Kate se atragantó de tanto llorar y sintió que un hierro candente marcaba a fuego el delicado músculo del corazón. Sin embargo, una vez más, logró sobreponerse, se secó los ojos rojos con un pañuelo de papel, se retocó el pintalabios y puso un pie delante del otro.
Al cabo de unos minutos estaba dentro de la casa, esperando, observando las estanterías de suelo a techo llenas de revistas de derecho, monografías y todos los libros de criminología habidos y por haber. Cientos.
A Kate le parecía que la librería encajaba perfectamente con Tapell. ¿Cómo había oído llamar a la comisaría últimamente… la imperturbable Tapell?
Joder, ¿qué esperaban de una jefa de policía, una buenaza cariñosa? Ya en Astoria, cuando Tapell dirigía la comisaría y Kate era una de las polis, Tapell se entregaba en cuerpo y alma al trabajo. Las dos habían congeniado de inmediato. Quizá las dos intuyeran que llegarían lejos, que Astoria sólo era un trampolín. Tapell no tardó en dirigir el Departamento de Policía de Nueva York en Queens y, al cabo de unos años, el Departamento de Operaciones de Manhattan. Para entonces, Kate ya había abandonado el cuerpo y había comenzado a mover los hilos en el círculo de élite de Nueva York, en el que figuraba el alcalde. Cuando un escándalo de polis sobornados acabó con el antiguo comisario y sus acólitos, Kate recomendó a Tapell para que ocupase el cargo.
La puerta del despacho de la comisaria se abrió. Dos hombres corpulentos con trajes que les quedaban mal -detectives, supuso Kate-, flanqueaban a la comisaria.
Kate observó las dimensiones esculturales de Tapell como si fuera la primera vez que la veía: casi tan alta como ella; espalda ancha acentuada por las hombreras del traje de espiga; piernas robustas, aunque no muy torneadas, con unas medias transparentes. Su rostro era una conjunción de ángulos: pómulos marcados; mentón prominente; una frente elevada realzada por un cabello salpicado de canas y recogido en un moño. Tenía la piel de un tono siena oscuro y prácticamente sin arrugas a sus cincuenta y un años. Aparte del pintalabios marrón rojizo que destacaba sus labios esculpidos, resultaba difícil discernir si llevaba maquillaje o no. Clare Tapell, la primera mujer que había ocupado el puesto más alto de la policía de Nueva York, y afroamericana, no era lo que se dice guapa, pero sin lugar a dudas llamaba la atención.
Tapell estrechó con fuerza la mano de Kate.
– Lo siento -dijo. Hizo un gesto con la cabeza a los agentes, quienes se marcharon de inmediato-. Una reunión de última hora -informó-. Han disparado a un hombre que estaba en una cabina telefónica desde un coche en marcha, en la parte alta de Madison Avenue, nada menos. -Se calló, sin soltar la mano de Kate, mirándola de hito en hito-. Kate, siento mucho lo de… tu Elena. -Las paredes de la sala hicieron resonar las palabras en los oídos de Kate: «tu Elena tu Elena tu Elena…»-. Y también lo siento si la policía te ha hecho pasar un mal rato. Hablaré con Randy Mead.
Kate se encogió de hombros.
– No pasa nada. Sólo hacía su trabajo. Me había hartado, eso es todo.
Tapell asintió.
– Le diré que ponga a trabajar en el caso a sus mejores hombres. A veces Mead es un poco payaso, pero es lo bastante listo como para haberse hecho cargo del equipo especial de homicidios a los treinta y seis años, lo cual no está nada mal. Hará bien su trabajo.
– Quiero formar parte de la investigación -dijo Kate.
Tapell se dispuso a replicar, se lo repensó, cruzó la habitación, pasó la mano por el revestimiento de paneles de madera. Al volverse, tenía el rostro desdibujado por el dolor.
– No creo que sea posible, Kate.
– Todo es posible, Clare. Tú, más que nadie, deberías saberlo. -Kate la miró de hito en hito-. Fui policía, bajo tu tutela, ¿lo recuerdas? Y muy buena, joder.
