– Tienes toda la razón en no querer salir -dijo-. Tengo la sensación de que si salimos de este cuarto, nunca jamás podremos regresar a él.
Estaba a punto de abrir la puerta solamente para echar un breve vistazo afuera, pero ella me detuvo.
– No hagas eso -dijo-. Al abrir la puerta puedes dejar que lo de afuera entre.
El pensamiento que me cruzó la mente en ese instante fue que nos habían puesto en una frágil jaula. Cualquier cosa, como abrir la puerta, podría haber roto el precario equilibrio de esa jaula. En el momento en que tuve ese pensamiento, los dos llegamos a la misma conclusión. Nos quitamos la ropa como si nuestras vidas dependieran de ello, y luego saltamos a la cama sin usar los costales que servían de escalones, sólo para brincar de nuevo abajo en el instante siguiente.
Se me hizo evidente que Carol y yo nos habíamos dado cuenta de algo al mismo tiempo. Confirmó mi suposición cuando dijo:
– Todo lo que usemos que pertenezca a este mundo nos debilita. Si me quedo parada aquí desnuda, lejos de la cama y de la ventana, no tengo ningún problema en recordar de dónde vine. Pero si me acuesto en esa cama, o uso esa ropa, o me asomo por esa ventana, estoy perdida.
Nos quedamos abrazándonos parados en el centro del cuarto por un largo rato. Una extraña sospecha comenzó a surgir en mi mente.
– ¿Cómo vamos a regresar a nuestro mundo? -le pregunté esperando que supiera.
– El regreso a nuestro mundo es automático si no dejamos que la niebla se fije -dijo con el aire autoritario que siempre era su estilo.
Y tenía razón. Carol y yo nos despertamos, al mismo tiempo, en la cama de su cuarto del hotel Regis. Era tan obvio que estábamos de regreso en el mundo de la vida cotidiana que no hicimos preguntas ni comentarios acerca de ello. La luz del sol era deslumbrante.
– ¿Cómo regresamos? -Carol preguntó-. O más bien, ¿cuándo regresamos?
No tenía la menor idea de qué hacer o decir. No podía ni siquiera pensar. Estaba demasiado entumecido para especular; porque eso era todo lo que podía haber hecho.
– ¿Crees que acabamos de regresar? -Carol insistió-. O quizá hemos estado dormidos aquí toda la noche. ¡Mira! estamos desnudos. ¿Cuándo nos quitamos la ropa?
– Nos la quitamos en ese otro mundo -dije, y me sorprendí con el sonido de mi voz.
Mi respuesta pareció dejarla perpleja. Me miró sin comprender y luego miró a su cuerpo desnudo.
Continuamos sentados en la cama sin movernos por un tiempo interminable. Los dos parecíamos estar despojados de voluntad. Pero luego, abruptamente, tuvimos exactamente el mismo pensamiento. Nos vestimos a una velocidad increíble, salimos fuera del cuarto corriendo, bajamos dos pisos de escaleras a la calle y fuimos a carrera abierta al hotel de don Juan.
Frente a don Juan, nos encontramos completamente sin aliento, algo inexplicable, ya que no nos agotamos físicamente a tal grado. Tomamos turnos para explicarle a don Juan lo que habíamos hecho.
Él confirmó nuestras conjeturas.
– Lo que ustedes dos hicieron fue una de las cosas más peligrosas que uno pueda imaginar -dijo.
Se dirigió a Carol y le explicó que nuestro ensueño había sido un éxito total y un fiasco. Logramos transferir nuestra conciencia del mundo cotidiano a nuestros cuerpos energéticos, haciendo así el viaje con toda nuestra masa física, pero habíamos fallado en evitar la influencia de los seres inorgánicos. Dijo que por lo común, los ensoñadores experimentan la maniobra completa como una serie de transiciones lentas, y que tienen que expresar su intento para poder así usar la conciencia como un elemento. En nuestro caso, todos esos pasos fueron eliminados. Debido a la intervención de los seres inorgánicos, fuimos realmente arrojados a un mundo mortal a una velocidad tenebrosa.
– No fue la energía de ustedes dos combinada la que hizo su viaje posible -continuó-. Algo más hizo eso. Y hasta seleccionó ropa adecuada para ustedes.
– ¿Quiere usted decir, nagual, que la ropa y la cama y el cuarto sucedieron sólo porque nos manejaban los seres inorgánicos? -Carol preguntó.
