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Don Juan me escudriñó, y en el tono y la manera de alguien que está revelando algo muy doloroso dijo que, por ejemplo, el nagual Luján recibió del inquilino un regalo de cincuenta posiciones. Sacudió su cabeza rítmicamente, como si me estuviera pidiendo silenciosamente que considerara lo que me acababa de decir. Me quedé callado.

– ¡Cincuenta posiciones! -exclamó asombrado-. Para un regalo, una, o a lo máximo dos posiciones del punto de encaje deberían ser más que suficientes.

Encogió los hombros en un gesto de asombro.

– Me dijeron que el nagual Luján le caía inmensamente bien al inquilino -continuó-. Desarrollaron una amistad tan cercana que eran prácticamente inseparables. Me dijeron que el nagual Luján y el inquilino solían ir todas las mañanas ahí a esa iglesia a oír misa.

– ¿Aquí mismo en este pueblo? -pregunté totalmente desconcertado.

– Aquí mismo -contestó-. Posiblemente se sentaron en este mismo lugar, en otra banca, hace más de cien años.

– ¿Caminaron realmente en esta plaza el nagual Luján y el inquilino? -volví a preguntar, incapaz de superar mi sorpresa.

– ¡Seguro que lo hicieron! -exclamó-. Te traje aquí esta noche porque el poema que leíste me dio la señal de que ya era hora de tratar con el inquilino.

El pánico se apoderó de mi con una velocidad inverosímil. Tuve que respirar por la boca, porque me ahogaba.

– Hemos estado discutiendo los extraños logros de los brujos de la antigüedad -don Juan continuó-. Aunque es siempre muy difícil cuando uno tiene que hablar exclusivamente en idealidades, sin ningún conocimiento directo. Te puedo repetir desde ahora hasta el día del juicio final algo que para mí es clarísimo, pero que para ti es imposible de entender o creer, puesto que no tienes ningún conocimiento directo sobre ello.

Se levantó y me miró fijamente de pies a cabeza.

– Vamos a la iglesia -dijo-. Al inquilino le gusta la iglesia y sus alrededores. Estoy seguro de que este es el momento de ir ahí.

Muy pocas veces, en el curso de mi asociación con don Juan, había sentido tal aprensión. Estaba yo rígido y entumecido. Mi cuerpo entero temblaba cuando me paré. Mi estómago estaba hecho nudos y, sin embargo, cuando se encaminó a la iglesia, lo seguí sin decir una sola palabra. Mis rodillas sí protestaron; se sacudían y se doblaban involuntariamente cada vez que daba un paso. Para cuando hubimos caminado la corta cuadra de la plaza a los escalones de piedra caliza del atrio de la iglesia, yo estaba a punto de desmayarme. Don Juan me puso el brazo alrededor de los hombros para sostenerme.

– Ahí está el inquilino -dijo con tal indiferencia que parecía como si acabara de reconocer a un viejo amigo.

Miré hacia la dirección que señalaba y vi un grupo de cinco mujeres y tres hombres al final del atrio. Mi mirada rápida y asustada no reveló nada extraño en esa gente. No podía siquiera decir si estaban entrando o saliendo de la iglesia, aunque sí me di cuenta de que parecían estar congregados allí accidentalmente.

Para cuando don Juan y yo llegamos a la pequeña puerta, cortada en los masivos portales de madera de la iglesia, tres mujeres ya habían entrado. Los tres hombres y las otras dos mujeres se alejaban en diferentes direcciones. Experimenté un momento de confusión, me volví hacia don Juan para que me aclarara la situación. Me señaló la fuente de agua bendita con un movimiento de la barbilla.

– Debemos obedecer las reglas y persignarnos -susurró.

– ¿Dónde está el inquilino? -pregunté también susurrando.

Don Juan sumergió la punta de sus dedos en la pila de agua e hizo la señal de la cruz. Con un gesto imperativo me urgió a que hiciera lo mismo.

– ¿Era el inquilino uno de los tres hombres que se fueron? -susurré en su oído.

– No -susurró sonriendo-. El inquilino es una de las tres mujeres que se quedaron. La que está en la última fila de atrás.

En ese momento, una mujer en la fila trasera giró la cabeza hacia mi, sonrió y me saludó con una inclinación de la cabeza.

