Mari Jungstedt
El Arte Del Asesino
Anders Knutas, 4
© 2006, Mary Jungstedt
Título originaclass="underline" Den döende dandyn
Traducido por Gemma Pecharroman Miguel
A mis héroes cotidianos, Cenneth, Bella y Basse.
Prólogo
Dos segundos. Fue cuanto hizo falta para aplastarlo. Para hacer que su vida se resquebrajara. Dos miserables segundos.
Los malos pensamientos que lo acechaban por las noches no querían dejarlo en paz. Lo habían mantenido en vela durante varías semanas. Sólo en la frontera entre la noche y el día conseguía sumirse finalmente en un sueño liberador. Por unas horas desaparecían los pensamientos. Luego, despertaba otra vez a su inevitable infierno. Un infierno solitario y personal que causaba estragos bajo una superficie de apariencia contenida. No podía compartirlo con nadie.
En aquellos dos segundos cayó en el más negro de los abismos. Nunca habría podido imaginarse que la verdad pudiera ser tan despiadada.
Tardó algún tiempo en comprender lo que debía hacer. Pero la intuición se fue abriendo paso lenta e irrevocablemente. Tendría que ocuparse de ello él solo. No había vuelta atrás, no había puerta trasera alguna por la que pudiera escabullirse y fingir ante el mundo y ante sí mismo que no había ocurrido nada.
Todo comenzó el día en que, de pronto, descubrió un secreto, con cuyo contenido no supo qué hacer. Anduvo un tiempo dándole vueltas a aquel descubrimiento que lo desazonaba, escocía e irritaba como una herida abierta que se resiste a curar.
Con el tiempo, quizá lo hubiera dejado caer en el olvido. Quizá se hubiera convencido a sí mismo de que era mejor dejar las cosas como estaban. Pero…
Pero la curiosidad lo llevó a seguir investigando, a no olvidar, a querer saber más, pese a que le resultaba muy doloroso. Y llegó el día fatídico, aunque al principio no supo reconocerlo. Al menos, no conscientemente. Puede que su cuerpo presintiera el peligro instintivamente. O tal vez no.
Estaba solo en casa. Había pasado buena parte de la noche en vela dándole vueltas a los mismos pensamientos de las últimas semanas. Al oír que el día despertaba fuera de la ventana, se levantó de la cama con un gran esfuerzo.
No tenía apetito y sólo pudo tomar una taza de té. Permaneció sentado a la mesa de la cocina con la mirada perdida en el cielo nublado y en el edificio de enfrente, sin conciencia del tiempo. Al final, la frustración lo hizo salir del piso.
La mañana estaba avanzada, pero, como siempre en noviembre, la luz diurna no llegaba a clarear del todo. La nieve embarrada cubría las aceras y la gente se apresuraba entre los charcos de nieve medio derretida, con la cabeza baja, sin mirarse a los ojos. Hacía un frío húmedo y desapacible que no permitía caminar alegremente dando un paseo.
Decidió, sin motivo aparente, volver de nuevo a aquel lugar. Se dejó llevar por una corazonada, sencillamente. De haber sabido lo que se iba a encontrar, no habría ido. Pero parecía predestinado.
Cuando llegó a la calle, el hombre estaba cerrando la puerta. Sin ser visto, lo siguió mientras iba calle adelante hasta la parada del autobús. Este llegó casi inmediatamente. Iba lleno, y ellos, apretujados de pie en el pasillo central, casi se rozaban los hombros.
El hombre se bajó del autobús delante del centro comercial NK y, con paso decidido, se abrió camino entre el tropel de paseantes de los sábados. Anduvo resuelto hacia el centro de la ciudad con su elegante abrigo de lana y un fular echado con descuido sobre el hombro; iba fumando un cigarrillo. De pronto, dobló la esquina y entró en una calle lateral.
Él no había estado nunca allí. Se le aceleró el pulso. Se mantuvo detrás, a una distancia prudencial. Por precaución, caminaba por la acera de enfrente, pero a pesar de ello no dejaba de verlo.
