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– ¿No está prejubilado? -objetó Karin.

– Sí, porque tiene la espalda tocada -la cortó Wittberg desabrido-. Eso no le impide a uno seguir siendo fuerte.

– Conforme, pero, de todos modos -insistió Karin-, ¿puede uno izar tan alto a otra persona con una espalda resentida?

– ¡Cielo Santo! -suspiró Wittberg-. No iremos a descartarlo por eso…

Negaba con la cabeza como si pensara que era lo más estúpido que había oído en mucho tiempo.

– Eso digo yo -remachó Norrby-. Puede que se haya agenciado un informe médico falso. Eso está a la orden del día. Aunque, claro, quizá en tu mundo no exista ningún fraude con las pensiones…

El tono destilaba sarcasmo. Norrby y Wittberg cambiaron una mirada de complicidad.

Sin previo aviso, Karin se levantó tan enojada de la silla en la cual estaba sentada que ésta cayó al suelo. Miró muy alterada a Wittberg, quien, al parecer, se quedó tan sorprendido como asustado.

– ¡Ya está bien! -gritó clavándole los ojos a su colega-. ¡Deja ya esa ridícula actitud mezquina y resentida! ¿Eres tan endiabladamente egoísta que no puedes tolerar mi ascenso? Hemos colaborado juntos varios años, Thomas, pero yo llevo trabajando aquí el doble de tiempo que tú. ¿Qué tienes en contra de que sea subcomisaria? Dímelo aquí y ahora, ¡vamos! -Sin esperar respuesta, se volvió hacia Lars Norrby-. En cuanto a ti, no eres mejor. ¡Andar por aquí poniéndome cara larga como si fuera yo quien hubiese tomado la decisión! Si quieres quejarte, te diriges a Anders, y deja ya de meterte conmigo como un crío. Ya estoy hasta la coronilla de vosotros dos y no voy a aceptarlo ni un minuto más. ¡Se acabaron las tonterías! ¿Lo habéis entendido?

Karin puso punto final a su arrebato de cólera, levantó la silla y la colocó con un golpe contra la pared. Abandonó la reunión y cerró de un portazo.

Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar sonó el móvil de Knutas.

Al finalizar la conversación telefónica, el comisario parecía preocupado.

– Me llamaban del hotel Wisby -explicó-. Hugo Malmberg se alojó ayer por la mañana allí. Estuvo presente en el entierro de Egon Wallin e iba a pasar una noche en el hotel. Hoy no se ha presentado a pagar ni ha regresado a casa en el vuelo que tenía reservado y cuando el personal del hotel ha entrado en la habitación hace un momento, sus pertenencias estaban allí, la ventana aparecía forzada y había manchas de sangre en el suelo.

– ¿Y Malmberg? -preguntó Kihlgård.

– No está -respondió Knutas al tiempo que alargaba el brazo para tomar la chaqueta colgada en el respaldo de la silla-. Ha desaparecido. No está en ningún sitio.

Capítulo 75

El hotel Wisby se encontraba en la calle Strandgatan, junto a la plaza Donners, cerca del puerto. Era un elegante hotel antiguo de lujo.

La situación en recepción era tensa cuando Knutas, Kihlgård, Sohlman y Karin se presentaron allí un cuarto de hora después de que el recepcionista jefe informara de la desaparición de Hugo Malmberg. Tras un rápido saludo, pidieron que los condujeran a la habitación.

La suite estaba en el último piso, el sexto. Para espanto del de recepción, Sohlman se apresuró a precintar la puerta.

– ¿Es necesario realmente? -preguntó preocupado-. Eso indica a las claras que se trata de un sitio en el que se ha cometido un delito y creará inquietud entre los huéspedes.

– Sí, lo es -respondió Sohlman-. Lo siento muchísimo.

Su tono de voz parecía sincero. En el hotel Wisby habían asesinado con anterioridad a su portero de noche; era uno de los tres asesinatos no aclarados en la historia de Gotland. El crimen del portero suscitó mucha curiosidad, y el caso estuvo años en los medios de comunicación. Todavía lo sacaban de vez en cuando en algún programa de televisión de intriga criminal.

Sohlman fue el primero en entrar en la suite e hizo señas a los demás para que aguardaran.Tuvieron que conformarse con mirar desde la puerta.

