– ¡Acompáñame! -le gritó a Wittberg.
Su colega corrió tras él.
– ¿Adónde vamos?
– Acabo de tener una corazonada -le explicó Kihlgård-. A ver, esos pisos de allá, ¿no son en multipropiedad?
– Sí -jadeó Wittberg.
– ¿Vive alguien en ellos en invierno?
– Supongo… Contratarán las semanas que quieran disponer de ellos, e imagino que habrá quienes quieran vivir aquí todo el año.
Ascendieron por la cuesta que subía hasta el complejo residencial, maravillosamente ubicado junto al mar.
– ¿Crees que puede haberla escondido ahí? -preguntó Wittberg.
– ¿Por qué no? Si entró en Waldemarsudde, también habrá podido entrar ahí.
No vieron nada extraño en los alrededores del complejo y enseguida se unieron a ellos otros policías, que se ocuparon de la búsqueda.
Wittberg se volvió hacia Kihlgård.
– Ven, vamos a mirar por allí.
– ¿Dónde?
– Hay unas casas de verano en la cima. También puede haber buscado refugio ahí.
– Parece que está muy lejos -comentó Kihlgård indeciso-. ¿Y si fuésemos en coche?
– Tardaremos más en ir a buscar el coche que en seguir hasta el sitio donde están esas casas. Vamos, vamos ya…
Wittberg empezó a correr cuesta arriba.
– Despacio -jadeó Kihlgård, a quien le costaba seguir el paso de su joven colega.
En lo alto de la cuesta había un camino estrecho que conducía a una zona boscosa. Las casas estaban diseminadas entre los árboles. Casas sencillas, de madera y con un pequeño terreno alrededor. El lugar estaba desierto. Fueron cada uno por un lado y empezaron a buscar huellas de la presencia de otra persona aquel mismo día. Al poco rato, Wittberg gritó:
– Aquí, Martin, ¡creo que he encontrado algo!
En la orilla, próxima al camino, se alzaba una casita amarilla. En la nieve se veían las roderas recientes de un coche. Se dirigieron corriendo a la casa. Ante ella, Kihlgård gritó:
– ¡Mira, la puerta está forzada!
– Sí, joder -reconoció Wittberg excitado-. Pero ¿qué es eso?
Durante un segundo aterrador, creyeron que la mancha roja que brillaba en la nieve era sangre, pero al acercarse vieron que se trataba de un patuco.
Habían acertado. Wittberg, delante, tiró de la puerta. La entrada de la casa estaba oscura, era estrecha y dentro no se oía ningún ruido. Más tarde, cuando Wittberg narró a sus colegas lo sucedido, describió la experiencia como una pesadilla. Contó que apenas se atrevían a respirar por miedo a lo que pudieran encontrar; que recorrieron con la mirada las alfombras de jarapa, el sencillo mobiliario, los cuadros toscamente pintados, el reloj de pared parado a las cinco menos cuarto y las macetas con flores de plástico en las ventanas. Describió la sensación de frío, el ligero olor a moho y a raticida. Y que Wittberg fue quien entró primero en un pequeño dormitorio con dos camas estrechas, una a cada lado.
En una esquina, sobre una de las camas, había un cuco de un coche de bebé, de color azul marino y pegado a la pared.
Se volvió despacio y miró a su colega de más edad. Kihlgård lo miró muy tranquilo y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para que siguiera adelante.
Wittberg nunca se había sentido tan pequeño y tan insignificante como entonces. Cerró los ojos por un momento; no recordaba haber sido nunca testigo de un silencio semejante.
Jamás olvidaría el instante en que se inclinó sobre el cuco. Era como si la visión de lo que allí le aguardaba fuese a cambiar su vida para siempre.
Allí estaba. Debajo de una mantita, con un gorro rojo de punto en la cabeza. Tenía los ojos cerrados, una cara que reflejaba paz. Las manitas sobresalían por encima de la manta. Wittberg se inclinó aún más para escuchar el que en aquel momento era el sonido más hermoso que podía imaginarse: la respiración acompasada de Elin.