De repente lo perdió de vista. Cruzó a toda prisa la calle. Descubrió una puerta de chapa, tan bien disimulada que se confundía con la cochambrosa fachada. Miró discretamente a uno y otro lado. El hombre tenía que haber desaparecido allí dentro. Decidió seguirlo. Cuando presionó la manija de la puerta no sabía que las consecuencias serían catastróficas.
En el interior, la oscuridad era casi total; en el techo, un tubo fluorescente de color rojo proyectaba una luz mortecina. Las paredes estaban pintadas de negro. Una escalera empinada, con los peldaños adornados con bombillas pequeñas, conducía directamente hasta el sótano. No se oía nada. Bajó lentamente los escalones y desembocó en un pasillo largo y solitario. Estaba mal iluminado, y sólo pudo distinguir al fondo las siluetas de gente que se movía en las sombras.
Era mediodía, pero en el sótano no se notaba. El mundo exterior no existía. Allí dentro existían otros códigos. Lo comprendió al cabo de unos minutos.
Los pasillos, en apariencia interminables, se retorcían formando un complicado laberinto. Las siluetas iban y venían y no lograba distinguir el rostro del hombre a quien seguía. Hizo un esfuerzo para no dejarse turbar por lo que veía, trató de protegerse. Las impresiones le llamaban poderosamente la atención, querían meterse bajo su piel.
Se perdió y se encontró ante una puerta. Aquella maldita puerta. Si no la hubiera abierto…
Le costó dos segundos captar lo que sucedía, comprender lo que estaba viendo.
Aquella visión iba a arruinar su vida.
Capítulo 1
El día amaneció ya cargado.
Egon Wallin había dormido mal; se pasó la noche dando vueltas en la cama. El chalé adosado estaba junto a la playa, muy cerca de la muralla de Visby, y él había pasado despierto muchas horas con los ojos abiertos en la oscuridad mientras escuchaba el mar agitado fuera.
Su insomnio no se debía al mal tiempo. Después de aquel fin de semana se produciría un cambio radical; su vida, hasta entonces perfectamente organizada, tocaría a su fin, y sólo él sabía lo que iba a pasar. Tras madurar aquella decisión durante el último medio año, ya no había marcha atrás. El lunes siguiente, su matrimonio de veinte años habría concluido.
No era de extrañar que le costara conciliar el sueño. Monika, su esposa, dormía de espaldas a él, con el edredón enrollado alrededor del cuerpo. Ni el desasosiego de su marido ni el tiempo de perros parecían afectarle lo más mínimo. Dormía con respiración profunda y tranquila.
Cuando el reloj digital señaló las cinco y cuarto, desistió y se levantó de la cama. Salió del dormitorio de puntillas y al salir cerró la puerta con cuidado. En el espejo del cuarto de baño contempló su rostro; a pesar de que la luz era escasa, se veían claramente las ojeras bajo los ojos. Permaneció un buen rato bajo la ducha.
Ya en la cocina, se preparó un café; el ruido silbante de la cafetera se mezclaba con el bufido del viento fuera de la casa.
La tormenta encajaba a la perfección con su estado de ánimo, igualmente alterado y caótico. Tras veinticinco años al frente de la principal galería de arte de Visby, con un matrimonio estable, dos hijos independizados y una existencia rutinaria, su vida había dado un giro total. Ignoraba cómo iba a terminar.
Su decisión, irrevocable ya, llevaba un tiempo fraguándose. El cambio que había experimentado a lo largo de aquel último año era tan maravilloso como osado. No se reconocía a sí mismo, y a la vez se sentía más cerca que nunca de su verdadera personalidad. Se le encendía la sangre como a un adolescente, como si se hubiera despertado tras varios decenios de hibernación. Los aspectos nuevos que había descubierto en su interior lo tentaban y lo asustaban.
De cara al exterior, seguía actuando como de costumbre, intentaba parecer impasible. Monika no sabía nada de sus planes, aquello iba a ser una auténtica sorpresa. Y no es que le preocupara. Hacía mucho que su matrimonio había muerto. Sabía lo que quería. Ninguna otra cosa significaba nada ya.