Miró con atención a su alrededor. Olía a tabaco y a cerrado, la cama estaba deshecha y alguien había tirado una lámpara de mesa, sin pantalla, al suelo. En la sala de estar vio un vaso a medio beber en la mesa, al lado de un cenicero con varias colillas.

Descorrió las pesadas cortinas y descubrió al momento que la ventana había sido forzada. La ropa estaba pulcramente colgada en una silla al lado de la cama y en la entradita había una maleta.

– ¿Cuántas personas han entrado aquí? -le preguntó al recepcionista cuando terminó de echar un vistazo a la suite.

– Sólo yo y Linda, la recepcionista que está hoy de turno. De hecho, fue ella quien reaccionó cuando el cliente no apareció por la recepción. La verdad es que llegó también un taxi, reservado de antemano para recogerlo y llevarlo hasta el aeropuerto, pero como ya he dicho, el cliente no estaba en la habitación.

– ¿Entraron ustedes dos?

– No; bueno, sí -respondió inseguro-. Sí, entramos los dos. Pero no estuvimos ahí dentro más de un minuto -se disculpó como si de pronto hubiera caído en la cuenta de que quizá no había sido una buena idea.

– Está bien, pero a partir de ahora no puede entrar nadie -dijo Sohlman para todos los demás-. La ventana ha sido forzada, hay manchas de sangre en el suelo e indicios de que hubo resistencia. Ahí dentro ha ocurrido algo, eso está claro. A partir de ahora hemos de considerar la suite como el lugar donde se ha producido un crimen. ¿Hay alguna vía de salida al exterior desde aquí?

El recepcionista jefe los condujo a la escalera de incendios, al fondo del pasillo. Daba a la parte trasera del edificio y el jardín. Desde allí no había más que salir directamente a la calle. Incluso, en caso necesario, se podía entrar con el coche.

Sohlman pidió refuerzos y se quedó para asistir al examen pericial. Knutas comenzó a interrogar al personal del hotel, mientras Kihlgård y Karin iban llamando a las puertas de las habitaciones para preguntar a los huéspedes si alguno de ellos había visto u oído algo por la noche.

Tan pronto como estuvo de vuelta en comisaría, Knutas convocó a una reunión a los miembros de la Brigada de Homicidios que se hallaban en aquel momento en las dependencias policiales. A juzgar por la concentración que reinaba en la sala, todos se habían olvidado ya del anterior arrebato de cólera de Karin. Por primera vez desde hacía un tiempo, Knutas percibió el antiguo ambiente habitual en el grupo.

Resumió en pocas palabras lo que sabía acerca de la desaparición de Hugo Malmberg.

– ¿Qué hemos averiguado de su relación con Egon Wallin? -preguntó Kihlgård.

– Tenían cierta colaboración y se veían de forma ocasional, cuando Wallin estaba en Estocolmo, pero, por lo que he entendido, se trataba sobre todo de una relación comercial -explicó el comisario.

– ¿Quieres decir que el hecho de que ambos sean, o fueran, homosexuales no tiene nada que ver? -terció Karin en tono de duda-. Pues claro que tiene que ver. Ahora tenemos varios puntos de contacto entre ellos: galeristas, Estocolmo y homosexualidad. No puede ser una mera casualidad. Tiene que haber algo en esos tres factores que conduzca al asesino.

– ¿Estamos buscando a un joven gay dentro del mundo del arte en el centro de Estocolmo? -preguntó Kihlgård-. En ese caso, vamos estrechando el círculo.

– Tal vez -aceptó Karin-. ¿O quizá deberíamos concentrarnos sólo en lo de la homosexualidad?

– ¿Y eso por qué? -preguntó Wittberg-. Y el robo del cuadro, ¿cómo encaja con eso?

– Sí, tienes razón. El dichoso cuadro. El dandi moribundo -murmuró Karin pensativa-. ¿Quiso decirnos algo el ladrón al elegir ese cuadro, ese precisamente? Quizá no tenga nada que ver con Nils Dardel, sino con el motivo y con el nombre del cuadro. El dandi es un hombre con rasgos andróginos, ¿no? Un tipo esnob y bien vestido, un petimetre elegante que se mueve en ambientes elegantes… Pues encaja bastante bien, tanto con Egon Wallin como con Hugo Malmberg.