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Tenía la cabeza inclinada hacia delante, y los brazos bamboleaban, sueltos, a lo largo del cuerpo.

La mujer resbaló en el puente y estuvo a punto de caer de bruces, pero en el último momento consiguió asirse a la barandilla. Volvió a mirar al hombre. Llevaba un abrigo largo de piel negra, pantalones del mismo color y calzaba botines. Era moreno, de unos cincuenta años.

Como no podía verle bien la cara, avanzó con paso inseguro, mientras miraba asustada en derredor.

Cuando se acercó lo suficiente, se quedó paralizada. Reconoció inmediatamente al hombre.

Buscó pensativa el móvil y marcó el número de la policía.

Capítulo 8

El comisario Anders Knutas llegó a Dalmansporten al cabo de media hora de que se hubiera dado la alarma. Por lo común se quedaba en la comisaría para dirigir el trabajo, pero aquello quería verlo. Un varón al parecer asesinado, izado a sangre fría y expuesto a la vista de todos en una de las puertas más grandes y significadas de la muralla, era algo tan insólito que hizo una excepción. La primera patrulla que llegó al lugar de los hechos comunicó inmediatamente que no parecía tratarse de un suicidio, sino que había indicios claros que les llevaba a sospechar que se trataba de un crimen, puesto que el cuerpo estaba colgado a varios metros de altura y a más de un metro de las paredes de la muralla. No había nada a lo que la víctnna se hubiera podido subir o por donde hubiese podido trepar para llegar hasta el lugar donde estaba la soga.

Cuando llegó Knutas, la inspectora Karin Jacobsson y el técnico Erik Sohlman ya se encontraban allí. Karin, que apenas medía un metro sesenta, parecía haberse encogido aún más y estaba tan pálida que podía decirse que tenía el rostro traslúcido. Knutas la saludó con un apretón en el antebrazo. La inspectora había llegado hasta allí caminando, vivía en un apartamento en el centro de la ciudad. Knutas comprendió enseguida que ella ya había visto el cuerpo. Desde luego, Karin no se acostumbraría nunca a ver personas muertas; y él tampoco, por cierto.

Ya se había congregado un grupo de vecinos que miraban horrorizados el cuerpo que pendía de espaldas a ellos en el vano de la puerta. Jamás habrían imaginado que en su apacible calle ocurriría algo tan terrible como un asesinato.

La puerta de Dalmansporten daba acceso a la parte central de la calle Norra Murgatan, empedrada, larga y estrecha, que por su parte interior corría paralela a la parte oeste de la muralla. A ambos lados se sucedían las casas bajas y pintorescas. Un auténtico paraíso, con sus cortinas de ganchillo en las ventanas, sus macetas de cerámica y sus jardincillos tras las tapias. Pintorescamente, algunas casas estaban encajadas en la propia muralla.

Karin y Knutas sortearon los bolardos que impedían a los coches cruzar por debajo de la puerta y pasaron por encima de la cinta azul y blanca.

El comisario se sobresaltó cuando vio a la víctima.

A primera vista, aquello parecía un trágico suicidio. La soga estaba atada a un gancho grueso sujeto a la verja de hierro que sobresalía por encima de la puerta. La cabeza del muerto estaba inclinada hacia delante y el cuerpo, suelto.

La escena recordaba lo ocurrido el año anterior, cuando varias personas fueron víctimas de un asesinato ritual y, luego, colgadas.

– Tengo la impresión de haber visto esto antes -comentó a Karin.

– ¡Uf!, sí, en lo primero que he pensado ha sido en cuando encontramos a Martina Flochten el verano pasado.

Karin meneó la cabeza y hundió aún más las manos en los bolsillos de la cazadora.

Knutas se quedó paralizado cuando se acercó lo suficiente como para poder verle la cara.

– ¡Dios mío! Pero si es Egon Wallin, el galerista…

Erik Sohlman, el técnico, que tomaba fotografías del cuerpo desde distintos ángulos, bajó la cámara y miró detenidamente la cara del muerto.

