– Artillerigatan… -murmuró pensativo-. Esa calle está en Östermalm, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
– No sé dónde está.
– No figura ningún teléfono fijo en la orden… -murmuró Knutas entre dientes-. Sólo un número de móvil. ¿Es el de Egon?
– Sí.
– ¿Y tú no sabías nada de esto?
– No; ha supuesto una sorpresa mayúscula. Por desgracia, no ha sido la única. Egon tenía un escritorio aquí en casa, con algunos cajones cerrados. Naturalmente yo sabía dónde guardaba la llave. Nunca he tenido curiosidad por husmear, pero ahora, justo antes de que llegaras, he abierto los cajones.
Alargó el brazo y asió una carpeta que tenía encima de la mesa.
Monika Wallin tenía los labios finos y secos y ahora se le habían vuelto aún más finos.
– Aquí hay una solicitud de divorcio que ya había rellenado, documentos que aseveran que ha comprado un piso en la calle Artillerigatan de Estocolmo y el traspaso de la galería de arte a un tal Per Eriksson. Apenas me lo puedo creer -aseguró con amargura.
– ¿Puedo verlos?
El comisario se inclinó ansioso sobre los papeles. Echó una rápida ojeada a todos ellos. Era evidente que Wallin había preparado minuciosamente su marcha.
– No sé cómo voy a poder sobrellevarlo -se lamentó la mujer-. Primero el asesinato, y después esto…
– Lo entiendo, y debe de ser muy duro para ti -asintió Knutas compasivo-. Y siento tener que molestarte, pero necesito hacerte algunas preguntas. Por razones de la investigación.
Monika asintió. Seguía retorciendo el pañuelo.
– Cuéntame qué pasó el sábado, cuando la inauguración -empezó Knutas-. ¿Qué hicisteis ese día?
– Egon se fue a la galería por la mañana temprano; yo ni siquiera me había despertado. Bueno, eso no era raro cuando teníamos una inauguración; le gustaba llegar allí a tiempo y ocuparse personalmente de las cosas. Comprobar los últimos detalles, que los cuadros estuvieran colgados rectos y esas cosas. Yo me encargo siempre del catering y llegué a las once y algo, al mismo tiempo que el pedido.
– ¿Cómo viste a Egon? ¿Se comportó de forma extraña?
– La verdad es que estaba más alterado que de costumbre, impaciente e irritable. A mí me pareció un poco raro, porque todo estaba transcurriendo según lo previsto.
– ¿Qué pasó después?
– Apareció el pintor, ese tal Mattis Kalvalis, y desde ese momento no tuvimos un minuto de reposo. Quería que lo ayudáramos en todo momento con diferentes cosas: un vaso de agua, cenicero, cigarrillos, pastas, tiritas, y no sé qué más. Estaba muy confuso, yo no he conocido persona más nerviosa. E increíblemente egocéntrica. No se hacía cargo de que nosotros teníamos que ocuparnos de lo nuestro. Exigía muchísima atención. -Monika suspiró, sacudiendo levemente la cabeza-. De todos modos, luego empezó a llegar gente, a eso de la una, y a partir de entonces no paramos ni un segundo hasta las siete de la tarde.
– ¿Ocurrió algo de particular durante la inauguración, algo que te llamara la atención?
– Bueno, en realidad, sí. Egon desapareció durante un rato bastante largo. Lo busqué, pero nadie sabía dónde se había metido.
– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera de allí?
– Seguro que más de una hora.
– ¿Le preguntaste dónde había estado?
– Sí, sí, pero me dijo que sólo había ido en busca de más vino. Había tanto que hacer que no pensé más en ello.
Su mirada se perdió más allá de la ventana y permanecieron un rato en silencio. Knutas dio tiempo para ver si la mujer seguía hablando por iniciativa propia. Durante los interrogatorios delicados era importante tener a veces el sentido común de guardar silencio.
– ¿Cómo estaba cuando volvió?
– Exactamente igual que antes; parecía inquieto.
– ¿Pudo haber provocado su inquietud alguno de los visitantes?
– No lo sé -reconoció con un suspiro-. De ser así, habría sido Sixten Dahl; era el único de los visitantes que no le caía bien a Egon. Dahl es un galerista de Estocolmo.
