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– ¿Conservas algún registro de los inquilinos?

– Por supuesto; siempre he llevado un registro.

– ¿Lo tienes a mano?

– Sí, tengo la oficina aquí en casa.

– ¿Tienes un momento? ¿Puedes buscarlo?

– Sí, claro. El libro está por aquí, en algún sitio. Un momento.

«El libro, -pensó Johan-. ¿En qué siglo vivía aquella mujer? ¿No había oído hablar de los ordenadores?»

A los pocos minutos volvió a oír su voz:

– Sí, aquí lo tengo. Registro a todas las personas que alquilan: nombre, dirección, teléfono, cuándo y cómo han pagado y cuánto tiempo han estado.

– ¿No tienes esos datos informatizados?

– No -dijo entre risas-. Me da un poco de vergüenza decirlo, pero siempre lo he hecho así. Llevamos alquilando más de veinte años y supongo que es una forma de nostalgia poder seguir haciendo algo a la vieja usanza. No sé si entiendes lo que quiero decir…

Lo entendía perfectamente. Su madre empezaba ahora a enviarle sms, pese a que él llevaba años intentando enseñarle.

– ¿Podrías hacerme un favor?

– Sí, bueno, no sé -respondió Anita vacilante.

– ¿Puedes comprobar si Erik Mattson ha alquilado alguna vez una casa?

– Sí, claro. Pero tardaré un rato. Como te digo, son más de veinte años los que hay que repasar.

– Tómate el tiempo que necesites.

Una hora más tarde, Anita Thorén le devolvió la llamada.

– Qué coincidencia. Nada más dejar de hablar contigo me ha llamado Karin Jacobsson de la policía, y se interesaba por lo mismo precisamente.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, lo que te quería decir es que he encontrado aquí a Erik Mattson. Incluso varias veces. A Johan se le secó la boca.

– ¿Sí?

– Alquiló por primera vez en junio de 1990, es decir, hace ya quince años. La casa de Rolf de Maré. Por dos semanas, desde el 13 de junio hasta el 26. Vino con su mujer Lydia Mattson y sus tres hijos. También tengo apuntado el nombre de los hijos: David, Karl y Emilie Mattson.

– ¿Y después?

– La segunda ocasión fue dos años más tarde, en agosto de 1992, pero entonces no trajo a la familia.

– ¿Estuvo solo?

– No, alquiló junto con un hombre.

– ¿Tienes el nombre de ese hombre?

– Por supuesto. Se llamaba Jakob Nordström.

– ¿Y la última vez?

– Fue del 20 al 25 de julio del año siguiente. Fue, también con Jakob Nordström. Y en las tres ocasiones alquiló la misma casa, la de Rolf de Maré.

Capítulo 79

Aquel sábado de noviembre comprendió que era capaz de matar a alguien. Le costó dos segundos decidirse. Cuánto le habría gustado no haber tenido que vivir aquel fugaz momento que no duró más que un instante. Imágenes con las que se vería obligado a vivir el resto de su vida.

Al principio no pensó en seguir al hombre que era el centro de su interés, pero tuvo una corazonada. Sólo se proponía pasar por la galería un momento. Aún no sabía cómo abordar sus recientes descubrimientos, ni qué iba a hacer con ellos. Tenía intención de reflexionar un tiempo antes de decidir el paso siguiente. Pero no fue así. Quizá fuera cosa de predestinación lo que iba a suceder. Al menos, eso podía pensar ahora, a posteriori. Después de lo que se vio obligado a presenciar sólo había una cosa que hacer. El presentimiento lo golpeó como un mazazo, brutal, irremediablemente.

A punto estuvo de no encontrarlo. Al entrar en la calle Osterlånggatan, vio que Hugo Malmberg estaba cerrando la galería, pese a que aún faltaba una hora hasta la de cierre. Le pudo la curiosidad. Decidió seguirlo y averiguar por qué el hombre a quien tenía en el punto de mira rompía sus rutinas.

Lo siguió unos metros hasta la parada de autobús de Skeppsbron. Malmberg fumaba mientras hablaba con alguien por el móvil. Llegó el autobús, y cruzó apresuradamente la calle; lo tenía justo delante cuando subió al vehículo público. Estaba insufriblemente cerca. Le habría bastado alargar la mano para tocarle el brazo.

