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– ¿Por qué no te tomas unos días de descanso? Ven a Queens. Le prepararé a Richie esos chiles que tanto le gustan.

– Gracias, tía Patty. Iremos, pronto -replicó Kate, pero ya no la estaba escuchando. Un titular en primera plana le había llamado la atención: «Famoso financiero hallado muerto.» -Tía Patty -dijo mientras se acercaba el Times-. Tengo que marcharme, pero te llamaré después. Y gracias.

Kate leyó por encima el artículo sobre la muerte de Bill Pruitt. Mencionaba su vinculación con Hágase el Futuro, su relación con varios clubes -Yale, Century-, el hecho de que era presidente del consejo del Museo de Arte Contemporáneo y que lo habían encontrado en la bañera. «¿La bañera? ¿Había sufrido un ataque al corazón?»

Llamó a Richard de inmediato. ¿Lo sabría? Dio unos golpecitos en la encimera, esperando, escuchando los tonos del teléfono. Richard estaba en los tribunales: la empresa de Wall Street que últimamente le había estado robando mucho tiempo. Los socios se demandaban los unos a los otros. Codicia contra Codicia, según Richard.

Kate retomó el artículo y, mientras buscaba detalles, sonó el interfono. Ryan, el joven portero, explicó que había un paquete para ella. Se lo subiría, le dijo con excesivo entusiasmo.

Los ojos de Ryan casi acariciaron los hombros de Kate. Se ajustó bien la bata.

Un sobre de papel Manila normal, a su nombre y sin remitente, sólo su nombre en mayúsculas en una pegatina autoadhesiva.

Dentro había una especie de collage del tamaño de una postal corriente, una mezcolanza de fragmentos coloreados y pegados. ¿La invitación para la exposición de algún artista? Kate le dio la vuelta. Nada. Si se trataba de una invitación, sin duda era enigmática. Pasó el dedo por la superficie, sintió los extremos recortados. Estaba hecho a mano. ¿Especialmente para ella?

Sintió un estremecimiento en las terminaciones nerviosas; no dejaba de ver la fotografía de la graduación. Se preguntó si existiría alguna relación. ¿Por qué le habían mandado eso? Lo dejó caer, lo observó revolotear hasta el suelo, luego lo recogió junto con la lupa que utilizaba para examinar los minúsculos detalles de las esquinas de los cuadros flamencos. Confirmó que se trataba de un collage, que los fragmentos eran de una fotografía.

Tras pasarse diez minutos forzando la vista Kate llegó a la conclusión de que se trataba de un cuadro, quizás una madona, a juzgar por los fragmentos de una cruz, pan de oro y un pecho.

Y conocía al hombre que la ayudaría a estar completamente segura.

Mientras iba en el taxi el corazón le latía con fuerza. Alguien le había enviado aquello, pero ¿por qué?

Con el collage guardado en el sobre -deseó no haberlo toqueteado por todas partes, pero ya era demasiado tarde-, Kate entró en la elegante casa de ladrillo unifamiliar en una travesía de Madison, en la Setenta y cinco. No necesita leer la pequeña placa de bronce. Ya sabía lo que estaba grabado: GALERÍA DELANO-SHARFSTEIN, un oasis de belleza y tranquilidad, un mundo de cuadros de primera y objetos de arte de primer orden.

La madera oscura y las alfombras orientales daban a la Delano-Sharfstein el ambiente de un museo pequeño e íntimo. Salvo que todo estaba a la venta.

En su época de estudiante Kate venía a la galería con cierta frecuencia. Fue durante la tercera o la cuarta visita que se le acercó un hombre bajito y compacto con un rostro finamente cincelado salvo por una más que llamativa nariz. Permaneció junto a ella durante unos instantes, observándola, supuso Kate, mientras ella, a su vez, fingía contemplar un retrato del siglo XVI.

– Exquisito, ¿no cree?

– Sin duda -dijo ella observando el elegante terno del hombre.

– No he podido evitar mirarla durante estos meses pasados. -La voz era culta, pero creada, pensó Kate; era algo de lo que estaba al tanto porque ella misma se había creado una. Le tendió una mano pequeña y perfecta.

»Merton Sharfstein.

