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Don Juan me explicó que mis incomprensibles e indescriptibles visiones se debían a que mi cuerpo energético usaba la conciencia como un elemento, no para viajar, ya que nunca tuve la suficiente energía para ello, sino para entrar en los campos energéticos de la materia inanimada o en los campos energéticos de seres vivientes.

11 EL INQUILINO

Mis prácticas de ensueño, como estaba acostumbrado a tenerlas, terminaron de un momento a otro. Don Juan me puso bajo la tutela de dos mujeres de su bando: Florinda Grau y Zuleica Abelar, sus dos compañeras más cercanas. Su instrucción no fue en lo absoluto sobre las compuertas del ensueño, sino más bien sobre diferentes maneras de usar el cuerpo energético; y no duró el tiempo suficiente como para influenciarme. Me dieron la impresión de que estaban más interesadas en ponerme a prueba que en enseñarme algo útil.

– No hay nada más que te pueda enseñar sobre el ensueño -don Juan dijo cuando le pregunté sobre este asunto-. Mi estadía en este mundo ha terminado. Pero Florinda se va a quedar. Ella es la que va a dirigir, no sólo a ti, sino a todos mis demás aprendices.

– ¿Va ella a continuar mis prácticas de ensueño?

– No lo sé; ni tampoco ella lo sabe. Todo depende del espíritu. El verdadero jugador. Nosotros no somos jugadores. Somos meros instrumentos en sus manos. Siguiendo los comandos del espíritu, te tengo que decir lo que es la cuarta compuerta del ensueño, aunque no te pueda guiar más.

– Para qué despertar mi apetito. Prefiero no saber.

– El espíritu no ha dejado que eso dependa de mí ni que dependa de ti. Y quiera o no quiera, yo te tengo que bosquejar la cuarta compuerta del ensueño.

Don Juan explicó que en la cuarta compuerta del ensueño el cuerpo energético viaja a lugares concretos y específicos, y que hay tres maneras de usarla. Una es viajar a lugares concretos en este mundo, otra es viajar a lugares concretos fuera de este mundo, y otra es viajar a lugares que sólo existen en el intento de otros. Aseveró que la última compuerta era la más difícil y peligrosa de las tres, y que era, por cierto, la predilección de los brujos antiguos.

– ¿Qué quiere que haga con todo esto? -pregunté.

– Por el momento nada. Archívalo hasta que lo necesites.

– ¿Quiere usted decir que puedo cruzar la cuarta compuerta yo solo, sin ayuda?

– Que puedas o no puedas hacerlo depende del espíritu.

Abandonó el tema abruptamente, pero no me dejó la impresión de que debería de tratar de alcanzar y cruzar la cuarta compuerta yo solo.

Don Juan hizo entonces una última cita conmigo, dijo que era para darme una despedida de brujo: el toque final de mis prácticas de ensueño. Me pidió que fuera a verlo al pueblo del sur de México donde él y sus compañeros vivían.

Llegué ahí en la tarde. Don Juan y yo nos sentamos en el patio de su casa, en unas incómodas sillas de mimbre con gruesos almohadones. Don Juan se rió y me guiñó el ojo. Las sillas eran un regalo de una de las mujeres de su bando y debíamos sentarnos allí como si nada nos molestara, especialmente él. Le habían comprado las sillas en Estados Unidos, en Phoenix, Atizona, y se las trajeron a México con muchas penurias.

Don Juan me pidió que le leyera un poema de Dylan Thomas; añadió que ese poema tenía para mí, en esos momentos, un significado muy pertinente.

He anhelado alejarme

del siseo de la mentira gastada

y del grito continuo del viejo terror

que se torna más terrible a medida que el día

avanza y se desliza dentro del mar profundo.

He anhelado irme pero tengo miedo

de que un pedazo de existencia aún intacto,

pudiera explotar al salir de la vieja mentira

quemándose en el suelo,

y, reventando en el aire, me dejase medio ciego.

