Se inclinó hacia delante y miró por la ventana. El único contratiempo era el maldito viento. La tormenta se lo ponía más difícil, y en el peor de los casos, incluso podía dar al traste con sus planes. Con todo, también suponía ciertas ventajas. Cuanto peor fuera el tiempo, menos gente habría en la calle y menor sería el riesgo de que lo descubrieran.
Le picaba la garganta. ¿Se habría resfriado? Se llevó una mano a la frente y ¡por todos los diablos! Tenía fiebre, sin la menor duda. ¡Maldita sea! Buscó una caja de Alvedon y se tomó un par de pastillas con agua de una garrafa que había sobre el fogón. El resfriado llegaba en el momento más inoportuno, justo cuando iba a necesitar toda la fuerza de sus músculos.
Ya tenía preparada la mochila con las herramientas. Comprobó por última vez que todo estaba allí. Cerró la cremallera y se colocó ante el espejo. Con mano experta, se pintó la cara, se colocó las lentillas y se fijó la peluca. También eso lo había practicado muchas veces, a fin de que el disfraz le quedara perfecto. Cuando estuvo listo, contempló un momento su transformación.
La cara que vería la próxima vez que se mirara al espejo sería la de un asesino. Se preguntaba si se le notaría.
Capítulo 3
Mattis Kalvalis estaba nervioso, y durante la última hora había salido fuera a fumar cada diez minutos.
– Whiat if nobody comes? -preguntaba cada dos por tres con su cerrado acento báltico.
Tenía la cara más pálida que de costumbre, y su cuerpo larguirucho se movía inquieto entre los cuadros. Egon Wallin le había enseñado varias veces el anuncio publicado en el periódico, mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
– Everything will be just fine, trust me.
El agente que lo acompañaba desde Lituania no fue de mucha ayuda. Se pasó la mayor parte del tiempo fuera de la galería, fumando y hablando por el móvil, indiferente, al parecer, a las cortantes rachas de viento.
La inauguración parecía que iba a ser un éxito de público. Cuando Egon abrió la puerta de la galería, la cola de gente que esperaba fuera soportando el frío era larga.
Había muchas caras conocidas que le sonreían amablemente, con los ojos brillantes de expectación. Entre el público que entraba, el trataba de localizar a una persona en concreto. Ya la encontraría. Sería una dura prueba hacer como si no ocurriese nada.
Advirtió satisfecho la presencia del reportero de la sección de cultura de la emisora de radio local, y poco después comprobó que otro reportero de la prensa local ya estaba entrevistando al artista. Era evidente que la campaña en los medios de comunicación, mediante comunicados de prensa y llamadas oportunas, había surtido efecto.
La galería se llenó pronto de visitantes. De hecho, el local, con sus trescientos metros cuadrados repartidos en dos pisos, era demasiado grande para una isla como Gotland. El edificio había pertenecido a la familia durante varias generaciones, y Egon Wallin trató de conservar en lo posible su aspecto original. Le gustaba que el arte dispusiera de un espacio amplio, donde se pudiese apreciar en todo su esplendor. Aquella galería hacía justicia a las pinturas, su expresionismo colorista y ultramoderno contrastaba con las rugosas paredes. Los visitantes iban de un cuadro a otro mientras paladeaban con afectación el vino espumoso. Se oía música suave en las salas; el artista había insistido en que los cuadros debían exponerse al público con la música de fondo de un grupo de rock lituano que sonaba como una mezcla de Frank Zappa y Kraftwerk, el grupo alemán de música electrónica.
No sin esfuerzo, Egon había conseguido convencerlo de que era mejor bajar un poco el volumen.
Mattis Kalvalis parecía ya bastante más relajado. Se paseaba entre la gente, hablaba en voz alta, se reía y gesticulaba tanto con las manos que derramaba el vino de la copa. Sus movimientos eran crispados e histéricos, y de vez en cuando le daba un acceso de risa que lo hacía casi doblarse.
