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Esta vez, Kate la observó con detenimiento. Elena con birrete y toga, Kate a su lado; el día de la graduación del instituto, hacía cinco, no, seis años. Una fotografía familiar. De hecho, Kate creía que tenía una muy parecida.

En la biblioteca hojeó una docena de álbumes encuadernados en piel hasta que la encontró. Idéntica.

Intentó recordar aquel momento frente al Instituto George Washington. Un día soleado. La cámara de Elena. Richard tomó la fotografía. Elena le envió una copia. Bien. Entonces, la que tenía en la mano debía de ser la original. ¿La de Elena?

Kate acercó la lámpara de brazo a la instantánea. Habían aplicado una película fina, del color de la piel, sobre los ojos de Elena de modo que parecía tenerlos cerrados, como si estuviera ciega, muerta, como un cuadro surrealista y espeluznante de Dalí.

Kate, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, dejó caer la fotografía. Sin embargo, a los pocos segundos la estaba mirando de nuevo con una lupa. Sí, le habían pintado los párpados. Una obra minuciosa y detallista. Algo que debería analizarse en el laboratorio, aunque ahora las huellas dactilares ya se habrían emborronado. ¿Y en qué laboratorio? ¿A quién se la llevaría? ¿Y qué diría?: «Oh, esta fotografía apareció en mi bolso como por arte de magia y, fíjese, le han pintado los ojos a la chica, y, oh, sí, la chica está muerta.»

Sintió un escalofrío, como si una araña se arrastrase por su brazo. ¿O es que, sabiendo que alguien le había quitado la fotografía a Elena y la había puesto en su bolso, sentía miedo?

Kate sabía que algunos psicópatas sentían la necesidad de participar: estaban entre la multitud mientras la policía encontraba el cadáver, veían las noticias en la televisión para estar al tanto de lo que se decía de sus crímenes, tenían álbumes con recortes de periódicos. ¿Sería el asesino uno de ésos?

Kate tendría que contárselo a Tapell.

El teléfono la sobresaltó.

– Oh, Blair. -Kate no pudo disimular el hecho de que no estaba de humor para hablar con la copresidenta de las funciones benéficas.

– Kate, querida. No he dejado de dar vueltas en la cama todo el fin de semana. No he pegado ojo. He acabado con mis existencias de Valium. Estoy hecha un desastre. Oh, es terrible. Terrible, terrible, terrible. -Respiró hondo-. ¿Cómo lo llevas?

A Kate le apetecía decirle: «¡Esto no tiene nada que ver contigo, Blair! ¿Es que no lo comprendes?» Sin embargo, replicó con voz monótona:

– Supongo que voy tirando.

– Así me gusta, querida. Ésa es la Kate que conozco. -Se calló unos instantes-. Sabes que odio molestarte en un momento así, pero tenemos que atar un par de cabos sueltos. La función benéfica de Hágase el Futuro está a la vuelta de la esquina y todavía quedan muchos detalles por decidir.

Kate lo escuchó todo -la disposición de los asientos, los arreglos florales, las bolsitas de obsequios-, pero no registró nada en absoluto, no le importaba lo más mínimo. Desde luego, la función benéfica seguiría adelante, y otros chicos necesitaban su ayuda, pero ¡bolsitas de obsequios! Por Dios. Blair tenía suerte de que Kate no se le tirara a la yugular. Sí, era cierto, Blair había sido la primera en recibirla en la sociedad neoyorquina, con sus malos modales incluidos, en darle unos cuantos consejos prácticos, y la había apoyado cuando Kate eligió Hágase el Futuro, lo cual le otorgó una mayor distinción. Pero ¿arreglos florales? ¿En un momento así?

Ni hablar.

Daba igual el número de veces que Kate hubiera visto a Arlen James, porque el fundador de Hágase el Futuro siempre la impresionaba. Incluso apoyado en un bastón aquel hombre era inconmensurable.

De casi un metro noventa, el pelo completamente cano y ojos azules. El elegante traje de lana era inglés, los zapatos italianos, pero su pasado -hijo de un arrendatario pobre aficionado a construir aviones de modelismo que al hacerse mayor fundó una empresa de construcción de aviones y amasó una fortuna- era del todo americano. Sin embargo, Arlen James no era un capitalista al uso. Tenía conciencia y la ponía a trabajar. Hágase el Futuro era su compensación, su sueño de la infancia: dinero destinado a ofrecer enseñanza a cualquier niño pobre que la quisiera.

