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Suspiró para sus adentros y distinguió a Karin entre la multitud. Las reacciones ante la noticia de que ella iba a convertirse en subcomisaria desde el 1 de junio no se habían hecho esperar. La Brigada de homicidios se dividió en dos bandos, uno a favor y otro en contra. Knutas se sorprendió de que el nombramiento provocara una grieta tan profunda. Estaban en contra, sobre todo, los compañeros varones de más edad, mientras que aplaudían el nombramiento las mujeres y los colegas jóvenes.

Quien realmente le sorprendió fue Thomas Wittberg. Karin y él siempre habían sido muy buenos amigos en el trabajo, pero Thomas estaba entre los que reaccionaron con más violencia ante la noticia de que ella iba a ser nombrada subcomisaria. La relación entre ambos se cortó a partir de conocerse la noticia. La inspectora no dejaba traslucir su malestar, pero el comisario comprendía que estaba dolida. Era increíble cómo actuaban las personas cuando cambiaban las circunstancias y sucedía algo inesperado. Entonces, se ponían en juego las relaciones y quedaba claro quiénes eran los amigos de verdad.

Observó a los asistentes al entierro. Muchos parecían allegados de la familia. Saludaban afectuosamente a Monika Wallin, que aún no se había sentado y permanecía de pie en el atrio de la catedral junto a su hijo mayor, que estaba tenso pero contenido y parecía claramente molesto con la situación.

Knutas no conocía a buena parte de los presentes. Llegó un grupo de hombres, todos ellos con más de cincuenta; supuso que serían colegas de negocios del mundo del arte. Se preguntó si aparecería Hugo Malmberg, el socio de Egon Wallin en Estocolmo. Para su irritación, cayó en la cuenta de que, aunque se presentara, no lo reconocería. ¡Qué fallo! Sólo lo había visto en fotografías de hacía más de diez años y, además, llevaba mucho tiempo sm mirarlas. Evidentemente, debería haber refrescado la memoria antes del funeral. No se explicaba cómo podía haber sido tan torpe.

Los hombres de aquel grupo hablaban discretamente entre ellos, con las cabezas muy próximas, como si no quisieran que ningún extraño oyese lo que comentaban. ¿Sería alguno de ellos?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos: acababa de descubrir la presencia de Mattis Kalvalis. No fue difícil reconocerlo entre la gente. Llevaba un largo abrigo de lana a cuadros de tonos rosa y negro y una bufanda de color amarillo chillón. Aquel día tenía el cabello rojo, alborotado en todas direcciones, la cara, blanca como la tiza, y se había pintado los ojos con lápiz negro.

Era curioso que hubiese viajado desde Lituania para asistir al entierro de Egon Wallin. Al fin y al cabo, la relación entre ambos era muy reciente. Quizá hubieran mantenido un contacto más íntimo de lo que el artista había dejado entrever. Aquello avivó de nuevo las sospechas de Knutas, quien nunca había podido desechar la idea de que tal vez hubo algo entre ellos.

Mattis Kalvalis se acercó a saludarlo.

– ¿Estás aquí sólo para asistir al entierro? -osó preguntarle el policía en su torpe inglés.

Percibió un ligero temblor en una de las cejas del pintor.

– En realidad, voy de camino a Estocolmo, pero hoy quería estar aquí. Egon Wallin significó mucho para mí. No llevábamos mucho trabajando juntos, pero hizo mucho en tan poco tiempo. Además, era un buen amigo. Yo lo apreciaba sinceramente.

Las palabras de Mattis Kalvalis parecían sinceras. A continuación se disculpó y se encaminó hacia la viuda. Knutas no se había fijado antes en lo delgado que estaba. Tenía los hombros cargados, y el abrigo parecía grande sobre aquel cuerpo tan escuálido. Se preguntó si no estaría enganchado a las drogas. Sus movimientos eran temblorosos y hablaba siempre de una forma incoherente. Algo que incluso Knutas podía apreciar, pese a su rudimentario inglés.