Capítulo 95
El sol primaveral, por fin, había empezado a debilitar el duro zarpazo del invierno sobre la isla, y los carámbanos goteaban desde los tejados. En su paseo matinal camino de la comisaría, Knutas sintió incluso cómo aquel sol le calentaba la espalda. Los pájaros trinaban, infundiendo esperanzas renovadas en la vida. Buena falta hacía, la verdad.
Como de costumbre, entró antes que nadie en la Brigada de Homicidios y se sentó ante su escritorio con una taza de café. Ante sí había un portafolio con el material de la investigación. En la parte superior aparecía la carpeta con las copias de las anotaciones que el joven asesino había escrito a diario, donde describía cómo había planeado los asesinatos.
David Mattson vivía con su novia y un gato en un piso en una de las barriadas del norte de Estocolmo. Estudiaba economía en la universidad, pero no iba bien en los estudios. El último semestre faltó a clase más veces de las que asistió. Ella se quedó profundamente conmocionada cuando supo que su novio David era el autor del asesinato de los dos galeristas. Según ella, su novio era la persona más cariñosa y buena que uno podía encontrar.
Todo empezó un día del otoño pasado, cuando David oyó por casualidad una conversación entre sus abuelos. El tema era la adopción de Erik. Para David aquello fue como un jarro de agua fría. Quienes durante toda su vida había pensado que eran sus abuelos, no lo eran. No los de verdad. Los auténticos estarían en algún lugar, pero nunca se dieron a conocer. Cuando supo la verdad, fue sencillo enterarse del resto.
A David le pareció una infamia que Hugo Malmberg hubiera dado a su hijo en adopción el mismo día de su nacimiento. El hecho de que, además, fuese rico y pudiera despilfarrar su dinero, mientras que Erik tenía serias dificultades para pagar sus cuentas, no hizo sino incrementar su odio.
Empezó a espiar a Hugo Malmberg. Lo siguió hasta la galería, cuando daba vueltas por el centro y cuando iba al gimnasio. Enseguida comprendió que su abuelo era homosexual.
Las anotaciones revelaban cuál fue el terrible acontecimiento que desencadenó toda la historia. Una tarde de noviembre, David espió a su abuelo biológico hasta un club subterráneo para homosexuales. Allí presenció cómo Hugo Malmberg junto a Egon Wallin se beneficiaba de los servicios sexuales de su propio hijo, ignorante del parentesco.
Sólo David era conocedor de esos hechos. En un par de segundos comprendió lo que había visto. Unos segundos que lo convirtieron en un asesino.
En la investigación salió a la luz que Egon Wallin y Hugo Malmberg no sólo habían mantenido una relación, sino que en muchas ocasiones pagaron los servicios de hombres que se prostituían. De ahí la renuencia de Malmberg a reconocer ante la policía que conocía a Egon Wallin de algo más que de los negocios de arte, pensó Knutas. Por eso, cuando él le preguntó, tampoco quiso reconocer que su colega de Gotland era homosexual.
Al parecer, el origen de los asesinatos había que buscarlo en la relación complicada y casi reverente que David tenía con su padre, Erik. Por las detalladas descripciones encontradas en el diario, Knutas comprendió que David siempre quiso a su padre, a quien había idealizado. Al propio tiempo, parecía que añoraba a un padre que no existía. Un padre como el que vio que tenían los demás, capaz de darle apoyo, consuelo, confianza, cariño y seguridad. Aquella añoranza era muy fuerte en David, y por eso no pudo liberarse de Erik.
El deseo de hacer feliz a su padre, de ordenar su vida, de que estuviera contento, estaba presente en todo el diario. David quizá esperaba que su padre pudiera darle entonces lo que necesitaba.
El robo de El dandi moribundo no fue sino pura locura. Pero, a los ojos de David, aquello era una manera de desagraviar a su padre.
El hecho de que quisiera dejar clara la relación por medio de la escultura, lo interpretó Knutas como una prueba de que, en el fondo, David Mattson quería que lo descubriesen, que todo el mundo viera y comprendiese el sufrimiento que lo embargaba. Eso contribuyó también en gran medida a que expusiera a sus víctimas del modo en que lo hizo. En definitiva, todo había sido un asunto de venganza y reparación de los agravios del pasado.