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Mert introdujo sus delicadas manos en unos guantes de algodón blanco. Kate le dio su lupa. Mert miró por el cristal entornando los ojos, que habían adquirido el tamaño de una pelota de tenis.

– Podría ser una figura, un niño o… espera. Tengo una idea.

Al cabo de unos instantes, otro de los atractivos ayudantes de Mert escaneó el collage y lo guardó en uno de los ordenadores de la galería. La imagen apareció en la pantalla cuatro veces más grande de su tamaño original. Mert se dio un golpecito en el labio y luego señaló varias de las imágenes fragmentadas.

– Auméntalas e imprímelas.

Quince minutos después, el ayudante no sólo había aumentado doce de los minúsculos fragmentos sino también, bajo la dirección de Kate y Mert, los había recortado como piezas de un puzzle. Kate les dio vueltas en el escritorio de Mert y unió las que encajaban entre sí hasta formar un tercio del cuadro: la cabeza de un niño, un pecho y un brazo, una buena parte de un manto real azul… la Virgen y el Niño.

– Parece un examen de historia del arte. Identifique el cuadro a partir del detalle. -Kate colocó otro fragmento-. Por el modo en que está pintado diría que es demasiado sofisticado para ser medieval, pero… tampoco es del todo renacentista. ¿Qué te parece, Mert?

Sonrió.

– Muy astuta, querida… Estoy de acuerdo. Del siglo XIV. Italiano, sin duda.

– ¿Quién colecciona cuadros así en Nueva York?

– Bueno, así, de pronto, sólo se me ocurre tu esposo.

– Sólo uno o dos… gracias a ti. Y ninguno más desde que están tan caros. ¿Quién más?

Mert frunció la boca.

– Hace seis meses, el presidente del Contemporáneo, el señor William Mason Pruitt, se mostró interesado en uno de mis cuadros, pero se echó atrás al saber el precio.

– ¿Bill Pruitt?

– Un agarrado de tomo y lomo… o lo era. Discúlpame. Acabo de enterarme de la noticia. Pero intentó que le vendiera una acuarela de Rubens a mitad de precio porque él era muy muy importante. Le dije que buscara en otra parte.

– ¿Se te ocurre alguien más?

– Varias personas, pero tendría que revisar los archivos. Y hay otros marchantes en Nueva York que se dedican a la compraventa de esas obras, varios en Europa, por supuesto, aunque no todos son dignos de confianza. Como bien sabes, Kate, los cuadros y los objetos robados son un negocio floreciente y… -Mert se calló y observó los fragmentos recortados-. Un momento. -Entornó los ojos y la napia pareció temblarle cuando apretó el botón del interfono del despacho-. Joel. Necesito el listado más reciente que tengamos sobre obras de arte robadas. No, que sea el de los últimos seis meses. Ahora mismo, por favor.

– Mert, ¿qué pasa? -A Kate se le contagió el entusiasmo de Mert.

– Nos ponen al día todos los meses -respondió Mert mientras pasaba las páginas de informes de objetos de arte robados hasta que encontró el que buscaba. Lo arrojó sobre el escritorio, junto al cuadro-puzzle incompleto de Kate.

En el informe, de una página, había una fotocopia en color de una Virgen y el Niño en la parte superior, y debajo un párrafo:

Italiano. Siglo XIV. Sienes.

Pintura al temple de huevo sobre tabla.

Este pequeño retablo, parte de una predela de una iglesia de Asciano, Italia, desapareció hacia el 11 de marzo.

La obra se atribuye a la escuela de Duccio, posiblemente pintada por el propio maestro.

Valor aproximado: de tres a seis millones de dólares.

Los marchantes de arte deberían de buscar el sombreado con cuadrículas en el pan de oro del fondo.

Kate observó ambas imágenes, se acercó la lupa al ojo y vio que en las dos se apreciaba el sombreado con cuadrículas.

– ¡Mert, eres un genio! -Cogió el informe sobre obras de arte robadas, lo guardó en el sobre junto con los fragmentos ampliados y el collage original-. Los necesito.