– Oh -dijo Kate-. Es su galería. Encantada.

Y lo estaba. Después de que Kate le explicara que era una estudiante de historia del arte, él le ofreció una exclusiva visita guiada, no sólo de la primera planta sino también de las salas de exposiciones privadas de la segunda planta -normalmente reservadas para los clientes serios-, donde contempló un despliegue del mejor arte, con obras que no creía que existieran aparte de en los museos.

Kate se convirtió en una asidua de la galería y la atención continuada de Mert acabó teniendo su recompensa. Cuando Kate se casó con Richard varios años después, lo llevó a Delano-Sharfstein, y, aunque el principal interés de Richard era el arte contemporáneo, Mert le explicó que una colección de arte sin historia no era, ¿cómo lo había dicho?, «lo bastante importante para un hombre de su gusto, señor Rothstein». Oh, sí, a Mert se le daba muy bien. Richard soltó enseguida varios cientos de los grandes por un trozo de «historia».

– Joel. ¿Cómo estás?

– Muy bien, gracias, señora Rothstein -susurró el atractivo joven desde detrás del sobrio mostrador de caoba-. El señor Sharfstein la espera en la dos.

Kate atravesó el espacio de la exposición pública, con las enormes chimeneas de mármol, los suelos de marquetería, los techos de enlucido ornamentales; todo parecía susurrar: «Dinero, dinero, dinero.» La escalera de caracol de la galería fue un decorado para esa actriz de antaño, la que tanto le gustaba a la madre de Kate, Loretta Young.

– ¿Una taza de café o té? -le ofreció otro joven, más atractivo aún que Joel, susurrando como si un bebé durmiera en la sala contigua mientras Kate se sentaba en una de las pequeñas salas de exposición repleta de grabados de Goya.

– ¿Mert tardará mucho?

– Sólo unos minutos -susurró-. Está con un cliente.

Kate examinó un Goya. De muy cerca, el grabado era incomprensible, aguadas de tinta negra y gris, oscuro y misterioso.

El ayudante le sugirió que retrocediese. Lo hizo y entonces la imagen cobró vida: un diestro entrando a matar.

– Estaba demasiado cerca -apuntó el joven.

Una observación interesante.

Kate se acercó, observó esos grises borrosos y retrocedió de nuevo justo en el instante en el que la puerta del despacho de Mert se abrió y salió el marchante de arte, seguido de un joven con pantalones de cuero muy ajustados y una camisa de seda con grabados de lagartos abierta hasta el ombligo.

– Kate Rothstein. El señor Strike.

– Strike, tío. Strike a secas. -Volvió la cabeza de pelo negro azulado hacia Kate.

– Ah, el músico. Me encanta Mosh Pit Stomper. -Kate chasqueó los dedos e imitó lo mejor que pudo a Joan Jett: «Dame patadas y puñetazos, ámame hasta morir, oh, violento golpeador.»

Mert la miró de hito en hito, boquiabierto.

– Músico, ésa es la palabra, cariño. -Strike rodeó los hombros de Kate con el brazo repleto de tatuajes y le guiñó el ojo cargado de rímel-. Para el resto del mundo sólo soy una estrella del rock.

– El señor Strike, perdón, Strike a secas, tiene un maravilloso sentido estético. Acaba de elegir tres dibujos de los grandes maestros, un Rubens y dos Dureros.

– No tengo ni idea de eso, cariño, pero me han costado una pasta. Eso seguro.

– Sí. -Mert logró sonreír, pero en menos de un minuto ya se había deshecho de Strike con su tacto habitual, y luego dejó escapar un suspiro exagerado.

– En serio, ni te imaginas con qué gentuza hay que tratar estos días.

– Strike acaba de soltarte un par de miles y se supone que tengo que compadecerme de ti, ¿no? Pues me temo que no, «cariño». -Kate le besó en la mejilla. Se rió pero adoptó un tono serio de inmediato-. Mert, quiero enseñarte algo. -Sacó el collage del sobre; los dedos le temblaban-. Ponte los guantes, por favor. -Tal vez ya fuera demasiado tarde en lo concerniente a sus huellas, pero ¿por qué seguir contaminando el collage} Sólo con mirarlo Kate se sintió incómoda.