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Hice un esfuerzo supremo y abrí los ojos. Vi árboles y un cielo azul. ¡Era de día! Una cara borrosa me estaba escudriñando, pero no pude enfocar mis ojos. Creí que era la mujer de la iglesia mirándome.

– Usa mi cara -dijo la voz.

Era una voz muy familiar, aunque no la podía identificar.

– Haz de mi cara tu punto de partida; después mira todo lo demás -repitió la voz.

Mis oídos se despejaron y también mis ojos. Miré fijamente a la cara borrosa, y luego a los árboles del parque; a una banca de hierro forjado; a la gente caminando, y de vuelta a la cara.

A pesar de que ésta cambiaba cada vez que la miraba fijamente, empecé a experimentar un sentido de mínimo control. Cuando tuve mayor dominio de mis facultades, se hizo obvio que la mujer estaba sentada en la banca sosteniendo mi cabeza en su regazo. Y no era la mujer de la iglesia; era Carol Tiggs.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -dije jadeando.

Mi miedo y mi sorpresa eran tan intensos que hubiera saltado para salir corriendo, pero mi cuerpo no estaba en lo absoluto bajo el control de mis procesos mentales. Siguieron momentos angustiosos, en los que traté desesperada pero inútilmente de levantarme. El mundo a mi alrededor era demasiado claro, para permitirme creer que estaba todavía ensoñando, aunque mi completa falta de dominio muscular me hacia sospechar que esto era posiblemente un ensueño. Además, la presencia de Carol Tiggs era demasiado abrupta, no había antecedentes que la justificaran.

Cautelosamente, traté de levantarme sólo con mi voluntad, como lo había hecho cientos de veces en mis ensueños, pero no pasó nada. Si alguna vez necesité ser objetivo, ese era el momento. Tan cuidadosamente como pude, empecé a mirar todo lo que estaba dentro del campo de mi visión, primero con un solo ojo. Tomé la consistencia entre las imágenes de mis ojos, como una indicación de que me encontraba en la realidad consensual de la vida diaria.

Lo siguiente que hice fue examinar a Carol Tiggs. En ese momento me percaté de que podía mover los brazos. Era sólo la parte inferior de mi cuerpo la que estaba realmente paralizada. Toqué la cara y las manos de Carol Tiggs; la abracé. Era sólida, no tuve duda que era la Carol Tiggs verdadera. Mi alivio fue enorme, ya que por un instante me envolvió la oscura sospecha de que era la mujer de la iglesia disfrazada de Carol.

Con sumo cuidado, Carol me ayudó a que me sentara en la banca. Había estado tendido sobre mi espalda, con la mitad del cuerpo en la banca y la mitad en el suelo. Me di cuenta entonces de algo totalmente fuera de lo común. Traía puestos unos pantalones azules de mezclilla, descoloridos, y botas cafés de cuero. También traía una chaqueta de mezclilla y una camisa de algodón.

– Espera un poco -le dije a Carol-. ¡Mírame! ¿Es esta mi ropa? ¿Soy yo mismo?

Carol se rió y me sacudió de los hombros, de la manera en que siempre lo hacia para denotar camaradería, hombría, como si fuera uno de mis amigos.

– Estoy viendo tu hermosa persona -dijo en un chistoso tono de falseo forzado-. Mi dueño y señor, ¿quién más podría ser?

– ¿Cómo demonios puedo traer puestos pantalones de mezclilla y botas? -insistí-, si no tengo esta clase de ropa.

– Lo que traes puesto es mi ropa. ¡Te encontré desnudo!

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Alrededor de la iglesia, hace como una hora. Vine a la plaza a buscarte. El nagual me mandó para ver si te podía encontrar. Te traje ropa en caso de que la necesitaras.

Le dije que me hacia sentir terriblemente vulnerable y avergonzado haber estado caminando ahí sin ropa.

– Lo raro era que no había nadie alrededor -me aseguró.

Pero sentí que me lo estaba diciendo solamente para disminuir mi zozobra. Su sonrisa juguetona me lo dijo.

– Debo haber estado con el desafiante de la muerte toda la noche; capaz que hasta esta mañana -dije-. ¿Qué día es hoy?

