Erik esperaba que no se tratase de un cuadro robado. Observó al cliente con mirada inquisitiva. No, lo que se dice pinta de delincuente no tenía. Por lo demás, lo más probable era que el cuadro no tuviera ningún valor, eso era lo normal cuando se trataba de obras sin firma. No obstante, tenían que recibir a esas personas para examinar el cuadro, pues de vez en cuando encontraban alguna que otra perla y por nada del mundo se querían perder una ocasión de esas. Lo peor que podía sucederles era que obras de gran valor acabaran en las manos de su peor competidor, la casa de subastas Auktionsverket. No podían dejar que ocurriera algo así, en pocas palabras.
Hizo pasar al cliente a la angosta pero elegante sala de tasaciones. Había allí una mesa de estilo gustaviano con una silla a cada lado, y en la pared colgaba un cuadro de Einar Jolin al lado de una estantería con libros de consulta. En la mesa, un ordenador portátil les permitía poder buscar rápidamente la historia de una obra o información acerca del posible autor de la misma. Si la obra era difícil de valorar, el tasador debía solicitar la ayuda de otro colega. A veces, cuando la tasación exigía un estudio más minucioso, se quedaban con el cuadro durante unos días. Era un trabajo muy interesante, y a Erik le apasionaba.
Entre los dos colocaron el cuadro encima de la mesa y Erik sintió en el pecho la consabida expectación. Aquel era uno de los instantes mágicos de su trabajo: cuando se encontraba allí con un cliente desconocido y no tenía sino una descripción del cuadro pero aún no lo había visto. La incertidumbre de no saber si estaría ante la obra desconocida, quizá olvidada, de algún gran artista y valorada en millones de coronas, o ante una copia carente de valor de algún discípulo de un artista.
Erik Mattson había trabajado durante quince años como ayudante de los conservadores encargados de la pintura y escultura modernas en Bukowskis, hasta llegar a convertirse en el tasador más competente que tenían. El hecho de que no hubiera progresado más en su carrera y ascendido a conservador, algo que la mayor parte de los ayudantes conseguía al cabo de unos años, tenía su explicación.
El papel de periódico crujió; la cinta adhesiva era tan ancha que resultaba difícil de despegar.
– ¿Cómo ha llegado hasta usted el cuadro? -preguntó para aliviar el nerviosismo evidente del cliente.
– Siempre ha estado colgado en la casa de veraneo que tiene mi padre en el archipiélago, pero al vender la casa, los hijos hemos podido llevarnos lo que quisiéramos. A mí siempre me gustó este cuadro, aunque en ningún momento pensé que pudiera tener ningún valor. -El hombre miró a Erik con una mezcla de expectación e inquietud y concluyó-: Un vecino lo vio colgado en la pared y me dijo que estaba tan bien pintado que debería pedir que hicieran una tasación. La verdad es que yo no creo que tenga ningún valor -repitió como disculpándose-, pero no se pierde nada por comprobarlo.
– Por supuesto, para eso estamos aquí.
Erik sonrió respaldando al hombre, que pareció relajarse un poco.
– ¿Dónde lo adquirió su padre?
– Lo compraron mis abuelos en una subasta durante los años cuarenta. Desde entonces ha estado colgado en la casa de veraneo, en Svartsö. Ya sabe usted, una de esas casas grandes que tenían entonces los mayoristas, y a ellos les pareció bien tener un cuadro del archipiélago en la pared. Bueno, ésa es la historia del cuadro.
Ya sólo faltaba por retirar el último papel.
Erik volvió el cuadro y se quedó pasmado al verlo, sin poder ocultar su sorpresa; el cliente lo miraba inquieto mientras él sacaba presuroso una lupa y comprobaba su autenticidad. Ninguno de los dos dijo nada, pero la tensión en la sala era evidente.
