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Tras envolverlo de nuevo con papel de burbujas, Pruitt introdujo el pequeño retablo del siglo XV en el fondo del último cajón del escritorio americano del siglo XVII. Todavía no había decidido qué haría con él, conservarlo o… Bueno, ya se vería. Se puso de pie, sintiendo el efecto de los dos o tres martinis diarios, el foie-gras al menos una vez por semana, las trufas negras cuando era temporada, blini y caviar con la mayor frecuencia posible. Se dio una palmadita en la barriga, justo debajo de la camisa de rayas diplomáticas rosa y blanca hecha a medida. ¿No debería ponerse a régimen?

Se había quitado todo salvo los calzoncillos blancos y los calcetines negros, pero la báscula del baño confirmó las malas nuevas. «Tendré que prescindir de los blini durante una temporada.» El ceño fruncido de Pruitt se reflejaba en el espejo con marco de mármol del baño. Se aproximó para observar las venas rojo azulado que se entrecruzaban en el extremo de su protuberante nariz. ¿Debería quitárselas con láser?

Quizá. Se puso un poco más de colonia de agua de rosas. Se había entretenido demasiado con el retablo y cavilando sobre su peso y ya no le quedaba tiempo para darse un baño. Bueno, ya se bañaría cuando volviera a casa. Esa noche le esperaba la marcha desenfrenada en el Dungeon. Entrada por invitación. Se moría de ganas de que llegara la hora.

Mientras elegía una camisa limpia, de color azul pálido con las siglas WMP bordadas en el bolsillo superior, Pruitt pensó en las buenas nuevas que le habían comunicado ese día: finalmente, Amy Schwartz había presentado su dimisión. Y ya era hora, sobre todo teniendo en cuenta que Pruitt le había hecho la vida imposible en el museo desde que la habían nombrado presidenta del consejo. Ahora podría elegir al director, que, desde luego, no sería Perez, ese hispano arribista, ni tampoco Schuyler Mills. A Pruitt le daba absolutamente igual que Mills hubiese trabajado diez, veinte o dos mil años de conservador.

Por supuesto, Pruitt sabía que algunas personas se preguntaban qué hacía él en una institución como el Museo de Arte Contemporáneo. Pero le había tomado cariño a la nueva zona de influencia, pensaba que quedaba bien con la imagen más moderna que estaba construyendo. Claro está que la mayor parte de lo que se consideraba arte no era más que mierda. Su buen amigo el senador Jesse Helms estaba metido en algo, eso seguro. Pero Pruitt no estaba allí por eso.

Tras terminar el nudo Windsor de la corbata de Yale, observó su sonrisa de satisfacción reflejada en el espejo del antiguo armario de nogal. Al fin y al cabo, allí estaba, presidente del consejo de administración del museo más in de la ciudad, tesorero de la fundación formativa Hágase el Futuro y comprador de la clase de obras que casi nunca se ven fuera de las instituciones de arte más veneradas. Se ajustó la corbata debajo de la papada. Sí, a veces la vida era dulce.

En la sala de interrogatorios gris y sin ventanas uno perdía la noción del tiempo.

Kate consultó la hora. Casi las diez de la noche. ¿Era posible? Podrían pasar días. Semanas. Kate tenía la sensación de que el tiempo se había roto, de que ese día dividiría su vida en dos partes: antes de la muerte de Elena y después.

No obstante, logró hacer lo que se le exigía: seguir a los polis hasta la comisaría de la Sexta, repetir la declaración, firmar impresos.

Contempló el espejo. Durante unos instantes, le sobresaltó su propia imagen. ¿Estaba de veras allí, en una comisaría, como testigo de un crimen? Sabía que, seguramente, los polis estarían al otro lado del espejo observándola. Después de todo, ése había sido su papel durante diez años, la poli al otro lado del espejo, juzgando, observando cualquier gesto, sopesando la culpabilidad o inocencia de alguien.