Llegué a la puerta de un salto y salí corriendo.

Don Juan saltó tras de mi. Con una increíble agilidad corrió más rápido que yo y me agarró del brazo.

– ¿A dónde vas? -preguntó, su cara y su cuerpo contorsionados por la risa.

Me sostuvo firmemente mientras yo respiraba grandes bocanadas de aire. Estaba realmente ahogándome. Las carcajadas le venían como olas de mar. Me solté de él enérgicamente y caminé hacia la plaza. Me siguió.

– Nunca me imaginé que el inquilino te fuera a afectar tanto -dijo, y nuevas olas de risa sacudieron su cuerpo.

– ¿Por qué no me dijo que el inquilino era una mujer?

– El brujo que está allí es el desafiante de la muerte -dijo solemnemente-. Para un brujo como él, tan versado en los desplazamientos del punto de encaje, ser hombre o mujer es cuestión de decisión y conveniencia. Esta es la primera parte de la lección de ensueño que te dije ibas a recibir. Y el desafiante de la muerte es el misterioso visitante que te va a guiar esta noche.

Cruzó sus brazos sobre las costillas, ya que la risa lo hacia toser. Yo estaba mudo. Luego, una repentina furia se apoderó de mi. No estaba enojado con don Juan o conmigo mismo o con nadie en particular; era una furia fría que no estaba dirigida a nadie, y que me hacia sentir como si mi pecho y todos los músculos de mi cuello fueran a explotar.

– Regresemos a la iglesia -grité sin reconocer mi propia voz.

– No te pongas histérico -dijo suavemente-. No tienes que brincar al fuego así nomás. Piensa. Delibera. Mide las cosas. Enfría tu mente. Nunca en tu vida has pasado por tal prueba. Ahora lo que necesitas es tranquilidad.

"No te puedo sugerir qué hacer -continuó-. Sólo puedo, como cualquier otro nagual, ponerte frente a tu reto después de decirte en términos bastante indirectos todo lo que es pertinente a ello. Esta es una de las maniobras del naguaclass="underline" decir todo sin decirlo o pedir sin pedirlo.

Quería terminar con lo que fuera rápidamente. Pero don Juan dijo que un momento de pausa restauraría lo que me quedara de confianza en mí mismo. Mis rodillas estaban a punto de doblarse. Solícitamente, don Juan me hizo sentar en la banqueta. Se sentó junto a mí.

– La primera parte de la lección de este ensueño es que la feminidad y masculinidad no son estados finales, sino el resultado de una posición específica del punto de encaje -dijo-. Y el acto de acomodar así el punto de encaje es, naturalmente, una cuestión de disciplina y entrenamiento. Esta maniobra era el deleite de los brujos antiguos, y son ellos los únicos que pueden lograrlo.

Quizá porque era la única reacción racional que me quedaba, empecé a argüir con don Juan.

– No puedo aceptar ni creer lo que está usted diciendo -dije, y sentí que un calor me subía a la cara.

– Pero tú mismo viste a la mujer -don Juan contestó-. ¿Crees que todo eso era un truco?

– No sé qué pensar.

– Ese ser en la iglesia es una mujer real -dijo enérgicamente-. ¿Por qué habría eso de molestarte tanto? El hecho de que haya nacido hombre es únicamente un testimonio del poder de los brujos antiguos. Esto no debería sorprenderte. Ya has compenetrado completamente los principios de la brujería.

Todo yo estaba a punto de explotar de tensión. En un tono acusativo, don Juan dijo que yo discutía sin ton ni son. Con una paciencia forzada, pero con verdadera pomposidad, le expliqué los fundamentos biológicos de la feminidad y la masculinidad.

– Entiendo todo eso -dijo-. Y tienes razón en lo que dices. Tu error está en tratar de hacer universales tus aseveraciones.

– Estamos hablando de principios básicos -grité-. Son pertinentes al hombre aquí o en cualquier otro lugar del universo.

– Eso es verdad -dijo en voz queda-. Todo lo que dices es verdad, siempre y cuando nuestro punto de encaje se quede en su posición habitual. Pero en el momento en que se desplaza más allá de ciertos límites y nuestro mundo cotidiano ya no tiene función, ninguno de tus principios fundamentales tiene el valor total del que hablas.