Erik reconoció inmediatamente el estilo del autor del cuadro. El pintor había repetido aquel motivo muchas veces, aun cuando la cantidad de obras que produjo en total no era muy elevada. Sólo se conocía un centenar. En 1892, tras un doloroso divorcio seguido de varios juicios en los que perdió la custodia de sus tres hijos, se dedicó a la pintura. El archipiélago de Estocolmo se convirtió en su refugio. La fragilidad del faro, de la baliza o de la planta solitaria frente a los elementos se convirtieron en símbolos propios del artista, que luchaba contra la corriente imperante en su tiempo para defender su derecho a pensar con libertad.
El autor, minucioso en sus observaciones de la naturaleza, había plasmado en tonos grises azulados el tiempo inestable del archipiélago de Estocolmo. Erik Mattson ya lo había visto volver a este motivo de Dalarö. En el faro solitario, en una playa alejada bajo un cielo amenazante, encontró motivos que encajaban bien con él durante aquel período. El hecho de que no hubiera firmado el cuadro no era raro. El consideraba la pintura como una ocupación secundaria, algo a lo que se dedicaba cuando le fallaba la inspiración y no podía escribir.
Con todo, se le consideraba uno de los mejores pintores de su tiempo. Erik Mattson hizo mentalmente una rápida tasación de entre cuatro y seis millones.
El cuadro era nada menos que de August Strindberg.
Capítulo 22
Afirmar que Monika Wallin, la esposa de la víctima, tenía un aspecto vulgar no era ninguna exageración. Con su pelo de rata corto sin un peinado definido, los labios finos sin pintar y su figura rectilínea y un pelín angulosa, era una persona que a primera vista desaparecía con facilidad entre la multitud. Ella misma abrió la puerta del chalé adosado de la calle Snäckgärdsvägen, después de que Knutas hubiera llamado cuatro veces. Parecía pálida y cansada, y bajo los ojos resaltaban las ojeras. Él sabía que se habían visto antes en varias ocasiones, aunque nunca habían hablado. Con todo, le sorprendió comprobar que casi no la reconocía. Monika Wallin no era una persona que causara una impresión indeleble, eso estaba claro. Knutas se presentó y le tendió la mano.
– Te acompaño en el sentimiento.
Recibió el pésame sin alterarse lo más mínimo. Su apretón de manos resultó sorprendentemente enérgico.
– Pasa, por favor.
Lo guio hasta el interior. El comisario no tuvo necesidad de dar más de dos pasos en la entrada para darse cuenta de que aquella era una casa habitada por personas a quienes les gustaba el arte. De las paredes claras colgaban cuadros por doquier; los grandes alternaban con los pequeños, y eran de distintos pintores modernos. Hasta Knutas podía darse cuenta de que se trataba de obras de calidad.
Se sentaron cada uno en un sillón en la sala de estar, desde cuyas ventanas se divisaba un mar gris azulado. Sólo la pequeña carretera que iba hacia el hotel de Snack separaba su terreno de la playa. El policía sacó el bloc de notas y un bolígrafo.
– Ahora cuéntame: ¿qué ha pasado esta mañana?
Monika Wallin tenía un pañuelo en las manos y no dejaba de retorcerlo mientras hablaba.
– Bueno, pues estaba sentada en la cocina cuando de pronto oí el estruendo de un camión de mudanzas enorme en la entrada de casa. Pensé, claro está, que se habían equivocado de dirección. Pero cuando llamaron me enseñaron una orden con la firma de Egon. La mudanza la había encargado él.
– ¿Tienes una copia de la orden?
– Sí, me dejaron varios papeles. -La mujer se levantó y siguió hablando mientras se la oía abrir un cajón de la cocina-. Se tuvieron que ir con las manos vacías. Bien mirado, a ellos les importaría un bledo, desde luego. Egon lo había pagado todo por adelantado.
Volvió y le tendió un papel de calco azul. Knutas vio que era la copia de una orden y que el destino de la mudanza era la calle Artillerigatan de Estocolmo.