Kate se colocó el pelo detrás de las orejas, pero se dio cuenta de que no era un gesto natural. Se sentía desplazada, alienada y, al mismo tiempo, extrañamente a gusto. Conocía a la perfección la vida en comisaría, la teatralidad, la mezquina competitividad por el poder, el compañerismo de los días buenos frente a los malos. Y, no obstante, en aquellos instantes, todo aquello, incluidas las anodinas paredes beige y los malditos fluorescentes, le resultaba… tranquilizador. Podría haber sido la vieja comisaría de Astoria.

Otro vistazo al espejo. Allí estaba todo, justo delante de ella, un cuadro cuidadosamente pintado, como un arrepentimiento, pensó Kate, la pintura original comienza a tornarse visible; el elegante barniz de la última década apenas había disimulado todos los años de vida dura. Kate se miró con aires de complicidad. ¿A quién intentaba engañar? Sólo tenía que quitar la primera capa para que todos vieran la verdad: la agresividad, la poli, la chica de Queens.

¿La estarían observando? Era imposible que sospechasen de ella. Aun así iban a hacerla esperar y responder las mismas estúpidas preguntas. Lo sabía. Formaba parte de la rutina. Así se hacían las cosas. Siempre se habían hecho así: formular la misma pregunta una y otra vez, ver si el testigo se viene abajo, si un sospechoso cambia la versión de los hechos. Pero ya estaba harta. Y ¿dónde cono estaba Richard?

La puerta se abrió de par en par. Mead consultó el bloc.

– Ha dicho que habló por última vez con la chica…

– Mire -dijo Kate-, ya se lo he dicho al otro poli. Varias veces. Y estoy cansada. -Miró a Mead de hito en hito-. Y ¿dónde está Willie?

– Todavía están repasando los hechos con el señor Handley. Quiere que lo hagamos bien, ¿no?

– Por supuesto -replicó Kate-. Pero es hora de que Willie y yo nos vayamos a casa.

– Sólo unas preguntas más. -Mead chasqueó la lengua-. Ha dicho que llegó al apartamento de la víctima a eso de…

– Esa información está en la declaración.

Mead echó un vistazo a la página.

– ¿Y Handley llegó antes que usted?

– Detective, le seré franca. Ya he respondido todas esas preguntas. Como he dicho, están en la declaración. Le agradecería que la leyera y así todos nos ahorraríamos bastante tiempo.

– Pero preferiría que me lo dijese en persona.

– Bueno, pues yo preferiría irme casa. -Kate abrió el móvil y marcó un número-. Soy yo, Kate Rothstein. Siento llamar tan tarde, pero… Oh. Ya lo sabes… -Se le apagó la voz-. Sí, estoy aquí, en la comisaría de la Sexta, respondiendo preguntas. Pero… ¿qué? Sí. Está aquí. -Le pasó el móvil a Mead y añadió-: La comisaria Tapell quiere hablar con usted.

– ¿Sí, comisaria? -Los ojos de Mead miraban aquí y allá, hacia el techo y hacia el suelo, a cualquier lugar menos a Kate-. Esto… Sí. Esto… -Su cuerpo pareció caerse hacia la pared, como si los músculos no quisieran cumplir con su función-. De acuerdo. -Se pegó el móvil a la oreja-. Esto… sí, sí. -Suspiró y colgó-. Tapell dice que debería ir a verla de inmediato.

– ¿Qué hay de Willie?

– Puede volver a casa.

– Quiero que un uniformado lo lleve.

Mead asintió, sin mirarla.

Una vez más, Kate había logrado seguir los pasos necesarios: conducir hasta la autovía del West Side, tomar la salida, detenerse en los semáforos, abrir la cartera, sacar el carné de conducir del estado de Nueva York y enseñárselo al guardia uniformado apostado frente a la casa de piedra rojiza de Tapell en el West Side.

Estaba sentada al volante, con la cabeza apoyada en el reposacabezas acolchado, los ojos cerrados y el rostro bañado en lágrimas mientras recordaba una serie de imágenes: la cara de una aguerrida niña de doce años que le había conquistado el corazón; fragmentos de conversaciones durante muchísimas cenas; las dos discutiendo como cualquier madre e hija sobre la utilidad de un abrigo de algodón fino en medio de Urban Outfitters; la graduación de Elena en la escuela de artes escénicas Juilliard; y, otra vez, la actuación de Elena en el museo hacía menos de una semana.