Kate también sonrió. Sin embargo, en ese preciso instante la acosaron varias imágenes: fragmentos de cristal alrededor de los pies de Elena, el diseño geométrico del edredón del dormitorio, la sangre coagulada en el suelo de la cocina.
– Abrázame, ¿quieres?
Richard se incorporó de inmediato. Le rodeó los hombros con un brazo y la cintura con el otro. Durante unos instantes, Kate interpretó el papel de la niñita, un papel que había tenido que abandonar a una edad muy temprana. Por un momento pensó en enseñarle la escalofriante fotografía del día de la graduación, pero no, no en ese momento. No quería echarlo a perder.
Richard le acarició el brazo con los dedos.
– Si te pidiera que hiciéramos el amor, ¿te parecería raro? Quiero decir, ¿es demasiado temprano?
Él le tocó el culo juguetonamente.
– Nunca es demasiado temprano.
– Eres un tipo con clase, Rothstein. -Lo abrazó con fuerza-. Creo que necesito olvidarme de todo. -Le susurró al oído.
– Pues olvidémoslo -dijo Richard.
En el dormitorio, Kate pulsó el panel de mando musical, eligió a Barbara Lewis, su cantante favorita del sello Motown, y cantó al unísono Helio Stranger mientras se quitaba el jersey por la cabeza.
Richard seguía de pie. Se soltó el cinturón. Se bajó la cremallera y tiró de los pantalones, que se enredaron en los zapatos acordonados de cordobán.
– Creo que primero son los zapatos y los calcetines, y los pantalones luego. ¿Es que tu madre no te enseñó nada?
– De esto no. -Richard se rió, se desató los zapatos y los tiró al suelo.
Kate se quitó los pantalones de sport y se recostó sobre la nube blanca de almohadas.
– Estás guapísima -dijo Richard, con los calzoncillos y los calcetines marrones puestos.
– Y tú también. -Hizo una mueca-. Pero sin los calcetines.
Richard se arrancó los calcetines en un abrir y cerrar de ojos, le desabrochó el sujetador más rápido aún y le besó los pechos.
Barbara Lewis cantaba con voz suave que había pasado mucho tiempo desde la última vez.
– Estoy de acuerdo con Barbara -dijo Kate. Le levantó la cabeza a Richard con cuidado, lo miró a los ojos azules, lo besó en los labios.
La lengua de Richard se movió con suavidad dentro de su boca.
Kate cerró los ojos: una pantalla azul, violeta reluciente, luego roja. Richard tenía una mano en su pecho, jugueteando y endureciendo el pezón. El rojo pasó a color ciruela intenso, coagulado en forma de regueros verticales en el oscuro teatro de su imaginación. Un fogonazo… la luz estroboscópica de un fotógrafo. Blanco absoluto. Kate abrió los ojos compulsivamente. El rostro de Richard en primer plano: pestañas de medio metro, poros del tamaño de un cráter. Pero sus labios eran cálidos y su lengua no dejaba de danzar.
Kate volvió a cerrar los ojos. Oscuridad. Sí, así, eso es lo que quería. El vacío. Y el tacto. Sentirse viva. La mano de Richard le acarició el muslo, los dedos rozaron las bragas de encaje y luego se deslizaron por debajo.
Pero entonces la oscuridad se había iluminado. Primero ocre oscuro, luego siena, después el rosa grisáceo de los enfermos, que se transformó en un brazo, una pierna, una sobresaliendo, otra doblada; y alrededor, charcos de sangre tan rojos como tomates pasados, extendidos de tal modo que parecía que el corazón de ese torso profanado seguía latiendo. Kate se esforzó por escuchar la música, pero el ruido de los ventrículos y la aorta la ahogaban por completo, ¿o era el sonido de su propio corazón latiéndole en los oídos?
Richard estaba encima de ella, erecto, apretujado entre sus muslos, y sentía su cálido aliento en las mejillas.
Detrás de los ojos cerrados de Kate, las pupilas paralizadas de Elena no reflejaban nada.
Kate abrió los ojos de golpe. Un poco más allá de los hombros desnudos de su marido, las cortinas de hilo, apenas visibles, ondulaban como fantasmas. Se le cortó la respiración.