– Lo sé -dijo Tapell-. Pero eso fue hace mucho. Ahora eres la señora Kate Rothstein, una conocida experta en arte que se codea con la alta sociedad, filántropa, y, por lo que a mí se refiere, uno de los mejores atributos de la ciudad. ¿Cómo podría justificar tu participación en el caso?
Kate se hundió en el sofá de cuero, sintiendo que la adrenalina comenzaba a abandonarla. Cerró los ojos; el rostro ensangrentado de Elena le guiñó el ojo detrás de los párpados.
– Allí había algo -dijo-. Sé que suena extraño…, pero había algo familiar.
– ¿Como qué?
Kate cerró los ojos, intentó visualizarlo de nuevo -la habitación sobria, los cojines en el suelo, el cuerpo de Elena-, pero en esta ocasión la imagen no se presentó.
– No lo sé. Ahora no lo veo, pero…
– Estás demasiado involucrada emocionalmente, demasiado apegada a la víctima, Kate.
– ¡Y una mierda! Me apegué a la mitad de los niños desaparecidos a quienes encontré, y lo sabes.
– Después de haberlos encontrado -dijo Tapell.
– Mis sentimientos, mis emociones, me ayudaron a encontrarlos -dijo Kate-. Y en esta ocasión también tengo una intuición.
Tapell se sentó al otro lado de la sala y entrelazó los dedos.
– Mira, Kate, me gustaría ayudarte, pero tendrás que ofrecerme algo más que una intuición si quieres asesorar durante el caso. -Negó con la cabeza y se incorporó-. Hazte un favor, Kate. Vuelve a casa con tu maravilloso esposo y dile que la comisaria ha prometido ocuparse de todo esto… y lo haré. -Tomó la mano de Kate entre las suyas. Su mirada era comprensiva y cálida, pero tenía las manos frías-. Vete a casa, Kate.
El hielo del segundo vaso de whisky escocés de Richard Rothstein se había derretido. Miró la esfera iluminada de su reloj: las doce y veinte. Estaba cansado, inquieto.
Se preguntó si en el restaurante le habrían dado su recado a Kate, y si ella estaría molesta. Seguramente, le habría llamado al móvil, el que estaba recargando en esos momentos porque la batería se había agotado hacía unas horas.
Se acercó a las ventanas. Abajo, en alguna parte de Central Park West, resonó una sirena. Las farolas iluminaban los árboles que señalaban el final del parque y arrojaban luz sobre Strawberry Fields. Al otro lado del parque, los tejados abuhardillados y ornamentados de los hoteles de la Quinta Avenida dibujaban una geometría caprichosa contra el cielo oscuro.
De todos modos, sabía que aunque Kate estuviera enfadada con él le perdonaría que no hubiera acudido. Kate, pensó, le perdonaría casi cualquier cosa.
Richard se acabó el whisky aguado y apretó el interruptor de una lámpara modernista en zigzag. Arrojaba una luz amarillenta sobre una de sus adquisiciones más recientes, una máscara de Costa de Marfil, por la cual había pujado más que el Museo de Arte Africano. La máscara quedaba perfecta junto al Picasso de un solo ojo, un autorretrato esbozado por el artista en 1901.
Justo cuando se preguntaba cómo era posible que una actuación en el East Village se prolongase más allá de la medianoche, oyó el ruido de la puerta principal.
– ¿Kate? -dijo en voz alta, y luego escudriñó el pasillo oscuro y vio a su esposa apoyada en la pared-. ¿Querida? ¿Qué pasa? -preguntó mientras se acercaba a ella.
– Oh, Richard… -Por primera vez en varias horas, la voz se le quebró. Se desmoronó sobre su esposo sin dejar de sollozar.
Richard dejó que llorara. Durante todos los años que habían vivido juntos, casi nunca la había visto llorar. Sí, después de los abortos espontáneos, y cuando supieron a ciencia cierta que no tendrían hijos, entonces sí había llorado. Pero ni siquiera entonces de este modo. Le acarició el pelo, la condujo lentamente hasta el salón, luego hasta el sofá, donde aguardó sosteniéndole la mano contra su pecho.