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«¿Qué es esto?» La observó detenidamente. ¿Se le habría caído a alguien por casualidad en el periódico? Una semana antes le habría parecido posible. Entonces no.

Kate se tomó dos analgésicos y se colocó el inalámbrico bajo el mentón de inmediato. Llamó a Richard.

– Lo siento, señora. Está reunido -replicó la leal secretaria de Richard.

– Dile que he llamado, Anne-Marie.

– Por supuesto. Y gracias por el chocolate. Estaba riquísimo.

– Eh, te lo merecías, y ni se te ocurra compartirlo con nadie -dijo Kate, que pretendía que la mujer se quedara trabajando en el despacho de Richard hasta bien pasada la edad de jubilación. También pretendía mantenerla en su peso: trufas para el día de San Valentín. Bastones de caramelo y tortas en Navidades. Incluso figuras de chocolate en forma de pavo de dos kilos y medio para el día de Acción de Gracias-. Dile que me llame, ¿vale? Gracias.

Basta de trivialidades. Las manos le temblaban.

Kate observó la Polaroid de cerca, pero no había nada que ver. Era todo blanco con una leve insinuación gris, apenas un borrón. La dejó en la encimera, se dispuso a tomar café y se detuvo. La Polaroid, justo debajo del titular del asesinato de Ethan Stein, creaba una yuxtaposición tan evidente que se incorporó de un salto.

Dios, ¿se la había mandado él? ¿Cómo había tenido acceso a su periódico? La mera idea le produjo escalofríos.

En el cuarto de invitados, Kate sostuvo la Polaroid junto al cuadro minimalista de Ethan.

No estaba segura del todo, pero sí, existía cierta similitud… el blanco y la insinuación gris.

En el estudio, se frotó los ojos para combatir el sueño y observó la fotografía con la lupa. Pinceladas. Era un cuadro.

La fotografía de la graduación. Ésa fue la primera.

Luego el collage de la Virgen y el Niño.

Y ahora ésta.

Cierto, no tenía modo de relacionar la Polaroid con Ethan Stein, pero la similitud y la coincidencia -después de las otras dos misivas- hizo que le temblaran las manos.

¿Por qué le enviaba todo aquello? ¿Existía una relación o su mente, afligida por la muerte de Elena, se inventaba misterios inexistentes?

No. Kate estaba segura de que pasaba algo. Era la clase de sensación que solía experimentar la joven agente McKinnon.

Había llegado el momento de visitar a Tapell, pero primero necesitaba confirmar algo.

Kate se enfundó unos pantalones de sport, una blusa de seda, se peinó y ni siquiera se molestó en maquillarse.

Kate se dirigió al reservado de la cafetería.

– Gracias por venir, Liz.

– No pasa nada. Cualquier cosa con tal de alejarme del profesor de informática de doce años que lleva varios días gritándome como si fuera idiota. -Liz miró a su amiga por encima del borde de la taza de café-. ¿Qué pasa, Kate? Supongo que no me habrás pedido que saliese pitando de la oficina del FBI para tomarte una taza de café conmigo y decirme lo estupenda que soy.

– Bueno, lo habría hecho, pero… -Se recogió el pelo detrás de las orejas y se puso seria-. ¿Recuerdas la fotografía del día de la graduación… en la que salíamos Elena y yo?

– ¿La que estaba pegada al parche de nicotina?

– Esa misma. Bueno, pues ha habido otras. -Kate las colocó en la mesa: una copia del collage de la Virgen y el Niño, la Polaroid que creía relacionada con los cuadros de Ethan Stein y, posiblemente, con su asesinato-. Me las enviaron. Creo que para avisarme, Liz. -Kate intentó controlar el ligero temblor de los dedos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Liz.

– Bueno, la fotografía de la graduación es de Elena y… está muerta. El collage es de un retablo que tal vez perteneciese a Bill Pruitt, también muerto. Y la Polaroid se parece demasiado a un cuadro de Ethan Stein, y está… -Kate respiró hondo.

– El artista asesinado. Acabo de leerlo. -Liz miró las imágenes y adoptó una expresión de preocupación.

– Estoy empezando a acojonarme. -Kate se masajeó los tensos músculos de la base de la nuca.

