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Por doquier había pantallas con películas pornográficas. Se preguntaba dónde se habría metido Malmberg. Si estaría ahora sentado solazándose en una de aquellas cabinas. Sintió repugnancia sólo de pensarlo.

De uno de los compartimentos salió un hombre, que al verlo esbozó una amplia sonrisa e intentó atraerlo. No dijo una palabra, pero su lenguaje gestual dejaba muy claro lo que quería. Él aceleró el paso al pasar junto a él.

Aquel lugar era absolutamente increíble. Los pasillos se sucedían hasta formar un laberinto, y pronto se sintió perdido en medio de tanta cabina y tanta imagen.

Comenzaba a sentirse mareado. Quería salir, abandonar todo aquello. Trató de buscar el camino de vuelta y caminó presuroso en la dirección que a su parecer conducía a la escalera. Se equivocó. En vez de eso, fue a parar al final del pasillo, junto a la puerta a través de la cual se colaban los gemidos. Con cautela, la abrió lo suficiente como para poder ver lo que ocurría allí. En el interior había una pequeña sala de cine. Ocupaba la pared del fondo una pantalla gigantesca en la que se proyectaban simultáneamente las imágenes que pasaban por los centenares de pantallas de televisión que había tenido ocasión de ver en su corta visita. Toda la decoración era negra: las paredes, el techo, el suelo, el sofá de piel y los sillones.

Al principio sólo vio tres cuerpos en plena actividad en el sofá, delante de la pantalla. Identificó al momento a Malmberg como uno de ellos. Luego vio el rostro de otro hombre, un tipo de unos cincuenta años. Sus rasgos le parecieron conocidos, pero no consiguió identificarlo. Al tercero no se le veía el rostro. Era más joven, y los dos hombres de más edad se inclinaban sobre él. Estaban desnudos y ninguno advirtió su presencia. Estaban entregados a lo suyo.

Se apoderó de él una sensación de irrealidad, como si la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos no fuera real.

Justo cuando estaba a punto de darse la vuelta y largarse de allí vio la cara del tercer participante.

Apenas dos segundos. No le costó más tiempo reconocerlo. Cerró la puerta inmediatamente. Se quedó un rato fuera, apoyado en la pared. El sudor le perlaba las sienes. Sentía deseos de gritar.

Con las piernas casi paralizadas se apresuró a buscar la salida a través de los pasillos, y tambaleándose consiguió dar con la escalera de salida. Evitó mirar a la chica que estaba detrás del mostrador.

Ya en el exterior, parpadeó a la luz. Pasó una mujer con un cochecito de bebé. Fuera, la vida seguía su curso normal. Al llegar a la esquina de la calle, vomitó. No sólo por lo que acababa de ver, sino también por lo que se vería obligado a hacer.

Capítulo 80

El viernes por la mañana, Karin abordó a Knutas en cuanto éste puso los pies en la comisaría. Sus ojos centelleaban.

– Oye, he descubierto cosas muy interesantes. Intenté llamarte ayer, pero no contestó nadie.

– Adelante.

– Estuve investigando el pasado de Hugo Malmberg, y ahora verás. -Se sentó en el sofá que Knutas tenía en su despacho para las visitas y prosiguió-: Vivía solo en un maravilloso piso de la calle John Ericssonsgatan en Kungsholmen y durante muchísimo tiempo fue copropietario de la galería que hay en la calle Osterlånggatan. Era homosexual. Yo creía que siempre lo había sido, pero de eso nada. Estuvo casado hace mucho con una mujer, Yvonne Malmberg; ella falleció en 1962, es decir, hace más de cuarenta años; ¿adivina de qué murió?

Knutas meneó la cabeza y permaneció en silencio.

– Murió al dar a luz, en la sección de partos del hospital Danderyd, concretamente.

– ¿Y el bebé?

– Fue un niño. Sobrevivió, pero fue entregado en adopción con sólo unos días de vida.

Knutas lanzó un subido.

– Y eso no es todo.

– ¿No? ¿Hay más?