La catedral estaba a rebosar. Fue una ceremonia preciosa.

El único detalle digno de mención que se produjo durante el entierro fue que el hijo de Egon Wallin tropezó al acercarse al féretro y estuvo a punto de desplomarse en una gran maceta de mármol llena de azucenas blancas. La rosa que llevaba en la mano se le cayó y se le partió el tallo. Knutas se compadeció de él cuando con un gesto afligido balbució unas palabras que nadie pudo entender y depositó la rosa sobre la tapa negra y brillante del ataúd.

Capítulo 72

No quedaba más remedio que reconocerlo. Habían llegado a un punto muerto en las pesquisas sobre el asesinato de Egon Wallin. El comisario estaba cada vez más convencido de que el culpable no era de Gotland, e incluso ni siquiera sueco tal vez.

La investigación tenía muchos datos, indicios y pistas que apuntaban en distintas direcciones y parecían imposibles de encajar. A la hora de la verdad, ni siquiera estaban seguros de que hubiese alguna relación entre el asesinato y el robo en Waldemarsudde. Quizá sólo hubieran colocado allí la escultura para despistar a los sabuesos.

Knutas seguía teniendo un contacto fluido con Kurt Fogestam, de la policía de Estocolmo, donde la investigación estaba también en punto muerto.

Un aspecto positivo era que, con el tiempo, la histeria mediática se había apaciaguado, de modo que podían trabajar en paz. Se analizaron varias veces tanto la información recopilada como los datos útiles aportados por los testigos, pero eso tampoco coadyuvó a que avanzara la investigación. Knutas estaba decepcionado, pues tampoco habían adelantado nada en los asuntos de los cuadros robados que aparecieron en casa de Egon Wallin y el del enigmático huésped de Muramaris. Aún no habían logrado descubrir quién era.

El ministerio de Agricultura nunca encargó informe alguno sobre el futuro del sector azucarero y allí nadie conocía al tal Alexander Ek. Se analizaron los cabellos hallados en la furgoneta y se comprobó que pertenecían a Egon Wallin. Con ello, la cosa estaba clarísima: el huésped de la casa era el autor del asesinato; pero ¿dónde estaba?

Capítulo 73

Hugo Malmberg, acostado en su cama en la suite del hotel Wisby, no podía dormir. El funeral constituyó un suplicio. Fue estúpido pensar que se sentiría mejor si asistía. Pero la presencia de la familia, los parientes y los amigos de Egon Wallin le hizo darse cuenta de lo solo que se encontraba.

El hecho de que alguien pudiera significar más después de muerto era ciertamente absurdo. Cuando Egon Wallin vivía, mantuvieron una relación, sí. Fue apasionada y magnífica en muchos sentidos, pero no había estado enamorado. Lo estuvo al principio, lógicamente, pero luego, como suele suceder, la cosa se fue enfriando. Una vez satisfecha la curiosidad inicial, solía cansarse bastante pronto. Se veían cuando surgía la ocasión, sin exigencias ni expectativas. Ambos sacaban buen provecho de aquellos encuentros, pero después cada cual se iba por su lado y casi se olvidaban el uno del otro hasta que volvían a encontrarse de nuevo. Al menos, por su parte había sido así.

Ahora, tras la muerte trágica y violenta de Egon, se sorprendió a sí mismo echándolo de menos mucho más de lo que lo hiciera cuando su amante de Gotland estaba vivo.

Quizá empezaba a hacerse viejo. Cumpliría los sesenta y tres en su próximo cumpleaños. Hubo algo en el entierro que le hizo pensar en su pasado. La soledad lo aterraba. El vacío se había ido adueñando de él y a menudo pensaba en la decisión que tomó en el pasado y de la cual ahora se arrepentía. De haber tomado otras decisiones en la vida, quizá no se encontraría tan solo. Cierto que su círculo de conocidos era amplio, pero no había nadie que se ocupara realmente de él. De alguna manera, era esencial que alguien se hiciera cargo de uno en el otoño de la existencia. Alguien cercano, con el que existiera una profunda relación.