Mert entornó los ojos de águila.

– ¿De qué va todo esto, Kate?

– Cuando lo averigüe -replicó-, serás el primero en saberlo.

10

Trajes oscuros. Vestidos negros. Todo el mundo solemne, como correspondía a la ocasión. El pastor, que obviamente no conocía a Bill Pruitt, realizó elogios vacuos sobre las «buenas obras» de Pruitt. Nadie se levantó cuando el oficiante preguntó: «¿Querría alguien dedicar unas palabras al difunto?» Kate sintió la tentación de decir algo -pero ¿qué?- con tal de romper aquel silencio incómodo.

Observó la multitud que atestaba la capilla de Upper East Side: el personal del Museo de Arte Contemporáneo y de Hágase el Futuro, varios políticos republicanos conocidos, un puñado de miembros de la clase dirigente neoyorquina, la directora -por poco tiempo- del Contemporáneo, Amy Schwartz, los conservadores, Schuyler Mills y Raphael Perez, a ambos lados de Kate, con expresión imperturbable, aunque el clavel rojo que Mills llevaba en la solapa resultaba demasiado festivo para la ocasión. Al otro lado del pasillo, Blair, la amiga de Kate y coanfitriona de la función benéfica de la fundación, ponía los ojos en blanco cada vez que el pastor rendía un homenaje al difunto.

Un número de asistentes más que decente, aunque la gente consultaba la hora, se movía por puro aburrimiento e incluso había un hombre susurrando por el móvil.

Richard se había negado a acudir, no quería ser un «hipócrita». A muchos otros no parecía molestarles la hipocresía.

Hasta la madre de Pruitt, símbolo por excelencia de la alta sociedad, no dejaba de bostezar en el pañuelo de encaje.

Al cabo de veinte interminables minutos, el grupo salió a la luz del atardecer en la parte alta de Madison Avenue. Blair se inclinó hacia Kate.

– Querida, si de repente me caigo muerta, te ruego que digas algo de mí que no sean mis obras de beneficencia -susurró.

– ¿Qué tal si dijera que eres una compradora compulsiva o… que te encantan los restaurantes de lujo?

– Serás arpía -dijo Blair riéndose, y añadió-: Kate, ¿has comprobado todos los detalles de la función benéfica?

Kate los enumeró con los dedos.

– Florista, catering, los relaciones públicas. Todo listo.

– Estupendo. -Le envió un beso volado a las mejillas-. Voy a Michael Kors. El toque final para el traje de gala. ¿Quién se encarga de ti, querida?

– Oh… -Kate ni siquiera había pensado en ello-. Supongo que Richard, aunque no con la frecuencia deseada.

La risa estentórea de Blair se vio cortada cuando el chófer la encerró en el BMW.

La señora Pruitt posó una mano en el brazo de Kate.

– Gracias por tener el detalle de venir, querida. -Su pelo con aspecto de casco congelado resplandecía por la laca.

Kate sintió una punzada de culpabilidad. Había venido por puro compromiso.

– Bueno -dijo-, Bill siempre era tan…

La señora esperó a que Kate añadiese algo.

– … elegante -dijo finalmente.

La señora asintió y luego suspiró.

– ¿Te apetece tomar algo? Vivo a la vuelta de la esquina.

A Kate ni se le pasó por la cabeza negarse.

Winnie Armstrong-Pruitt-Eckstein se acomodó en el sofá estilo imperio en el que la emperatriz Josefina se habría sentido como en casa.

El apartamento de Park Avenue presentaba el estilo propio de la difunta hermana Parish que había gozado de tanta popularidad entre los ricos carcas: una casa solariega inglesa en medio de Manhattan, brocados y cretona, alfombras persas, un piano de cola con un enorme ramo de flores silvestres, una pared repleta de cuadros de perros.

La sirvienta colocó la bandeja entre las dos mujeres y les sirvió un martini de la coctelera estilo art déco.