Hacía diez años, una lluviosa noche de sábado, apenas tres meses después de haberse convertido en la señora de Richard Rothstein, Kate había conocido a Arlen James en un cóctel. El lunes por la mañana ella acudió al despacho de James. El viernes ya estaba en South Bronx, caminando por la clase de séptimo curso, arrodillándose junto a los pupitres, preguntándole a cada niño qué le gustaría ser de mayor. ¿Las respuestas? Bueno, varios, Michael Jordan, pero a la mayoría de los niños aquella pregunta les desconcertaba. Hacerse grande ya era un auténtico reto. Por supuesto, Willie respondió. «Artista», dijo al tiempo que hacía un bosquejo con tanta fuerza que el lápiz se partió por la mitad. Elena también respondió. Kate esperó mientras la niña de doce años y ojos oscuros le daba vueltas a la respuesta.

– No lo sé -dijo finalmente mirando a Kate de hito en hito-, pero me gusta cantar y actuar.

Al final del día, había convencido a Richard para que adoptase a la clase entera, para ayudar a todos y cada uno de ellos durante el instituto y, con suerte, también en la universidad. La decisión cambió para siempre la vida de Kate.

Arlen James la rodeó con el brazo y Kate se sintió segura. Pero ése era todo el consuelo paternal que era capaz de aceptar. Los recuerdos de su propio padre la acosaron, las pataletas, las palizas. No quería pensar en eso en aquellos momentos. Se apartó.

– ¿Estás bien? -le preguntó con tacto.

Arlen asintió, aunque a Kate le preocupaba que no estuviera tan bien como aparentaba. Varias visitas recientes al médico y conversaciones sobre un marcapasos le habían hecho recordar, no sin dolor, la edad de Arlen, y el hecho inevitable de que ese hombre al que tanto quería no dirigiría la fundación eternamente.

– ¿Has visto esto? -Golpeó con tanta fuera el New York Post que el escritorio se movió.

¡JOVEN BECARIA ASESINADA!

James comenzó a toser y las venas de la frente formaron un relieve sobre el rostro enrojecido.

– Por favor, Arlen. Cálmate.

– ¡No me da la gana! -Abrió el Post-. Escucha esto… «La víctima, Elena Solana, era una estudiante de la fundación formativa Hágase el Futuro, creación del ambicioso filántropo multimillonario Arlen James.» -Negó con la cabeza-. ¿«Ambicioso»? ¿Yo? Y no soy multimillonario, por todos los santos. ¿De dónde sacan todas estas cosas?

– Da igual, Arlen. Sólo es un periodista…

– Y aquí dice… «La policía desconoce el móvil por el momento, pero parece el típico caso de mala suerte. Una de esas historias de Buscando al Sr. Goodbar. La mujer elige a un hombre. Al hombre equivocado.»

– ¿Qué? -exclamó Kate iracunda.

– Espera -dijo Arlen-. Eso no es todo. «El único sospechoso es otro estudiante de la fundación, pero su identidad no se ha revelado. El sospechoso ya no está detenido; la policía asegura que no hay pruebas suficientes para retenerlo. Una fuente policial no identificada ha sugerido que la fundación benéfica ha intervenido para proteger a uno de los suyos.»

– ¿«La fundación benéfica»? Déjame verlo. -Kate le quitó el periódico a Arlen de las manos y continuó con la lectura del artículo-. «¿O será posible que nuestro nuevo alcalde haya tapado el caso porque ha financiado la fundación como parte del presupuesto municipal?» -Kate arrojó el periódico sobre el escritorio-. ¡Por Dios!

Arlen James suspiró.

– Y he oído decir que esto no es nada comparado con lo que sale en el News.

ÚLTIMA ACTUACIÓN DE UNA ARTISTA DEL MUNDO DEL ESPECTÁCULO

«No es posible.» Kate pensó que los ojos le estaban jugando una mala pasada mientras observaba el Daily News sujeto en la parte superior del quiosco. Pero no, era verdad. En primera plana, nada menos. Quienquiera que dijera que una cultura recibe lo que se merece no andaba desencaminado.