– ¿Estás bien?
– Sí -mintió y acercó más aún el cuerpo de Richard-. Estoy perfectamente.
Sí, no pasaba nada. No le pasaba nada. Mantendría los ojos abiertos, eso era todo. Escogería objetos en la oscuridad, los miraría hasta que las formas se tornaran visibles, claras: los antiguos tiradores de latón del armario; el frasco de Bal a Versailles que estaba sobre el tocador; el montaje de Willie: fragmentos de madera, alambres serpenteantes, empastes. Pero junto al cuadro una escultura abstracta de bronce oscuro pareció moverse sobre su base, luego se deslizó en forma de masa viscosa y avanzó rápidamente hacia el zócalo, donde se coaguló adoptando una forma vagamente humanoide. Una mujer con un traje pantalón marrón se materializó de la nada y apuñaló a la forma abultada con una mano enguantada.
Dio un grito ahogado cuando Richard la penetró. El cuerpo de él se movía con suavidad sobre el suyo y su pene era un pistón decidido.
Ojos abiertos. Cerrados. Abiertos. Cerrados. Ninguna diferencia. Regueros de sangre, fogonazos, bolsas para cadáveres.
Kate gritó.
Richard se detuvo en seco.
– ¿Qué pasa?
– Nada -replicó Kate abrazándose a él.
– ¿Estás segura?
– Sí. -Kate observó las pecas que Richard tenía en los hombros, los rizos detrás de las orejas; inhaló el olor de la loción para después del afeitado, cualquier cosa que exigiese su concentración; cualquier cosa que la hiciese sentirse viva.
7
Willie observó el remitente y abrió lentamente el sobre acolchado. Dentro había una hoja de papel blanco y un libro. Se fijó en la fecha: pocos días antes de la muerte de Elena.
Querido Willie:
Siento que nos peleáramos. Sabes que te quiero y te apoyo. Lo que te dije se debía a mi experiencia como mujer hispana, seguramente muy distinta de la tuya, aunque lo dudo (oh-oh, otra vez a las andadas. LO SIENTO). De todos modos, todo el asunto de los artistas de color es algo de lo que me gusta hablar (¡sólo tienes que pedirme que me calle!). Pensé que te gustaría este libro de poesía, es de Langston Hughes. Lee «Trabajo para inglés B». Trata el tema de la raza/color en relación con el arte. No sé si Langston Hughes está más a favor de ti que de mí, pero no importa. Ya nos habremos besado y reconciliado antes de que leas esto.
Te quiere, E.
Willie colgó la carta de la pared del estudio. Observó las letras hasta que se desdibujaron por culpa de las lágrimas.
La pintura se estaba secando en la paleta de cristal de Willie. Cogió una pizca de pigmento endurecedor con la espátula. Willie estaba seguro de una cosa: el arte era, y siempre lo había sido, su salvación. Lo había mantenido con vida durante todos los años que pasó en las viviendas subvencionadas, y volvería a salvarle. Sabía que eso sería lo que Elena le diría si estuviera allí. Sacó un largo pincel de cerda de un bote de café de Maxwell House y lo deslizó por la pintura roja de cadmio.
Pasaron varias horas… ¿cuántas? Willie no tenía ni idea. Estaba absorto en el cuadro. La imagen central de su última obra, la descomunal cabeza de un hombre sacada de la contraportada del libro de poesía de Langston Hughes, la había realizado de forma bastante tosca intencionadamente, pero el parecido era notable. Había pintado varios versos de «Trabajo para inglés B» en color aguamarina brillante en el rostro del poeta; alrededor de los mismos, y de la cabeza, había dibujado unas cuantas casas de vecinos con gruesas pinceladas blancas y negras.
El rap de Notorius B.I.G. le impidió oír el timbre de la puerta. La segunda vez que llamaron Willie pensó que sería algún gilipollas que pasaba por allí llamando a todos los timbres, en Manhattan casi nadie va a verte sin haber llamado antes. Pero el maldito timbre volvió a sonar, una pulsación prolongada seguida de cuatro entrecortadas. Willie dejó los pinceles en la paleta.