esta extraña y siniestra conversación -protesté.
El haber estado con don Juan por trece años me había condicionado, primero que nada, a concebir el pánico como algo que estaba siempre a un paso de distancia, justo para venírseme encima.
Don Juan parecía indeciso. Noté sus miradas furtivas en dirección de la iglesia. Parecía estar distraído. Cuando le hablé no me escuchó; le tuve que repetir mi pregunta.
– ¿Está usted esperando a alguien?
– Sí -dijo-. Ciertamente que sí. Ahorita nomás estaba sintiendo todo lo que está alrededor nuestro. Me agarraste en el acto de escudriñar con mi cuerpo energético.
– ¿Qué es lo que sintió, don Juan?
– Mi cuerpo energético siente que todo está en perfecto orden. La obra se llevará a cabo esta noche. Tú eres el principal protagonista. Yo soy un personaje con un papel secundario pero significativo y salgo en escena sólo en el primer acto.
– ¿De qué está usted hablando, don Juan?
No me contestó. Sonrió como un personaje benévolo.
– Estoy preparando el terreno -dijo-. Dándote una frotación, por así decirlo, con la idea de que los brujos de ahora han aprendido una dura lección. Se han dado cuenta de que pueden tener la energía para ser libres solamente si se mantienen desapegados. Hay un tipo peculiar de desapego que no nace ni del miedo ni de la pereza, sino de la convicción.
Don Juan hizo una pausa y se levantó, estiró los brazos hacia enfrente y hacia los lados y luego hacia atrás.
– Haz lo mismo -me aconsejó-. Te tonifica el cuerpo, y tienes que estar muy fuerte para enfrentar lo que te espera esta noche. Un desapego total o una absoluta entrega a tus vicios es lo que te espera esta noche. Es una decisión que cada nagual en mi linaje tiene que hacer.
Se sentó otra vez y respiró profundamente. Lo que dijo y la manera como lo dijo pareció haber consumido toda su energía.
– Creo que puedo entender el desapego y lo opuesto a ello -prosiguió-, ya que tuve el privilegio de conocer a dos naguales: mi benefactor, el nagual Julián y su benefactor, el nagual Elías. Fui capaz de autentificar la diferencia entre los dos. El nagual Elías era desapegado hasta el punto de pasar por alto un regalo de poder. El nagual Julián era también desapegado, pero no lo suficiente como para hacer eso.