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Willie puso en marcha el coche de Kate, encendió la radio y buscó algo con lo que distraerse.

Babyface, cantando suavemente una ñoña balada de rhythm and blues sobre hacerse padre.

Aquello bastó para que Willie pensara en el padre al que nunca había conocido. ¿Cómo era? ¿Sabría dibujar? Willie nunca se lo preguntó a su madre -ella no tenía ni idea de dibujar-, pero suponía que de alguien lo habría heredado. Willie sintió las lágrimas en las mejillas… ¿por Elena o por el padre al que no había conocido?

Babyface pasó a un falsete muy agudo, pero la letra dejó de tener sentido.

Le sobresaltó el ruido de un teléfono de la policía. Un poli en un coche patrulla, junto a él, ofreciendo los detalles:

– Mujer, hispana, heridas de arma blanca…

– Perdón. -El hombre le clava una mirada asesina a la mujer hispana que está junto a él. Cada vez que ella se estira para ver mejor la escena del crimen, le clava en el muslo el bolso de paja.

– Qué emocionante, ¿no? -dice ella mientras observa la escalera de la casa de vecinos, a los polis y a los técnicos entrando y saliendo, asintiendo luego hacia los coches de policía y la ambulancia y los vehículos del equipo Escena del Crimen que abarrotan la calle, cuyas sirenas aportan una especie de banda sonora aguda de películas de degolladores a la escena del crimen, ya de por sí cinematográfica.

– ¿La muerte de una chica? ¿La vida perdida de una joven? ¿Le parece emocionante?

Los ojos oscuros de la mujer hispana parpadean teñidos de vergüenza.

– Oh -dice en voz baja-, no sabía que fuese una chica. Una joven. -Luego, suspicaz, pregunta-: ¿Cómo lo sabe? ¿Vive en el edificio?

La mujer lo mira entornando los ojos, pero él ya no le hace caso, porque justo entonces, cuando ella formula esa pregunta estúpida, se pone tenso, y los ojos, las orejas, todos y cada uno de sus músculos se centran completamente en las escaleras de piedra rojiza. Justo entonces, Kate sale por la puerta y, en silencio, casi imperceptiblemente, salvo para él mismo, jadea.

«Magnífico.» Observa, petrificado, mientras Kate enciende un cigarrillo con torpeza, aspira toda la nube de alquitrán y la nicotina en sus pulmones, donde él cree que puede ver realmente cómo le cubre los órganos, le dificulta los latidos del corazón, apacigua la adrenalina que le fluye por las arterias.

Retrocede un par de pasos y deja que la muchedumbre ansiosa de emociones le haga de escudo.

«Bueno, ¿qué te parece?» Intenta telegrafiarle la pregunta a Kate y se concentra tanto que empieza a dolerle la cabeza.

Kate le dio una calada al Marlboro, con los ojos puestos en la multitud, pero sin mirar. Si al menos recordase todo ese rollo policial sobre que los psicópatas disfrutan formando parte de la escena del crimen, que les gusta acercarse cuanto pueden y se sulfuran viendo cómo los demás arreglan su desaguisado.

Y entonces lo hizo.

Como cuando se acciona un interruptor, la nube se alejó de los ojos de Kate. Recorrió la multitud con la vista. Pero ya era demasiado tarde.

Él ya ha desaparecido, la muchedumbre lo ha engullido. Ya no la ve. Pero no pasa nada. Tiene que ponerse en marcha. La sensación vuelve a apoderarse de él, esta vez con más fuerza aún. Y el hombre está esperando. Si supiera lo que le espera.

– Mierda -dijo Kate apagando el coche-. Vas a gastar la batería. Por Dios, Willie.

Willie abrió la boca como para decir algo, pero no articuló sonido alguno. Parecía que rompería a llorar de un momento a otro.

– Oh, joder. Lo siento. -Kate se sintió fatal.

Una parte de ella tenía ganas de abrazarle y llorar durante el resto de su maldita vida. Pero no podía correr ese riesgo. No en ese momento, no delante del edificio de Elena, rodeados de una docena de coches de la policía y tres docenas de polis. Y no si pensaba investigar lo suficiente como para obtener algunas respuestas.

– Tendrás que prestar declaración -dijo mientras apretaba el encendedor del coche y sacaba un Marlboro de la cajetilla.

– ¿De qué estabais hablando tú y el gilipollas ese de la pajarita?