– ¿Sabes quién es la persona que más veces ha alquilado la casa de Rolf de Maré, en Muramaris? -Sin esperar respuesta, añadió-: Erik Mattson, el tasador de Bukowskis.

Capítulo 81

El programa de aquel fin de semana estaba apretado. El viernes, Johan tomó el primer vuelo de la mañana con destino a Estocolmo. Había quedado a las diez con Erik Mattson en Bukowskis. Almorzaría con su hermano menor y luego, por la tarde, pensaba entrevistarse con el director de informativos. Y además de todo eso, quería encontrar un hueco para pedirle un aumento de sueldo a Max Grenfors. Por la noche tenía una cena familiar en casa de su madre, en Rönninge, y el sábado por la mañana había quedado en verse con la persona que aspiraba a alquilar su piso. Para empezar, Johan había obtenido permiso del dueño para alquilarlo por un año. El futuro inquilino era un colega de la Televisión de Karlstad, que había apalabrado una sustitución por un período de un año en la sección de deportes de la SVT

El sábado por la tarde debía regresar a Visby porque Emma y él habían concertado una cita con el sacerdote a las cuatro. ¡Menudo fin de semana!, pensó una vez estuvo sentado en el avión, apretujado contra un hombre que a buen seguro pesaba más de ciento cincuenta kilos. No tenía fuerzas ni para intentar cambiarse se asiento.

Erik Mattson era tan elegante en persona como en la página de Internet. Tenía muy buen aspecto y un atractivo especial que a Johan le llevó a preguntarse si no sería gay.

Se sentaron en una sala de conferencias que estaba libre y el tasador le invitó a café y galletas italianas de almendra. El periodista decidió ir directamente al grano.

– Según tengo entendido, ha estado bastantes veces en Muramaris. ¿Por algo en concreto?

– Estuve allí por primera vez a los diecinueve años, con varios amigos que asistíamos a un curso de arte en la universidad. Decidimos ir de vacaciones a Gotland en bicicleta. Ya entonces me fascinaba la pintura de Dardel, y sabía que pasó algunos veranos en Muramaris. -Sonrió al recordarlo-. Recuerdo cómo íbamos allá abajo por la playa y fantaseábamos pensando que Dardel también había recorrido pausadamente aquel mismo camino casi un siglo antes. En su relación con Rolf de Maré, Ellen y Johnny, y con todos los artistas que iban a visitarlos. ¡Qué vida la suya! Llena de amor, arte y creatividad. Desenfadada en cierto modo y alejada de la realidad -desgranó con añoranza.

– ¿Y luego volvió?

– Sí -respondió, aún ausente-. Mi ex mujer Lydia y yo alquilamos la casa de Rolf de Maré con todos los niños, cuando estábamos aún casados. De eso hace ya muchos años. Pero fue una mala idea. No es un sitio práctico para ir con niños de corta edad. Las escaleras que bajan a la playa son muy empinadas y no hay mucho espacio para jugar. Además, la casa no es precisamente grande.

– ¿Ha regresado después?

– Sí, he estado allí en otras dos ocasiones.

– Si no le parece una indiscreción, ¿quién le acompañó entonces?

– Un amigo; Jakob se llamaba -respondió escueto el tasador, que de pronto parecía molesto-. ¿Por qué me pregunta todo esto?

– En realidad hay dos razones -mintió Johan-. En parte se trata, claro está, de obtener algo más de información relacionada con el asesinato de Gotland, pero hay algo más. Muramaris me parece tan interesante que me gustaría rodar un documental para la SVT.

– ¿Lo dice en serio? -De repente, Erik Mattson tenía otra energía en la voz-. Sería fantástico. Hay tanto que contar y es tan bonito por dentro… ¿Ha visto las maravillosas chimeneas de arenisca que esculpió Ellen?

Johan asintió con la cabeza. Observaba a Erik con mirada escrutadora.

– ¿Así que estuvo casado? ¿Cuántos hijos tiene?

– Tres. Pero ¿qué tiene que ver eso con el tema?

– Perdone, simple curiosidad. Ha dicho que estuvo en Muramaris con todos los niños, y entonces me he imaginado que eran una tropa.