– No cabe la menor duda -contestó-. Ordinariamente, los ensoñadores son simples viajeros. Por la forma en que este viaje se desarrolló, ustedes dos tuvieron asientos de primera fila y vivieron la maldición de los brujos antiguos. Lo que les pasó a ellos fue precisamente lo que les pasó a ustedes. Los seres inorgánicos los llevaron a un mundo del cual no pudieron regresar. Debería haberlo presentido, pero ni siquiera me pasó por la mente que los seres inorgánicos fueran a hacerse cargo y a tenderles la misma trampa a ustedes dos.
– ¿Quiere usted decir que nos querían mantener ahí? -Carol preguntó.
– Si se hubieran salido de ese cuarto estarían ustedes ahora vagando sin esperanza en ese mundo -dijo don Juan.
Explicó que ya que habíamos entrado ahí con toda nuestra masa física, la fijación de nuestros puntos de encaje en la posición preseleccionada por los seres inorgánicos fue tan abrumadora que creó una especie de niebla que borraba cualquier memoria previa del mundo de donde veníamos. Añadió que la consecuencia natural de tal inmovilidad, como en el caso de los brujos de la antigüedad, es que el punto de encaje de los ensoñadores no puede regresar nunca más a su posición original.
– Piensen en esto -nos recomendó-. Quizá esto es exactamente lo que nos está sucediendo a todos nosotros en el mundo de la vida diaria. Estamos aquí, y la fijación de nuestro punto de encaje es tan abrumadora que nos ha hecho olvidar de dónde venimos y cuál era nuestro propósito al venir aquí.
Don Juan no quiso decir nada más acerca de nuestro viaje. Sentí que lo hacía para salvarnos de la angustia y del miedo. Nos llevó a cenar. Cuando llegamos al restaurante, a un par de cuadras del hotel, eran las seis de la tarde, lo que quería decir que Carol y yo habíamos dormido, si fue eso lo que hicimos, alrededor de dieciocho horas.
Sólo don Juan tenía hambre. Carol comentó con un toque de enojo que estaba comiendo como un puerco. Varias cabezas se volvieron en nuestra dirección al escuchar la risa de don Juan.
Era una noche tibia. El cielo estaba claro. Había una brisa suave y acariciante cuando nos sentamos en una banca de La Alameda.
– Hay un pregunta que me tiene loca -Carol Tiggs le dijo a don Juan-. No usamos la conciencia como un medio para viajar ¿verdad?
– Es verdad -don Juan dijo y dio un profundo suspiro-. La tarea era escabullirse de los seres inorgánicos, no ser manejados por ellos.
– ¿Qué es lo que nos va a pasar ahora? -Carol preguntó.
– Van a posponer acechar a los acechadores hasta que ustedes dos estén más fuertes -dijo-. O quizá nunca lo logren. Realmente no importa; si una cosa no funciona, otra lo hará. La brujería es un reto interminable.
Nos volvió a explicar, como si estuviera tratando de fijar sus palabras en nuestras mentes, que para poder usar la conciencia como un elemento del medio ambiente los ensoñadores deben primero hacer un viaje al reino de los seres inorgánicos. Después, deben usar la energía oscura obtenida en ese viaje como un trampolín, y mientras la posean deben intentar ser lanzados a otro mundo a través del medio de la conciencia.
– El fracaso de este viaje fue que ustedes no tuvieron tiempo suficiente para usar la conciencia como un elemento para viajar -prosiguió-. Antes de que llegaran siquiera al reino de los seres inorgánicos, estaban ya en otro mundo.
– ¿Qué nos recomienda que hagamos? -Carol preguntó.
– Les recomiendo que se vean lo menos posible -dijo-. Estoy seguro que los seres inorgánicos no van a dejar pasar la oportunidad de agarrarlos, especialmente si ustedes unen sus fuerzas.
A partir de entonces, Carol y yo nos mantuvimos deliberadamente alejados. La posibilidad de que pudiéramos provocar inadvertidamente otro viaje similar era un riesgo demasiado grande para nosotros. Don Juan alentó nuestra decisión repitiéndonos una y otra vez, que teníamos suficiente energía combinada para tentar a los seres inorgánicos a que nos capturaran.
Don Juan volvió a encaminar mi práctica de ensueño a ver energía en ensueños generadores de energía. Con el transcurso del tiempo, vi todo lo que se me presentó. De esta manera, entré en un estado de conciencia de lo más peculiar: me hallé incapacitado para interpretar inteligentemente lo que veía. Siempre creí que había alcanzado estados de percepción para los cuales no existe léxico.