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Finalmente, Kate le contó lo de Elena.

– Oh, Dios mío. -Richard retrocedió como si le hubiesen golpeado y Kate comenzó a sollozar de nuevo. Pasaron otros diez minutos antes de que se calmara y le explicara el encuentro con Tapell.

– ¿Formar parte de la investigación? ¿Es que te has vuelto loca?

– Sé que parece una locura, Richard, pero… tengo que hacerlo.

Richard la miró con incredulidad mientras se dirigía hacia el bar de caoba tallado a mano. Mezcló ginebra y vermú para Kate y se sirvió más whisky. Se pellizcó el puente de la nariz y frunció el ceño.

– ¿Acaso no lo dejaste por un motivo, Kate? Creía que no querías saber nada más de la policía.

– Es verdad, pero… -Kate intentó ordenar sus ideas, tarea nada fácil porque los ojos azules de Richard, tan dulces apenas hacía un momento, la miraban con absoluta incredulidad-. Voy a necesitar todo tu apoyo.

Richard vaciló durante unos instantes, luego cerró sus dedos en torno a los de Kate.

– Claro. Cuenta conmigo.

Se mantuvieron en silencio bajo la tenue luz del salón, y entonces Kate recordó que había estado intentando localizarlo durante varias horas.

– ¿Dónde estabas?

– ¿Cuándo?

– ¿Esta noche?

Richard titubeó antes de responder.

– En el despacho y luego con unos clientes. Además, la batería del móvil se me ha descargado. Por Dios, lo siento mucho, cariño. Si lo hubiera sabido…

– Te necesitaba a mi lado para que los polis me dejaran en paz.

– ¿Te han molestado mucho? -Los ojos azules de Richard se tiñeron de ira.

– No. No. -Cerró los ojos. Entonces volvió a ver la cara de Elena, destrozada, abotagada.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Kate negó con la cabeza y susurró-: No. -Se apoyó en su esposo y dejó que la condujera hasta el dormitorio.

– Túmbate, querida. -Richard la empujó suavemente por los hombros hacia la cama.

Kate le miró a los ojos.

– Te quiero, Richard.

– Yo también. -Le tomó la mano y se la apretó.

Kate se dejó caer en la enorme cama blanca y cerró los ojos. Se imaginó a Mead con su estúpida pajarita de estampado de cachemira. «Quien encuentra el cadáver suele ser el autor del crimen.»

En ese caso había errado por completo. «Pero, entonces, ¿quién? Y, ¿por qué?», se preguntó.

6

Dos terribles días en los Hampton. Kate nunca sabría cómo era posible que Richard la hubiera convencido de que le vendría bien marcharse unos días y pasear por la playa paradisíaca enclavada junto a las dunas de su casa de East Hampton. Cuando no estaba llorando, la cólera la consumía. Otro día más allí y habría empezado a disparar contra los granjeros del mercado local.

Dos días. ¡Dos días! Mierda, conocía perfectamente el valor del tiempo en la investigación de un asesinato. Aunque Richard había insistido en que poco o nada podría hacerse durante el fin de semana, a Kate le preocupaba que, a pesar de la promesa de Tapell, nunca se hiciese nada. Era la clase de caso que no trascendía lo más mínimo a no ser que alguien presionase, y mucho.

Al menos, una vez en Manhattan, se sentiría más activa.

Después de que Richard se hubiera marchado al despacho -ella le había asegurado que estaría bien-, Kate había comenzado a organizar su pequeño estudio, apilando de forma metódica los documentos que habían estado esparcidos por el escritorio de madera de estilo Biedermeier. Primero, la investigación sobre historia del arte. Copias impresas de todas las conferencias que había dado, decenas de reproducciones con notas escritas a mano, revistas de arte, publicaciones periódicas y revistas, y cientos de postales de arte. Gracias a Dios que tenía el armario archivador. No es que pensara organizar todo aquello, pero al menos era un lugar idóneo para guardarlo.

