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Entonces él le sujeta la barbilla, se inclina hacia ella y presiona su boca contra la suya. Ella prueba la sangre de él. Logra zafarse y escupirle en la cara.

– ¡Te mataré! -grita ella.

Él la golpea con fuerza en la cara, luego se aparta y se queda de pie junto al sofá, mirando hacia abajo.

– ¿Cómo lo haremos? ¿Agradable… o no tan agradable?

Ella lo ve todo doble, no puede erguirse y tiene ganas de vomitar.

Entonces él vuelve a colocarse encima de ella y se frota contra su cuerpo, insultándola. Ella muerde el cojín de Marilyn y se concentra en Billie Holiday.

Ahora él se mueve con frenesí, la insulta más fuerte, pero ella se percata de que no ha habido penetración y se siente aliviada.

Él se aparta.

– No me has puesto cachondo. -Se sube los pantalones. Ha sido un error.

«Claro que es un error. Cíñete al plan», piensa.

Ella se baja la falda.

– La nueva mujer es… tan dura -dice tratando de encontrar las palabras que aplaquen su ego herido- que no sabe satisfacer a un hombre.

Ella intenta pensar con calma, sólo quiere que él se marche.

– Sí -dice-. Tienes razón. Lo… Lo siento. No ha sido culpa tuya, yo…

Él le sujeta la cabeza y se la gira hacia él.

– ¿Qué? ¿Qué acabas de decir? -Ella intenta apartarle la mano, pero no puede-. ¿Me estás tratando con condescendencia? ¡A mí! ¡Maldita zorra!

Le suelta la cabeza y la abofetea tan rápido que se queda aturdida durante unos instantes; luego chilla.

– ¡Vete! ¡Vete de aquí, joder!

Ella corre hacia el teléfono, pero él es más rápido. Lo arranca de la mesita de un tirón. El cable sale despedido del enchufe. Entonces él la sujeta por el pelo y la cintura y la arrastra hasta la cocina; el cristal ardiente de la cafetera le quema en la espalda desnuda. La empuja contra la pared. La cafetera se cae; el café hirviendo salpica los tobillos de ella. Ella intenta arañarle la cara, yerra y él le propina un puñetazo.

Recuerda el día en que, de niña, se puso el traje blanco de la confirmación; después el blanco da paso al gris y el gris al negro.

Él apenas recuerda haber encontrado el cuchillo en el fregadero, pero la chica ya no se mueve. Está en el suelo, con una pierna doblada bajo su cuerpo y la otra extendida hacia delante, y hay sangre por todas partes, en la cocina, en los armarios, en el suelo. Ni siquiera recuerda el color de la blusa; está manchada de un hermoso rojo oscuro. Por la comisura de los labios le borbotea un poco de saliva rosada. Tiene los ojos bien abiertos, con expresión de sorpresa. Él le devuelve la mirada perdida.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Les habrá oído alguien? Aguza el oído intentando escuchar sirenas, televisores, radios o señales de vida procedentes de otros apartamentos, pero no oye nada. Se siente afortunado. «Sí, siempre he tenido suerte», piensa.

– ¡Qué desorden! -dice con voz ronca.

Encuentra un par de guantes de goma junto al fregadero, introduce las manos ensangrentadas, lava el cuchillo a conciencia y lo guarda en un cajón; luego se quita los zapatos para no dejar huellas de pisadas manchadas de sangre y los coloca en el estante, junto a la tostadora. Arranca varias toallas de papel de un rollo, las enrolla hasta formar dos bolas, les echa un chorro de detergente líquido y comienza a limpiar todo aquello que recuerda haber tocado en el apartamento. Saca incluso el disco de Billie Holiday del reproductor, lo guarda en la caja y lo coloca en el centro de la pila de cedés. Inspecciona el sofá en busca de cualquier cosa que se le pueda haber caído o desprendido, botones o incluso pelos. Ve varios cabellos que le parecen de mujer, pero, por si acaso, descuelga la aspiradora de mano de la pared de la kitchenette y la pasa varias veces por el sofá, luego la limpia con un trapo y la vuelve a colgar.

Sin darse cuenta, se toca el labio. Siente el dolor y recuerda el beso.

De vuelta a la kitchenette, toma una esponja del fregadero, le echa un poco de detergente, limpia la sangre de los labios de la chica muerta y luego introduce y saca la esponja de la boca varias veces.