– ¡Sí, claro que es él! -exclamó-. Esto es la leche. Estuve en la galería hace una semana y compré un cuadro para regalárselo a mi madre por su cumpleaños. Cumplía sesenta…

– Hay que bajarlo de ahí cuanto antes -decidió el comisario circunspecto-. Seguro que el cuerpo se ve desde la carretera, y ahora es cuando la gente empieza a despertarse.

Señaló con la cabeza, hacia la calle Kung Magnus, donde se habían detenido varios coches. La gente salía del vehículo y señalaba la puerta de la muralla. Ya había amanecido y la luz de la mañana permitía ver el macabro hallazgo a todos los que pasaban por allí.

– Venga, daos prisa -apremió Knutas-. La verdad es que ahí colgado parece como si estuviera en un escaparate.

Miró a su alrededor. Era complicado decidir cuánto debían acordonar, pero su experiencia policial le había enseñado que cuanto más, mejor.

La policía no podía descartar aún el suicidio, pero si Egon Wallin había sido asesinado, como creía Knutas, era preciso asegurar todas las pruebas existentes. Hizo un cálculo rápido: quizá fuera necesario aislar toda la zona verde desde la Puerta Este hasta la Puerta Norte. Se veían por todas partes marcas de pisadas en la nieve y, lógicamente, alguna de ellas podía pertenecer al supuesto asesino.

Inspeccionó la reja en la que estaba el gancho al cual había atada la soga. Parecía imposible que Egon Wallin hubiera podido hacerlo solo. No había absolutamente nada en lo que apoyarse para trepar hasta allí. La soga estaba atada tan alta que temió que fuera necesario llamar a los bomberos para poder bajar el cuerpo de allí.

Sacó el móvil y llamó a la Unidad de Medicina Forense del hospital de Solna. Debían enviar un médico forense en un helicóptero de la policía lo antes posible.

Sabía por experiencia que el forense prefería que no se moviera el cuerpo antes de que él llevase a cabo el primer reconocimiento, pero en aquel caso eso era imposible. El muerto colgaba como si hubiera sido víctima de una ejecución pública. Si se comprobaba que aquello era un asesinato, los medios de comunicación se les echarían encima en un abrir y cerrar de ojos.

Apenas acababa de pensar en ello, cuando notó el primer flash de una cámara en la nuca. Se volvió horrorizado y cayó sobre él una nueva ráfaga de disparos.

Reconoció a la fotógrafa de Gotlands Allehanda y a uno de los reporteros más impertinentes del periódico. Furioso, encendido de ira, agarró a la fotógrafa del brazo.

– ¿Qué demonios estás haciendo? Puede tratarse de un suicidio, aún no sabemos nada. ¡Nada de nada! Los familiares no han sido informados. ¡Acabamos de descubrirlo!

– ¿Saben quién es? -preguntó la otra, insolente, y se zafó de Knutas, haciendo caso omiso de la indignación-. Parece Egon Wallin, el de la galería de arte.

– ¿Es que no me has oído? No estamos seguros de que se haya cometido ningún crimen. ¡Largaos de aquí y dejadnos trabajar en paz!

El suicidio, al menos, era algo que los periodistas respetaban, y normalmente no informaban de ello. Por el momento. Pero con el cambio de rumbo que experimentaban los medios de comunicación en el país, no tardarían mucho en caer en la tentación de regodearse también con eso.

El enfado de Knutas era mayor, si cabe, porque conocía y apreciaba a Egon Wallin. No es que hubieran mantenido una relación de amistad, pero habían coincidido en muchas ocasiones a lo largo de los años, y a Knutas siempre le pareció un hombre agradable. Había algo franco y lúcido en él. Una persona sincera que tenía los pies en el suelo y estaba satisfecha con su vida, a diferencia de tantos resentidos. Parecía uno de esos tipos simpáticos con todo el mundo. Un hombre cabal a todas luces. Eran aproximadamente de la misma edad, y Knutas siempre admiró a Egon Wallin. Le rodeaba un halo atractivo que hacía que uno quisiera ser amigo suyo. Y ahora estaba allí colgado, tieso.

Cada minuto que pasaba sin que pudieran bajar el cuerpo era un suplicio. Se angustiaba ya al pensar que debía informar del trágico suceso a la señora Wallin.