Evocó la imagen de Egon Wallin. Lo más llamativo de él era su vestimenta. Solía llevar un abrigo largo de cuero y modernas botas vaqueras, parecía más un urbanita que un isleño. Se notaba a la legua que se teñía el cabello en un tono rubio caoba, y que el ligero bronceado que lucía todo el año no era natural.
Su aspecto contrastaba radicalmente con el de su esposa, que vestía de forma poco llamativa y tenía una cara tan inexpresiva que resultaba difícil de recordar. Knutas se había preguntado a veces, con cierta maldad, cómo era posible que el galerista se esforzara tanto en cuidar su aspecto físico, cuando a su mujer parecía que le importaba un bledo.
En realidad, el comisario no sabía gran cosa de la vida privada de Wallin. Cuando se encontraban solían cruzar unas palabras. La mayoría de las veces, la conversación terminaba demasiado pronto, en opinión de Knutas. Siempre tenía la impresión de que quería hablar más con Egon Wallin, pero que el deseo no era recíproco. Aunque eran casi de la misma edad, no tenían amigos comunes.
Los hijos de Wallin eran mucho mayores que los mellizos de Knutas, Petra y Nils, que ese año cumplirían quince, así que a través de los hijos tampoco habían coincidido. Los deportes parecía que no le interesaban mucho, y en Gotland el deporte era uno de los factores que más fomentaban las relaciones sociales. Knutas, por ejemplo, nadaba y jugaba al floorball y al golf. Pensaba que, a buen seguro, Wallin se relacionaba sobre todo en los círculos de artistas, a los que él, desde luego, no pertenecía. No sabía ni jota de pintura.
Se levantó y se acercó a la ventana. Contempló la oscuridad y el aparcamiento desierto del centro comercial Coop Forum. Desde allí casi podía ver la Puerta de Dalmansporten, que estaba irritantemente cerca; se preguntó si el asesino había sido consciente de ello.
La elección del lugar fue temeraria, más aún habida cuenta de que la Puerta se veía desde la calle Kung Magnus. Podría haber pasado por allí un coche de la policía cuando el asesino estaba elevando el cadáver. Quizá estuviera drogado y eso le diese igual.
Desechó enseguida aquella idea. Era casi imposible que una persona drogada o borracha hubiera podido llevar a cabo un asesinato tan bien planeado. Otra posibilidad era que no supiera que la comisaría estaba tan cerca. Quizá fuese de la Península. La cuestión era saber qué relación lo unía a Egon Wallin. ¿Tenía el crimen algo que ver con su negocio o se trataba de alguna otra cosa?
Suspiró agotado. Eran las once y cuarto de la noche.
Tarde o temprano conocerían la respuesta.
Capítulo 19
Johan se despertó en la amplia cama de matrimonio en la casa de Roma. Alargó el brazo y acarició el suave hombro de Emma y un mechón de su cabello. Desde la cuna le llegaron unos sonidos guturales que lo hicieron saltar inmediatamente de la cama. El dormitorio estaba a oscuras y, cuando alzó a Elin para llevarla al cambiador, sintió el cuerpo blando y cálido de la niña contra el suyo.
Con un ligero toque encendió la caja de música y tarareó Be, ovejita negra, be. La pequeña se agarraba los piececitos y balbuceaba contenta. Johan hundió la cabeza en su barriguilla regordeta y le hizo pedorretas hasta que ella tuvo un acceso de hipo de tanto reírse. Se detuvo enseguida en mitad del movimiento y mantuvo el rostro pegado al cuerpecillo de la niña, muy quieto. Permaneció así unos segundos, sin hacer nada, y Elin se relajó y el hipo desapareció.
Por fin había tenido una hija, pero hacía dos semanas que no la veía. ¿Qué vida era esa? Elin crecía al lado de su madre y compartía el día a día con ella. Emma era quien le proporcionaba seguridad. Él era un personaje secundario, alguien que aparecía a veces como el muñeco de las cajas sorpresa y estaba allí unas horas, a veces un día o dos, para volver a desaparecer luego. ¿Qué relación era aquella? ¿Cómo habían llegado a ello?