Sin embargo, ¿qué hacer con una década de información de todo tipo? Una carpeta sobre los mejores restaurantes de Nueva York con los nombres y el número de teléfono de todos los maîtres, una lista de empresas de catering para cualquier posible eventualidad, información sobre las mejores floristerías de Nueva York y de las principales ciudades de Estados Unidos, catálogos de invernaderos suramericanos especializados en orquídeas de venta por correo, artículos y recortes sobre los más destacados viñedos nacionales y franceses.

Todo aquello parecía completamente absurdo. Tiró los papeles a la papelera de plata antigua, uno de los muchos regalos que Richard le había hecho cuando montó el estudio. Había sido después de su segundo aborto espontáneo, después de que los globos mimeografiados en las paredes y las nubes blancas pintadas en el techo fueran tapados con látex y la cuna devuelta para siempre.

¿Qué era lo que le resultaba familiar de la escena del crimen de Elena? Kate cerró los ojos e intentó reconstruirla, pero fue en vano.

Se centró en las dos cajas de cartón repletas de libros que habían estado apiladas en un rincón durante años, y eligió La máscara de la cordura, de Hervey Cleckley, Los trastornos mentales y el crimen, de Sheilagh Hodgins, y La psicopatía, de Robert D. Hare. Desempolvó la portada de Delito y psique, de David Abrahamsen, lo hojeó, vio sus propios Postit amarillos y descoloridos y las notas garabateadas en los márgenes. Sin duda alguna, habría nuevos hallazgos, nuevos estudios. Habían pasado diez años desde la última vez que miró esos libros.

Tenía que llamar a Liz. Si había alguien que lo supiera, ésa era Liz.

Por supuesto, Liz estaba mucho más interesada en el estado de ánimo de Kate que en ayudarla en asuntos de criminología. Pero Kate no soportó más de cinco minutos de preguntas sobre cómo se encontraba. Otro segundo más y sabía que se vendría abajo.

– Basta -dijo finalmente-. Finjamos que estoy bien, ¿vale? -Luego, en voz baja, añadió-: Tengo que sentirme útil, Liz.

– ¿Crees que es una buena idea?

– Seguramente no. Pero ¿qué puedo hacer?

– ¿Dejar que la policía se encargue del caso?

– No pedí que esto volviera a aparecer en mi vida, pero, mierda, ha entrado arrastrándose por la puerta principal.

– Vale -dijo Liz, resignada-. ¿Qué quieres que haga?

– He redactado una lista. Supongo que con tu situación en el FBI conseguirás la información mucho más rápido que yo.

– ¿Qué clase de información?

– Estudios recientes sobre asesinatos sexuales así como las últimas novedades sobre crímenes violentos que puedan ayudarme a ver el caso con más claridad.

– Kate, ¿tienes idea de cuánta información sobre crímenes violentos ha generado Quantico en los últimos años? Suficiente para llenar la biblioteca del Congreso.

– Por eso te he llamado. Este fin de semana he hecho varias anotaciones sobre lo que vi en la escena del crimen de Elena. -Kate empleó los siguientes cinco minutos poniendo a Liz al corriente-. ¿Podrías echar un vistazo a través del Programa de Detención de Criminales Violentos y el Centro de Información Criminológico Nacional y ver qué resultados salen en el ordenador?

– Dices que no había indicio alguno de que fuera un robo. Tal vez fue un intento de violación.

– Aunque fuera cierto, Elena está muerta. Es un homicidio. -Respiró hondo.

– Cierto. Veré lo que puedo conseguirte.

Kate le dio las gracias a su amiga, colgó, rebuscó el tabaco en el bolso y encontró una cajetilla vacía. «Mierda.» Volteó el bolso: llaves, chicle, pintalabios, peine, un vaporizador relleno de Bal a Versailles, pañuelos de papel y una docena de cigarrillos, la mitad rotos; desparramó todo por el escritorio, junto con la fotografía en color.