– De tu declaración, nada más. -El encendedor resplandeció como un trozo de carbón al rojo vivo. Kate inhaló e introdujo más humo en los pulmones.

Un par de uniformados se dirigieron hacia el coche.

– Todo saldrá bien -dijo Kate inclinándose sobre Willie y abriéndole la puerta-. Cuéntales la verdad.

– ¿No vienes conmigo?

– Tengo que ocuparme de algo. -Respiró hondo-. Algo que tengo que… necesito hacer.

Willie la acusó con la mirada de abandonar el barco que se está hundiendo y Kate se sintió así.

– Eh -le dijo en voz baja mirándole a los ojos-. No pasará nada. Llamaré a Richard y le diré que vaya a buscarte a la comisaría.

Willie ni siquiera la miró mientras salía del coche.

Kate le dio al contacto, aceleró y luego bajó la ventanilla.

– Willie. Espera. -Le tendió un par de pañuelos de papel-. Límpiate la sangre de las zapatillas.

– Eh. -Mead dio unos golpecitos en el parabrisas y una especie de gruñido se adueñó de sus labios finos-. ¿Adónde va?

– Tengo que ver a alguien -dijo Kate.

– ¿Ah, sí? -El gruñido de Mead se transformó en un amago de sonrisa-. Bueno, ya lo verá más tarde. Ahora tendrá que acompañarme.

5

«Torcido. El maldito cuadro está torcido.» William Mason Pruitt sujetó la esquina del objeto entre el pulgar rollizo y el índice. Si había algo que no soportaba eran las cosas fuera de sitio, sobre todo uno de sus queridos cuadros. Retrocedió unos pasos, exhaló una bocanada de humo del puro de cuarenta dólares, evaluó el paisaje bañado por el sol de Monet -uno de los últimos cuadros del maestro, de Giverny- que había comprado al Museo de Arte Metropolitano de Nueva York hacía, ¿cuánto tiempo?, unos seis o siete años. Por aquel entonces estaba en el consejo de administración del museo y consiguió un precio excelente porque el museo necesitaba dinero con urgencia. ¿Y qué si el trato no había sido aprobado por la totalidad del consejo? Por Dios, ni que hubiera colocado dinamita en la planta baja del museo. Después de aquello, lo mejor fue dimitir para evitar un escándalo.

«Panda de estirados», pensó.

Se rió y agitó la mandíbula. Se rió porque suponía que la mayoría de las personas pensaba que el estirado era él.

«Si supieran la verdad.» Otra risa, esta vez desde la tripa que le colgaba por encima de los pantalones color beige de Burberrys.

Un gusto ecléctico, eso era lo que él tenía. Como su predilección, aunque algunos lo llamaran debilidad, por el arte clásico.

Tardó un par de minutos en quitar la cinta de embalaje con sus dedos torpes; otro minuto para la protección de burbujas. Los ojos se extasiaron con el delicado grabado que había en el fondo de pan de oro que rodeaba las cabezas de la Virgen y el Niño. Esta vez había sido una pequeña rectoría de la Toscana la que estaba necesitada de dinero. La pena era que los aguafiestas de las autoridades italianas ya no consintiesen la venta de las antigüedades del país. Claro que ése era su problema.

Pruitt se acomodó en la silla giratoria de cuero, le dio una calada al habano liado a mano y exhaló varias nubecitas de humo hacia el techo enlucido y ornamentado de su sala favorita: la biblioteca. Era una estancia masculina, todo en cuero oscuro y caoba. ¿Qué era lo que había dicho de su biblioteca y de todo su apartamento de Park Avenue esa chica que se creía tan importante e inteligente? «Sacado de un decorado» o algún otro comentario despectivo. Al principio, le había gustado su actitud agresiva. Pero no duró mucho. Ella prácticamente le había suplicado un poco de violencia, pero luego no le había gustado. Mala suerte.

Pruitt alzó el pequeño retablo hacia la luz ámbar de una antigua lámpara de latón y observó el manejo del pincel y el delicado color. Pruitt apreciaba el esmero, la atención al detalle. Ya nadie tenía principios. Al menos en su museo, el Contemporáneo, ni sus conservadores, desde luego, ni ninguno de los pesados miembros del consejo de administración, sobre todo el señor del Rolex de diez mil dólares, Richard Rothstein. ¿Cuándo dejarían de alardear? No a corto plazo, eso lo tenía claro.