Las palabras de despedida de don Juan fueron:
– Olvídense de sí mismos y no le temerán a nada.
La mueca que hizo y el movimiento de su cabeza eran invitaciones a examinar su aseveración.
Carol Tiggs se rió y empezó a hacer payasadas imitando la voz de don Juan al darnos sus enigmáticas instrucciones. Su ceceo añadió bastante color a lo que don Juan había dicho. Algunas veces su ceceo me parecía adorable, la mayoría de las veces lo detestaba; afortunadamente esa noche era casi imperceptible.
Fuimos a su cuarto y nos sentamos al borde de la cama. Mi último pensamiento consciente fue que la cama era una reliquia de principios de siglo. Antes de que tuviera tiempo de decir una sola palabra, me encontré acostado en una cama extraña. Carol Tiggs estaba conmigo. Se sentó al mismo tiempo que yo. Estábamos desnudos, cada uno cubierto con una delgada cobija.
– ¿Qué está pasando? -preguntó con voz tenue.
– ¿Estás despierta? -le pregunté neciamente.
– Claro que estoy despierta -dijo en un tono impaciente.
– ¿Te acuerdas dónde estuvimos hace un minuto? -pregunté.
Hubo un largo silencio. Obviamente estaba tratando de poner sus pensamientos en orden.
– Creo que soy real, pero tú no -dijo finalmente-. Yo sé dónde estaba antes de llegar aquí. Y tú me quieres hacer una jugarreta.
Pensé que ella estaba haciendo lo mismo conmigo; sabía lo que pasaba, me estaba poniendo a prueba o se estaba burlando de mi. Don Juan me había dicho que los demonios de nosotros dos eran la astucia y la sospecha. Carol me estaba dando un gran ejemplo de eso.
– Me niego a ser parte de tus juegos de mierda donde tú siempre controles la situación -dijo, mirándome con veneno en los ojos-. Me estoy refiriendo a ti, quien quiera que fueras.
Agarró una de las cobijas y se envolvió en ella.
– Me voy a acostar aquí y voy a regresar al lugar de donde vine -dijo con un aire de finalidad-. Váyanse tú y el nagual a rascarse las pelotas.
– Tienes que dejarte de necedades -le dije enérgicamente-. Estamos en otro mundo.
No me escuchó y me volvió la espalda como una niña consentida. No quise gastar mi atención de ensueño en inútiles discusiones. Empecé a examinar lo que estaba a mi alrededor. La luz de la luna brillaba a través de la ventana directamente enfrente de nosotros. Estábamos en un cuarto pequeño, en una cama alta, primitivamente construida. Cuatro postes gruesos plantados en el suelo servían de soporte a la armadura de la cama hecha de varillas de madera. La cama tenía un gruesísimo colchón, pero el grosor era más una cuestión de la densidad del material que de su volumen. No había sábanas ni almohadas. Costales de arpillera, al parecer llenos de grano, estaban amontonados contra la pared. Dos que estaban al pie de la cama acomodados uno encima del otro, servían como escalones para subirse a ella.
Al buscar dónde prender la luz, encontré que la cama estaba en una esquina contra la pared. Nuestras cabezas daban a la pared; yo estaba en la parte de afuera de la cama y Carol en la parte de adentro. Cuando me senté al borde de la cama me hallé quizá a más de metro y medio del suelo.
De repente Carol Tiggs se sentó y dijo con un pronunciado ceceo:
– ¡Esto es asqueroso! Ciertamente el nagual nunca me dijo que iba a acabar así.
– Yo tampoco lo sabía -dije.
Quería empezar una conversación, pero mi ansiedad había crecido fuera de toda proporción.
– Cállate la boca -me dijo bruscamente, su voz resquebrajada del enojo-. Tú no existes, eres un fantasma. ¡Desaparécete! ¡Desaparécete!
Su ceceo era tan encantador que disipó mi ansiedad. La sacudí de los hombros. Gritó, no tanto de dolor como de enojo.
– No soy un fantasma -dije-. Hicimos el viaje porque unimos nuestras energías.
Carol Tiggs era famosa entre nosotros por su rapidez para adaptarse a cualquier situación. En cuestión de segundos estaba convencida de lo real de nuestra situación y empezó a buscar su ropa en la semioscuridad. Me maravillaba el hecho de que no tuviera miedo. Se ocupó en razonar en voz alta dónde podría haber puesto su ropa si se hubiera desvestido en ese cuarto.