Knutas se sobresaltó. Con Sixten Dahl habían viajado a Estocolmo el artista y su agente el domingo por la mañana. De momento hizo como si no supiera nada.
– ¿Qué tenía Egon en contra de él?
– Se veían a veces, y Egon solía quejarse porque Sixten le parecía un tipo arrogante. Quizá todo se debía a que en realidad los dos eran muy parecidos -comentó pensativa-. A menudo se peleaban por los mismos pintores, simplemente porque ambos tenían el mismo gusto. Como ahora con Mattis Kalvalis. Sé que Sixten Dahl también estaba interesado en él, pero Mattis eligió a Egon.
– ¿Qué pasó después de la inauguración de la exposición?
– Fuimos a cenar al restaurante Donners Brunn.
– ¿Quiénes? -preguntó Knutas, pese a que ya conocía la respuesta.
– Asistimos Egon y yo, el pintor y el resto del personal de la galería.
– ¿Cuántas personas trabajáis en la galería?
– Cuatro; las otras dos son Eva Blom y Gunilla Rydberg, y ambas llevan ya veinte años con nosotros.
Knutas anotaba a toda velocidad. La concurrencia con Sixten Dahl era un dato de sumo interés. Esperaba que a esas alturas Wittberg ya lo hubiera localizado, tanto a él como a los otros. Eva Blom era una antigua conocida del comisario. De pequeños iban a la misma clase. Estaba informado de que vivía con su familia en la parroquia de Väte. En cambio, de Gunilla Rydberg no sabía nada.
– ¿Sabes que tanto el pintor como su agente han abandonado la habitación del hotel?
– ¿Qué? No, no lo sabía.
– Se fueron a Estocolmo ayer por la mañana. ¿Te consta si tenían algo que hacer allí?
– Ni idea. -Monika Wallin parecía francamente sorprendida-. Mattis tenía que presentarse hoy para firmar con Egon un contrato de representación. Aunque, claro está, ya da igual.
– ¿Cuándo vuelven a Lituania?
– El martes por la tarde. De eso estoy segura, porque habíamos quedado para almorzar juntos antes de que salieran hacia el aeropuerto.
– Ya… -Knutas carraspeó-. Volviendo a la noche del crimen, ¿ocurrió algo especial durante la cena en el Donners Brunn?
– No. Comimos y bebimos bien y pasamos un rato agradable. Mattis estaba más tranquilo, seguramente el nerviosismo ya había remitido. Contó un montón de anécdotas divertidas de Lituania y nos reímos hasta que nos saltaron las lágrimas.
– ¿Cómo terminó la velada?
– Salimos del restaurante a las once, y fuera nos separamos en distintas direcciones. Egon y yo tomamos un taxi de vuelta a casa. Yo me fui casi directamente a la cama, pero él me dijo que quería quedarse un rato levantado. Eso tampoco era raro, yo suelo acostarme pronto y él es… era como las lechuzas. Yo casi siempre me acuesto antes que él.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
– Lo vi sentado en el sillón de la sala de estar -respondió pensativa.
– Cuando lo encontraron, Egon no llevaba encima ni la cartera ni el móvil. ¿Los dejó en casa?
– Eso sí que no me lo creo. Egon no salía nunca de casa sin su móvil. Siempre lo llevaba consigo, casi hasta al servicio. Y me cuesta mucho creer que saliera de casa sin la cartera. Además, de ser así, debería haberla encontrado aquí en casa y no ha aparecido.
– ¿Y si le llamamos al móvil? Tal vez esté escondido en algún sitio -propuso Knutas.
– Sí, claro.
Monika Wallin se levantó, buscó su propio móvil y marcó el número. No oyó nada. Volvió a llamar y se dio una vuelta por la casa.
– Pues no -dijo suspirando-. Sólo se oye ese dichoso contestador automático.
– Está bien. Muchas gracias. ¿Puedes anotarme su número?
– Por supuesto.
– Una última cuestión acerca del sábado. Hemos sabido que desapareció una escultura de la galería.
– Sí, por desgracia. Debió de llevársela alguno de los visitantes.