Le levanta una mano inerte. «¿Esmalte de uñas?» No, sangre. «¿Mía o suya?» La esponja no limpia bien, los restos de rojo se aferran tenazmente debajo de las uñas. Se mete la esponja en el bolsillo del pantalón, justo sobre las toallas de papel mojadas, y la humedad atraviesa la tela y le llega al muslo. Entonces extrae del bolsillo interior un pequeño estuche de manicura, siempre lo lleva consigo, y comienza a trabajar con sus buenas herramientas metálicas. Al cabo de diez minutos, las uñas de la chica están impolutas y arregladas a la perfección. Se queda unos minutos admirando su pequeña obra de arte. Luego, valiéndose de las tijeras para cutículas, le corta con cuidado un mechón de pelo y se lo guarda en el bolsillo de la camisa, justo encima del corazón.

Se acerca a ella, le toca la mejilla. Separa el dedo enguantado, manchado de rojo escarlata. «¡Eso es!»

Comenzando por la sien, desliza el dedo color cereza mejilla abajo, lenta y minuciosamente, deteniéndose sólo una vez para hundir el dedo en el charco de sangre que hay en el pecho de la chica. Luego prosigue por detrás de la oreja y traza una pequeña curva antes de acabar en el saliente del mentón de la chica muerta.

«Perfecto.»

Ahora necesita algo útil.

En el minúsculo dormitorio, piensa en llevarse el cuadro que está sobre la cama. Demasiado grande. ¿Tal vez el crucifijo que cuelga de una pesada cadena de plata? Se lo pasa de una mano enguantada a la otra, antes de volver a guardarlo en el cajón del aparador.

Luego echa un vistazo a un pequeño álbum de fotografías y decide que es eso lo que necesita.

Al volver a la puerta, descorre los cerrojos de seguridad, se pone los zapatos y luego el impermeable.

En el pasillo, fuera del apartamento, titubea. En la primera planta oye la cantinela de un diálogo televisivo, «Laura, cariño, ya estoy en casa…», y luego las risas grabadas. Avanza a hurtadillas por el pasillo y sale al rellano. Cierra la puerta tras de sí con un golpe seco.

Ya en la calle, con las manos enguantadas bien hundidas en los bolsillos, se esfuerza por caminar de manera normal, con la cabeza gacha. A seis o siete manzanas del apartamento de la chica muerta, logra quitarse uno de los guantes dentro del bolsillo y con la mano libre le hace señas a un taxi.

Le indica su destino al taxista y se sorprende al oír el tono tranquilo de su propia voz.

«¿Ha ocurrido de verdad? ¿Se trata de una alucinación?» No está del todo seguro. Quizás haya sido un sueño. Pero entonces siente la humedad en el muslo y el guante de plástico en la otra mano… y sabe que ha sido real.

Los músculos de la nuca y la mandíbula se le tensan; durante unos instantes, todo su cuerpo se estremece.

¿Es esto lo que él quería? Apenas lo recuerda.

Ya es demasiado tarde. Está hecho. Acabado.

Ve su reflejo en la ventanilla del taxi.

No, piensa, apenas ha comenzado.

1

Kate McKinnon Rothstein, Larguirucha para las chicas del colegio Saint Anne's, porque a los doce años ya medía metro ochenta, recorría a zancadas el suelo de madera de fresno del salón de su ático, y las pantuflas parecían seguir el ritmo hip-hop de Lauryn Hill, que resonaba en las doce habitaciones del apartamento. La música rebotaba en los cuadros contemporáneos y modernos, las máscaras africanas, algún que otro artefacto medieval y detalles sólo al alcance del mejor interiorista de Nueva York: pomos de cristal antiguos, griferías de latón para el baño compradas en los mercadillos de París, almohadas bordadas de los vendedores ambulantes de Marruecos, un par de jarrones de la dinastía Ming de valor incalculable junto a la cara de cerámica de Fulper.

En el dormitorio, en el que casi todo era de color blanco, Kate se quitó las pantuflas, sintió la tentación de tumbarse en la cama de matrimonio -una isla mullida con un edredón de plumón puro y una docena de almohadas de encaje blancas y color hueso-, pero sólo le quedaban treinta minutos antes de reunirse con su vieja amiga Liz Jacobs.