– ¿Ves alguna silla? -preguntó.
Vi vagamente un montón de tres costales uno encima del otro que podrían haber servido como una mesa o una banca. Carol saltó de la cama y se dirigió hacia ellos. Encontró su ropa y la mía cuidadosamente doblada de la forma en que ella siempre trataba las prendas de vestir. Me dio mi ropa. Era mi ropa, pero no la que tenía puesta unos cuantos minutos antes, en el cuarto de Carol en el hotel Regis.
– Esta no es mi ropa -ceceó-. Sin embargo sí lo es. ¡Qué extraño!
Nos vestimos en silencio. Le quería decir que estaba a punto de explotar de ansiedad. También le quería comentar acerca de la velocidad de nuestro viaje, pero en el lapso de tiempo que nos tomó vestirnos el pensamiento de nuestro viaje se volvió muy vago. Difícilmente podía yo recordar dónde habíamos estado antes de despertar en ese cuarto. Era como si hubiera soñado el cuarto del hotel. Hice un supremo esfuerzo para recordar, para romper la envoltura de niebla que me había empezado a cubrir. Lo logré, pero ese acto agotó toda mi energía. Acabé jadeando y empapado de sudor.
– Algo casi, casi me agarra -dijo Carol-. Y casi te agarra a ti también, ¿no? ¿Qué crees que fue?
– La posición del punto de encaje -dije con absoluta certeza.
No estuvo de acuerdo conmigo.
– Fueron los seres inorgánicos cobrando su paga -dijo temblando-. El nagual me dijo que iba a ser horrible, pero nunca me imaginé cuán horrible.
Estaba totalmente de acuerdo con ella, nuestra situación era horripilante; sin embargo no podía concebir cuál era el horror. Carol y yo no éramos novicios, habíamos visto innumerables cosas, algunas de ellas verdaderamente terroríficas, pero nada se comparaba con el horror silencioso de este cuarto de ensueño.
– ¿Estamos ensoñando, no es así? -Carol preguntó.
Sin dudar, le aseguré que ciertamente estábamos ensoñando, aunque hubiera dado cualquier cosa por tener a don Juan ahí para que me asegurara lo mismo.
– ¿Por qué tengo tanto miedo? -me preguntó, como si fuera yo capaz de explicar racionalmente lo que ella sentía.
Antes de que pudiera formular un pensamiento al respecto, ella misma contestó su pregunta. Dijo que lo que la asustaba era darse cuenta, en un nivel corporal, de que cuando el punto de encaje se ha inmovilizado en una nueva posición, percibir se convierte en algo total. Me recordó que don Juan nos había dicho que el poder que tiene nuestro mundo cotidiano sobre nosotros se debe al hecho de que nuestro punto de encaje está inmóvil en su posición habitual. Esa inmovilidad es lo que hace que nuestra percepción del mundo sea tan completa, tan abrumante que no nos deja oportunidad alguna de escapar de ella. Carol también me recordó otra cosa que el nagual dijo: que si queremos romper esta fuerza totalitaria, lo que tenemos que hacer es disipar la niebla; es decir, desplazar el punto de encaje intentando su desplazamiento.
Yo nunca había realmente comprendido lo que don Juan quería decir, hasta el momento en el que tuve que desplazar mi punto de encaje a otra posición para poder disipar la niebla de ese cuarto, de ese mundo, que me había empezado a envolver.
Sin decir otra palabra, Carol y yo nos dirigimos a la ventana y miramos afuera. Estábamos en el campo. La luz de la luna revelaba unas cosas oscuras, no muy altas. Todas las indicaciones eran que estábamos en un granero de una casa grande de campo.
– ¿Te acuerdas de haberte ido a la cama aquí? -preguntó Carol.
– Casi me acuerdo -dije con sinceridad. Le dije que tenía que luchar muchísimo para mantener la imagen del cuarto del hotel Regis en mi mente como un punto de referencia.
– Yo tengo que hacer lo mismo -dijo susurrando llena de miedo-. Sé que si dejo que esa imagen se vaya estamos perdidos.
Después me preguntó si quería salir del cuarto. No quise. Mi ansiedad era tan aguda que no pude pronunciar una sola palabra. Todo lo que pude hacer fue una seña.