– Bueno, es normal. Es decir, si alguien está intentando ponerse en contacto contigo… -Liz entornó los ojos-. Esto es serio, Kate. Tienes que contárselo a alguien, y rápido.

– Iré a ver a Clare Tapell. -Kate dejó de frotarse la nuca y comenzó a juguetear con la cadenita de oro que le colgaba del cuello.

– La comisaria. Buena idea.

– Pero ¿y si estoy exagerando y sólo es un colgado? -Kate soltó la cadena y empezó a dar golpecitos en el borde de la mesa con los dedos.

– Eh, hazme un favor. -Liz señaló a Kate-. Ve a verla. Tal vez sea un colgado, pero también podría ser alguien que quiere hacerte daño.

– ¿A mí? -Kate se rió de manera forzada, pero no dejó de tamborilear con los dedos-. Soy demasiado dura para que se metan conmigo.

– Kate. -Liz extendió la mano sobre los dedos inquietos de Kate. Sus ojos azules parecían graves-. Llevo diez años ocupándome de casos así. Si un psicópata anda suelto por ahí y te ha elegido… -Negó con la cabeza-. Esos hijos de puta no sueltan a su presa así como así.

– ¿Presa? -Kate intentó no perder la calma, pero se sentía como un volcán a punto de entrar en erupción.

– La mayoría de los asesinos, sobre todo los asesinos múltiples, siguen los métodos de un cazador. -Liz alzó la vista, los ojos azules se le habían oscurecido-. De jóvenes les consume una ira sin dirección y se muestran violentos con los animales pequeños, a veces con los otros niños. Pero a medida que sus mundos de fantasía se desarrollan y toman forma, comienzan a centrarse en lo que les satisface. Entonces es cuando salen a la caza de víctimas que valgan la pena.

– Oh, lo juro, Liz, yo no valgo la pena.

– Te conozco, Kate McKinnon. Siempre haciéndote la valiente y la descarada. -Liz frunció el ceño-. Lo único que digo es que esos tipos buscan a alguien con quien materializar sus violentas fantasías… Son una pandilla de tarados que disfrutan con el juego y…

– Sé cuidar de mí misma. -Kate entrelazó los dedos para dejar de dar golpecitos.

– Los tacones de diseño no están hechos para perseguir a los criminales, ex agente McKinnon. -Liz se pellizcó el puente de la nariz-. Lo siento, ha sido un golpe bajo.

– Demasiado bajo -replicó Kate-. No me gustan las alusiones a mi calzado, de diseño o no.

– Preferiría que siguieras en el mundo del arte.

– Nunca he dicho que vaya a renunciar al arte o a la fundación o, ya puestos, a cualquier otra cosa. Pero no puedo darle la espalda a esto, Liz. No lo haré. Tiene que ver conmigo y quizás incluso con el mundo del arte. Todavía no sé el qué, pero hay algo. -Kate esbozó una sonrisa poco convincente y dio unos golpecitos en la mano de su amiga-. Tranquila. Iré a ver a Tapell. Ahora mismo.

El edificio de ladrillos rojos con una forma semejante a una pirámide maya le trajo recuerdos: un par de reuniones poco después de hacerse agente, varios seminarios con aquel psicólogo criminalista sobre la patología de los fugitivos. Kate McKinnon, policía de Astoria, no pasó mucho tiempo en One Police Plaza, pero lo conocía bien: el laberinto circundante de pasillos y plazas, las sorprendentes vistas de los edificios del Tribunal de Justicia -todas enmarcadas por arcadas-, los coches y las furgonetas de la policía cercando el complejo como una especie de collar de cromo irregular.

El vestíbulo parecía sacado de una de las películas propagandísticas de Leni Riefenstahclass="underline" banderas, estatuas, lemas -«Cortesía, profesionalidad, respeto»- y guardias por doquier.

Kate firmó el registro, pasó por el detector de metales dos veces -las llaves y el encendedor Zippo lo activaban-, y finalmente entró en el ascensor, inquieta por llegar y explicarle a Tapell lo que creía que ocurría.

Kate colocó todo sobre el escritorio de Tapelclass="underline" la fotografía de la graduación de Elena con los párpados pintados, el collage y las ampliaciones de la Virgen y el Niño, la Polaroid que era sospechosamente parecida a un cuadro de Ethan Stein.