– No te preocupes por las fechas -dijo riéndose-. Cuando estés más centrado, tú mismo podrás contar los días.

– No te burles de mi, Carol Tiggs. ¿Qué día es hoy? Mi voz era tan áspera que no parecía pertenecerme.

– Es el día después de la gran fiesta -dijo, golpeándome suavemente en el hombro-. Todos te hemos estado buscando desde ayer en la noche.

– ¿Pero qué estoy haciendo aquí?

– Te llevé al hotel enfrente de la plaza. No te podía cargar todo el camino hasta la casa del nagual; hace unos minutos saliste corriendo del cuarto y terminaste aquí.

– ¿Pero por qué no le pediste ayuda al nagual?

– Porque este es un asunto que nos concierne solamente a ti y a mí. Lo tenemos que resolver juntos.

Eso me calló. Lo que decía tenía perfecto sentido. Le hice otra pregunta insistente.

– ¿Qué dije cuando me encontraste?

– Dijiste que habías estado tan profundamente en la segunda atención, por un tiempo tan largo, que todavía no estabas completamente racional. Todo lo que querías hacer era dormir.

– ¿Cuándo perdí el control de mis músculos?

– Hace sólo un momento. Ya te va a regresar. Tú mismo sabes que es normal perder el control del habla o de tus extremidades cuando entras en la segunda atención y recibes una considerable sacudida de energía.

– ¿Y cuándo perdiste tu ceceo, Carol?

La agarré totalmente desprevenida. Se me quedó mirando intensamente, y se rió de buena gana.

– He estado tratando de deshacerme de eso por un largo tiempo -confesó-. Creo que es terriblemente molesto oír a una mujer adulta ceceando. Además, tú lo odias.

Admitir que siempre había odiado su ceceo no me fue difícil. Don Juan y yo habíamos tratado de curarla, pero llegamos a la conclusión de que no estaba interesada en curarse. Su ceceo la hacía extremadamente atractiva a todos, y don Juan estaba convencido de que a ella le encantaba eso, y que no lo iba a dejar. Escucharla hablar sin cecear era tremendamente agradable y excitante para mí. Me demostraba que ella era capaz de cambios radicales por si misma, algo de lo que don Juan y yo nunca estuvimos seguros.

– ¿Qué más te dijo el nagual cuando te mandó a buscarme? -pregunté.

– Dijo que estabas en medio de un encuentro con el desafiante de la muerte.

En un tono confidencial, le revelé a Carol que el desafiante de la muerte era una mujer. Ella, imperturbable, dijo que ya lo sabía.

– ¿Cómo puedes saberlo? -grité-. Además de don Juan, nadie ha sabido esto nunca. ¿Te lo dijo don Juan?

– Por supuesto que me lo dijo -contestó, sin perturbarse por mis gritos-. Lo que has pasado por alto es que yo también conocí a la mujer de la iglesia. La conocí antes que tú. Hablamos amigablemente en la iglesia por un buen rato.

Creí que Carol me decía la verdad. Lo que estaba describiendo era algo que don Juan haría. Con toda probabilidad, había mandado primero a Carol como un explorador, para sacar conclusiones.

– ¿Cuándo viste al desafiante de la muerte? -pregunté.

– Hace un par de semanas -me contestó en un tono casi indiferente-. Para mí no fue gran cosa, no tenía energía que darle, o por lo menos, no la energía que esa mujer quiere.

– ¿Entonces por qué la viste? ¿Es también parte del acuerdo entre los brujos y el desafiante de la muerte tratar con la mujer nagual?

– La vi porque el nagual dijo que tú y yo somos intercambiables, y no por otra razón. Nuestros cuerpos energéticos se han fusionado muchas veces. ¿No te acuerdas? La mujer y yo hablamos de la facilidad con la que nos fusionamos. Me quedé con ella como tres o cuatro horas, hasta que el nagual entró y me sacó.

– ¿Te quedaste en la iglesia todo el tiempo? -pregunté.

No podía creer que se hubieran quedado arrodilladas ahí por tres o cuatro horas hablando simplemente de la fusión de nuestros cuerpos energéticos.

– Me llevó a otra faceta de su intento -concedió Carol después de pensar por un momento-. Me hizo ver cómo se escapó de sus captores.