Cuando estaba en Estocolmo, el trabajo le ocupaba todo el día y lo llevaba relativamente bien. La tristeza se apoderaba de él a la caída de la tarde, cuando volvía a casa. La verdad es que sólo habían transcurrido un par de meses desde que abandonó el hospital, así que no hacía tantas semanas que vivían separados.
Durante las vacaciones de Navidad habían pasado juntos casi todo el tiempo y fue maravilloso. Después, como siempre, se impuso la rutina diaria, y los días fueron pasando uno tras otro, sin verlos, y se convirtieron en semanas. Él se desplazaba a Gotland siempre que podía. Pero ahora sentía que su situación era insostenible.
Levantó a Elin, preparó el biberón en el microondas y se sentó a dárselo en el sofá del cuarto de estar. De pronto, su estado de ánimo se serenó. Sabía que no podía seguir viviendo así.
Emma apareció en el vano de la puerta con el cabello de color castaño claro alborotado; le había crecido. Antes le llegaba por los hombros, ahora le caía una buena melena por la espalda. Espesa y brillante. Sólo llevaba puestas las bragas y una camiseta azul clara de Johan y lo miraba adormilada. Incluso pálida y recién levantada, estaba guapa. Sus sentimientos hacia ella eran evidentes, sin más. Aunque ninguna otra cosa parecía sencilla entre ellos. Su relación se había complicado ya desde el principio. Pero ahora se encontraba allí, con su hija en brazos y la mujer a la que amaba; todo aquel desbarajuste tenía que acabar de una vez por todas. Le daba igual si encontraba o no trabajo de periodista en Gotland. Eso no era lo más importante. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, a trabajar en la caja del supermercado Hemköp o a lavar coches. Le importaba un bledo.
– ¿Ya te has levantado?
Emma bostezó y se dirigió hacia la cocina.
– Ven aquí -le dijo en voz baja.
Elin dormía en sus brazos con la boca abierta.
– ¿Qué quieres?
– Siéntate.
Emma parecía sorprendida, pero se sentó a su lado en el sofá y recogió las piernas. Johan se volvió hacia ella. En el cuarto no se oía ni una mosca, era como si la mujer presintiera que tenía algo importante que decirle.
– Esto no puede seguir así -dijo Johan tranquilo y sosegado, y en la mirada de Emma se reflejó cierta inquietud.
– ¿Qué?
Johan no respondió; se incorporó, entró a oscuras en el dormitorio y acostó con cuidado a Elin en la cuna. La niña siguió dormida. Cerró la puerta y volvió al cuarto de estar.
Emma, intranquila, lo siguió con la mirada. Johan se sentó en el sofá y le abarcó circunspecto la cara entre sus manos.
– Quiero trasladarme a vivir aquí -manifestó tranquilo-. Quiero vivir contigo y con Elin, vosotras sois mi familia. No puedo esperar más. Lo del trabajo y eso, ya se arreglará. Tienes que permitirme que os cuide, que pueda ejercer de padre de verdad y ser también como un segundo padre para Sara y Filip. Quiero ser tu marido. ¿Te quieres casar conmigo?
Emma lo miró sin saber qué decir. Pasaron unos segundos. Empezaron a rodarle las lágrimas por las mejillas. Aquella reacción no era precisamente la que él había esperado.
– Vamos, cariño.
Se inclinó hacia delante y la abrazó. Emma lloraba entre sus brazos.
– ¿Tan amenazadora es mi petición? -preguntó con una tímida sonrisa.
– Estoy tan cansada -gimió ella-. Tan harta…
Johan no sabía realmente qué decir y continuó con cierta torpeza acariciándole la espalda. De pronto, Emma empezó a besarlo en el cuello cada vez con más pasión. Se apartó la melena y buscó ávidamente su boca. Mantuvo en todo momento los ojos cerrados. El deseo prendió en él en cuestión de segundos y lo empujó a echarse impetuosamente sobre ella en el sofá. La besó ardientemente, casi mordiéndole los labios. Emma respondió jadeando y, con una sacudida violenta, le rodeó la espalda con sus piernas. Hicieron el amor en el sofá, contra la mesa, casi subidos a la ventana y, por fin, en el suelo. Luego, tumbado en el suelo y con la cabeza de Emma apoyada en el brazo, vio que tenía la parte baja de la mesa a sólo unos milímetros de su frente sudorosa. Sonrió y la besó en la mejilla.