Sentía náuseas al ver aquel elegante abrigo de lana, con el pañuelo echado con descuido sobre los hombros; a aquel tipo seguro de sí mismo y presuntuoso que se creía invulnerable y aún vivía feliz, ignorando que su vida estaba a punto de llegar a su fin. Se apeó en la calle Hamngatan frente al centro comercial NK, torció por Regeringsgatan y avanzó un trecho, luego giró a la izquierda y tomó una calle lateral. Por el camino se fumó otro cigarrillo. Pasaban los coches, con gente que volvía a su casa o se encaminaba hacia el centro. Lo siguió, empujado por la curiosidad. Malmberg nunca había ido antes por allí.

Tuvo buen cuidado de mantenerse a una distancia prudencial y, además, para mayor seguridad, iba por la acera de enfrente. Por suerte, había bastante gente en la calle como para no llamar la atención. De repente, el hombre que lo antecedía desapareció. Cruzó la calle a toda prisa y siguió por la otra acera. La fachada estaba llena de pintadas, el escaparate pintado de negro no permitía ver el interior. Sobre una puerta de chapa se veía un minúsculo letrero luminoso que rezaba Video Delight, en rojo y amarillo. Tenía que haber entrado allí.

No era difícil comprender de qué tipo de videoclub se trataba. Aguardó unos minutos antes de entrar.

Una escalera iluminada con bombillitas rojas lo llevó hacia abajo. Allí existía un amplio videoclub dedicado exclusivamente al cine porno, y no del suave. Se ofrecían juguetes sexuales y cabinas para proyecciones privadas. Atendía el mostrador una chica joven con una cazadora negra con capucha, que parecía tan indiferente como si estuviera trabajando en una pastelería o una mercería. Hablaba alegremente con un chico de su edad, que, sentado, ponía los precios a unos DVD. Por todas partes se veían pantallas gigantes que exhibían filmes porno con primeros planos de imágenes explícitas. Había algún que otro hombre eligiendo películas.

Recorrió despacio el local para ver dónde se había metido el tipo al que iba siguiendo. El lugar era mayor de lo que parecía a primera vista. Había numerosas cabinas pequeñas, de unos pocos metros cuadrados. Miró en el interior de una de ellas. Todo cuanto se veía era una silla negra de piel echada hacia atrás ante una enorme pantalla de televisión, un cenicero, servilletas de papel, una papelera y un mando a distancia. Nada más.

Dio una rápida vuelta por las cabinas que estaban libres. Nada. A Malmberg parecía que se lo había tragado la tierra. Desconcertado, se acercó al mostrador pintado de rojo y preguntó a la chica si había otras estancias.

– Sí -le respondió, y señaló una puerta en la que ni siquiera se había fijado-. Eso está reservado para tíos. Bueno, para gais, vaya.

En la puerta había un insignificante letrero: Boys only.

– Pero hay que pagar. Ochenta coronas.

– Está bien -asintió, y las abonó.

La chica, a modo de indirecta, dirigió una mirada a una cesta que había sobre el mostrador. Contenía condones.

– Son gratis -dijo en voz baja-. Bueno, dos unidades. Si quieres más, tienes que pagarlos.

Negó con la cabeza. Empujó la puerta y entró.

Al otro lado, la oscuridad era casi impenetrable, y la escalera que encontró era aún más estrecha y empinada.

Sólo se oía el rumor del aire acondicionado. Olía a limpio, como a plantas, casi como en un spa. Cuando bajó la escalera se abrió ante él un pasillo estrecho y largo, mínimamente iluminado con unos neones rojos en el techo. Las paredes estaban pintadas de rojo y el suelo, de negro. A uno y otro lado había cabinas que parecían iguales que las de arriba. Algunas puertas estaban cerradas; ante una de ellas oyó unos gemidos débiles que se colaban a través de las delgadas paredes.

Un chico de unos veinticinco años rondaba una de las cabinas, cuya puerta estaba entreabierta. Al pasar ante ella, advirtió que dentro había alguien sentado. Era evidente que el chico se disponía a hacer compañía a aquel hombre.