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Cuando fui capaz de caminar, me guió de la plaza al único hotel del pueblo. Me aseguró que aún no poseía la energía para ir a la casa de don Juan, pero que todos allí sabían dónde estábamos.

– ¿Cómo pueden saber dónde estamos? -pregunté.

– El nagual es un brujo muy astuto -contestó riéndose-. Él me dijo que si te encontraba energéticamente deshecho, debería de alojarte en el hotel, en lugar de arriesgarme a cruzar el pueblo llevándote a cuestas.

Sus palabras, y especialmente su sonrisa, me hicieron sentir tal alivio que seguí caminando en un estado de arrobamiento. Doblamos la esquina y llegamos a la entrada del hotel, media cuadra hacia abajo, casi enfrente de la iglesia. Atravesamos el desolado vestíbulo, y subimos unas escaleras de cemento al segundo piso, directamente a un frugal cuarto que realmente nunca había visto. Carol dijo que yo ya había estado ahí, sin embargo, yo no recordaba ni el cuarto ni el hotel, pero estaba tan cansado que no quise ni pensar en ello. Simplemente me hundí en la cama, boca abajo. Todo lo que quería hacer era dormir, a pesar de estar extremadamente agitado. Aunque todo parecía ordenado, había muchos cabos sueltos. Me llegó una oleada repentina de excitación nerviosa y me senté.

– Nunca te dije que no acepté el regalo del desafiante de la muerte -dije enfrentando a Carol-. ¿Cómo lo supiste?

– Oh, pero si me lo dijiste tú mismo -protestó sentándose en la cama junto a mí-. Estabas muy orgulloso de ello. Eso fue lo primero que te salió de la boca cuando te encontré.

Hasta entonces, esa fue la única respuesta que no me dejó completamente satisfecho. Lo que estaba relatando no sonaba como algo que yo hubiera dicho.

– Creo que me interpretaste mal -dije-. Simplemente no quería obtener nada que me desviara de mi meta.

– ¿Quieres decir que no te sentiste orgulloso de rechazarla?

– No, no sentí nada. No soy capaz de sentir nada, excepto miedo.

Estiré las piernas y puse la cabeza en la almohada. Sentía que si cerraba los ojos y no continuaba hablando, me quedaría dormido en un instante. Le conté a Carol cómo discutí con don Juan al principio de mi asociación con él, sobre lo que me confesó era su motivo para guardar el camino del guerrero. Había dicho que el miedo lo mantenía avanzando en línea recta, y que lo que más miedo le daba era perder al nagual, al abstracto, al espíritu.

– Comparado con perder al nagual, la muerte no es nada -había dicho con una nota de verdadera pasión en su voz-. Mi miedo de perder al nagual es la única cosa real que tengo, porque sin él estaría peor que muerto.

Le conté a Carol cómo inmediatamente le contradije, jactándome de que yo era impenetrable al miedo. Le aseguré que si tenía que guardar un camino estricto, la fuerza que me movería tendría que ser el amor.

Don Juan había contestado que a la hora de la verdad, el miedo es la única condición válida para un guerrero. Yo me había sentido secretamente victorioso porque hallé su mentalidad muy estrecha.

– La rueda ha dado una vuelta completa -le dije a Carol-, y veme ahora; te puedo jurar que la única cosa que me mantiene avanzando es el miedo de perder al nagual.

Carol se me quedó viendo con una mirada extraña que nunca le había visto.

– Me atrevo a no estar de acuerdo -dijo suavemente-. El miedo no es nada comparado con el afecto. El miedo te hace correr alocadamente, el amor te hace mover inteligentemente.

– ¿Qué es lo que estás diciendo, Carol Tiggs? ¿Son los brujos ahora gente de amores?

No me contestó. Se acostó junto a mí, y apoyó su cabeza en mi hombro. Nos quedamos allí en ese parco cuarto por un largo rato en silencio total.

– Siento lo que sientes -dijo Carol abruptamente-. Ahora, trata de sentir lo que yo siento. Lo puedes hacer. Pero hagámoslo en la oscuridad.