Por un momento, Egon temió que el pintor se hubiera drogado, pero desechó inmediatamente la idea. Seguro que se trataba de los nervios contenidos hasta entonces.
– Muy bonito, Egon. Bien hecho, de verdad -oyó que decía alguien a su espalda.
Habría reconocido aquella voz ronca y aduladora desde lejos.
Se volvió y se encontró frente a frente con Sixten Dahl, uno de los galeristas más conocidos de Estocolmo.Vestía abrigo negro de cuero y pantalones y botas del mismo material, lucia unas gafas oscuras con la montura de color naranja y llevaba la barba muy corta y bien arreglada. Parecía una mala imitación de George Michael, la estrella del pop. Sixten Dahl era el propietario de una maravillosa galería de arte en la esquina de las calles Karlavägen y Sturegatan, en el barrio de Östermalm, la zona más lujosa de Estocolmo.
– Me alegro de que te guste. Es un placer verte por aquí -respondió con afectado entusiasmo.
Se había ocupado personalmente de que su competidor en Estocolmo recibiera una invitación, sólo para provocarlo. El propio Sixten Dahl trató de echarle el guante a Mattis Kalvalis, pero Egon le ganó la partida.
Ambos habían participado en Vilna en un encuentro de galeristas de los países bálticos, y entonces fue cuando se fijaron en la original obra pictórica de aquel joven artista. En una de las comidas, Egon Wallin se encontró sentado al lado de Mattis Kalvalis. Congeniaron inmediatamente y, para sorpresa de todos, Kalvalis prefirió exponer en la galería de Egon Wallin, en lugar de hacerlo en Estocolmo, en la de Sixten Dahl.
En el mundillo del arte, aquello causó cierta extrañeza. Si bien Egon Wallin era un galerista de prestigio, parecía insólito que el artista lo hubiera elegido a él. Sixten Dahl tenía tan buena reputación como la de Egon, y Estocolmo era mucho más populosa.
El hecho de que el mayor competidor de Egon apareciera en Visby en la inauguración de la exposición, no tenía nada de raro en realidad. Sixten tenía fama de no darse por vencido así como así. Tal vez es tan ingenuo que cree que todavía puede convencer a Kalvalis para que lo elija a él, se dijo Egon. Pues ya podía dejar de pensarlo. Lo que no sabía Sixten Dahl era que Kalvalis había pedido a Egon que fuera su representante en Suecia.
El contrato estaba listo y sólo faltaba la firma.
La exposición fue un éxito. Parecía que las ganas de comprar se extendían como una plaga. A Egon no dejaba nunca de sorprenderle el comportamiento gregario de la gente. Bastaba con que una determinada persona comprara mucho y pronto, para que inmediatamente otras muchas estuvieran dispuestas a echar mano a la cartera. A veces parecía como si la valoración del arte dependiera más del azar que de la calidad artística.
Un coleccionista de la isla quedó fascinado y adquirió casi en el acto tres de las obras expuestas. Eso bastó para animar a los demás visitantes, e incluso hubo pujas por un par de cuadros. El precio aumentó considerablemente. Egon se frotaba las manos para sus adentros. El pintor tendría ahora al resto del país a sus pies.
Lo único que le aguaba la fiesta era que la persona a quien esperaba tardaba en llegar.
Capítulo 4
Erik Mattson, anticuario y experto tasador de obras de arte, había recibido el encargo de realizar una tasación de gran envergadura en una enorme mansión campestre situada en Burgsvik, al sur de Gotland. El director jefe de la casa de subastas Bukowskis les preguntó a un compañero y a él si podían desplazarse hasta allí. Un terrateniente de Gotland era propietario de una extensa colección de pintura sueca de finales del siglo xix y principios del xx y quería venderla. Se trataba de una treintena de obras, desde grabados de Zorn hasta óleos de George Pauli e Isaac Grünewald.