He anhelado irme pero tengo miedo…

Don Juan se levantó de su silla y dijo que iba a dar un paseo por la plaza, en el centro del pueblo. Me pidió que fuera con él. Inmediatamente asumí que el poema había evocado un sentimiento negativo en él y que quería disiparlo.

Llegamos a la plaza sin haber dicho una sola palabra. Dimos un par de vueltas aún sin hablar. Había bastante gente arremolinándose alrededor de las tiendas en las calles que estaban en el lado este y norte de la plaza. Todas las calles alrededor de la plaza estaban pavimentadas de una manera muy dispareja. Las casas eran masivas, edificios de adobe de un piso, con techos de teja, paredes blancas y puertas pintadas de café o de azul. En una calle al lado, a una cuadra de la plaza, las altas paredes de la enorme iglesia colonial, que parecía una mezquita morisca, se asomaban por encima del techo del único hotel en el pueblo. En el lado sur, había dos restaurantes que inexplicablemente estaban juntos, haciendo buen negocio, sirviendo prácticamente el mismo menú a los mismos precios.

Rompí el silencio y le pregunté a don Juan si también a él le parecía raro que los dos restaurantes fueran casi iguales.

– Todo es posible en este pueblo -contestó.

La manera en que lo dijo me hizo sentir inquieto.

– ¿Por qué estás tan nervioso? -me preguntó con una seria expresión-. ¿Sabes algo y no quieres decírmelo?

– ¡Qué pregunta, don Juan! Cuando estoy cerca de usted estoy siempre nervioso. Algunas veces más que otras.

Al parecer estaba haciendo un serio esfuerzo para no reírse. Su cuerpo entero se estremecía.

– Los naguales no son realmente los seres más amigables de la Tierra -dijo en un tono de disculpa-. Comprobé eso de la manera más difícil, por medio de mi maestro, el terrible nagual Julián. Su mera presencia me provocaba tal susto que creía morirme. Cada vez que me enfocaba con su mirada, estaba seguro de que mi vida no valía un pito.

– Créamelo, don Juan, usted me causa la misma impresión.

Se rió abiertamente.

– No, no. Estás exagerando. Yo soy un ángel en comparación.

– Quizá sea usted un ángel en comparación, excepto que yo no tengo al nagual Julián para hacer comparaciones.

Se rió de buena gana por un momento, y luego se volvió a poner serio.

– Ni sé por qué, pero me siento asustado -le expliqué.

– ¿Hay alguna razón para que estés asustado? -preguntó, deteniéndose a escudriñarme.

Su tono de voz y sus cejas levantadas me dieron la total impresión de que sospechaba que yo sabía algo y no se lo iba a revelar. Claramente esperaba una revelación de mi parte.

– Su insistencia lo hace a usted el sospechoso -dije-. ¿Está seguro de que no es usted el que se trae algo entre manos?

– Sí, me traigo algo entre manos -admitió sonriendo-. Pero ese no es el asunto. El asunto es que hay alguien esperándote en este pueblo. Y tú no sabes del todo bien lo que es, o sabes exactamente lo que es, pero no te atreves a decírmelo, o no lo sabes en absoluto.

– ¿Quién me está esperando aquí?

Don Juan reanudó enérgicamente su caminata en lugar de contestarme, y seguimos andando alrededor de la plaza en completo silencio. Dimos varias vueltas; buscando una banca donde sentarnos, hasta que unas muchachas se levantaron de una y se fueron.

– Hace años que te estoy hablando sobre las extrañas prácticas de los brujos del México antiguo -don Juan dijo, sentándose y haciéndome un ademán para que me sentara junto a él.

Con un fervor casi religioso, empezó a decir otra vez lo que ya me había dicho tantas veces: que esos brujos, guiados por intereses extremadamente egoístas, pusieron todos sus esfuerzos en perfeccionar prácticas que los alejaron mucho de la cordura y el equilibrio mental. Finalmente fueron exterminados, cuando sus complejas estructuras de creencias y acciones se volvieron tan difíciles de manejar que perdieron el equilibrio y se desplomaron.