Carol estiró su brazo y apagó la luz encima de la cama. Me enderecé de un salto. Una sacudida de miedo me traspasó como electricidad. Tan pronto como Carol apagó la luz, se hizo de noche dentro del cuarto. En medio de una gran agitación le pregunté a Carol acerca de ello.

– Todavía no estás totalmente sólido -dijo con una gran tranquilidad-. Tuviste un encuentro de proporciones monumentales. Haberte sumergido tan profundamente en la segunda atención te dejó un poco maltrecho, por así decirlo. Por supuesto que es de día, pero tus ojos aún no se pueden ajustar a la tenue luz de este cuarto.

Me volví a acostar, más o menos convencido. Carol siguió hablando, pero no la estaba escuchando. Sentí las sábanas. ¡Eran sábanas reales! Recorrí la cama con mis manos. ¡Era una cama! Me estiré hacia el suelo, y toqué con mis manos las frías baldosas del piso. Me salí de la cama y revisé todos los objetos del cuarto y del baño. Todo era perfectamente normal, perfectamente real. Le dije a Carol que cuando apagó la luz, tuve la clara sensación de que estaba ensoñando.

– Date un respiro -dijo-. Acaba con estas tontas investigaciones, vente a la cama y descansa.

Abrí las cortinas de la ventana que daba a la calle. Afuera era de día, pero en el momento en que las cerré se hizo de noche adentro. Carol me rogó que regresara a la cama. Dijo que temía que me saliera corriendo y acabara en la calle, como sucedió antes. Tenía razón. Regresé a la cama sin darme cuenta de que no se me había ocurrido, ni siquiera por un instante, señalar las cosas con el dedo meñique. Era como si ese conocimiento no hubiera existido en mi mente.

La oscuridad en el cuarto del hotel era de lo más extraordinaria. Me provocó un delicioso sentido de paz y armonía. También me provocó una profunda tristeza; una añoranza de calor humano, de compañía. Me sentí más que abrumado. Nunca me había pasado algo así. Me acosté en la cama, tratando de recordar si esa añoranza era algo común en mi. No lo era. Las añoranzas que conocía no eran por compañía humana; eran abstractas. Eran más bien una clase de tristeza por no poder alcanzar algo indefinido.

– Me estoy haciendo añicos -le dije a Carol-. Estoy a punto de llorar por la gente.

Pensé que iba a interpretar lo que dije como algo chistoso, porque lo dije casi en son de broma. Guardó silencio y pareció estar de acuerdo conmigo. Suspiró. Estando en un estado mental inestable, me sentí inmediatamente arrastrado hacia la emocionalidad. Me volví hacia ella en la oscuridad, y murmuré algo que en un momento más lúcido me hubiera parecido bastante irracional.

– Te adoro total y absolutamente -dije.

Aseveraciones de esa índole entre los brujos de la línea de don Juan eran intolerables. Carol Tiggs era la mujer nagual. Entre nosotros dos no había necesidad de demostraciones de afecto. De hecho, ni siquiera sabíamos lo que sentíamos el uno por el otro. Don Juan nos había enseñado que entre los brujos no hay disposición ni tiempo para tales sentimientos.

Carol me sonrió y me abrazó. El afecto que yo sentía por ella me consumía de tal manera que involuntariamente comencé a llorar.

– Tu cuerpo energético se está moviendo hacia adelante en los filamentos luminosos de energía del universo -susurró en mi oído-; nos lleva el regalo del desafiante de la muerte.

Tenía suficiente energía para comprender lo que estaba diciendo. Hasta le pregunté si ella misma entendía lo que todo eso significaba. Me apaciguó con un susurro en mi oído.

– Sí, entiendo; el regalo que el desafiante de la muerte te dio fueron las alas del intento. Y con ellas, tú y yo nos estamos ensoñando en otro tiempo. En un tiempo que está aún por venir.

La hice a un lado y me senté. La manera como Carol estaba expresando esos complejos pensamientos de brujos me perturbaba. Su tendencia no era tomar los pensamientos conceptuales seriamente. Siempre bromeábamos entre nosotros sobre que ella no tenía una mente filosófica.