Выбрать главу

Aun después de tantos años, el esplendor de la habitación, de su vida, seguía maravillándole y una imagen, tan clara como cualquiera de los cuadros de la pared, tomó forma en su interior: el minúsculo dormitorio donde había pasado los primeros diecisiete años de su vida; una cama pequeña, un colchón fino, una cómoda cubierta con papel adhesivo imitación madera y un papel pintado más viejo que ella, que se despegaba por todas partes. Kate se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario. «Afortunada -pensó-, muy afortunada.» Se quitó el elegante traje de negocios, se enfundó unos pantalones de sport gris marengo y un suéter de cuello alto de cachemira, se recogió el pelo negro y grueso, al que acababan de salirle unas cuantas canas, que había teñido de rubio gracias a Louis Licari, el colorista de los ricos o guapos, se lo sujetó con un par de peinetas de carey y se aplicó unas gotitas de su perfume favorito, Bal a Versailles, detrás de las orejas.

Un recuerdo a lo Proust: su madre con su traje de fiesta, alta y regia como Kate, a pesar de la etiqueta de JCPenney, arropándola y dándole el beso de buenas noches. «Que sueñes con los angelitos, gatita.» Si su madre estuviera viva, pensó Kate, le compraría litros de perfume caro, le llenaría los armarios de ropa de diseño y la sacaría de esa casa adosada de Queens. Se ruborizó. ¿A quién le importaban los perfumes y los trajes de diseño? Ojalá su madre hubiera vivido el tiempo suficiente para que Kate le diera algo, cualquier cosa… Suspiró.

En el baño, se aplicó un pintalabios casi incoloro y observó en el espejo la cara de la mujer en la que se había convertido. No era tan distinta de la que había dejado atrás hacía diez años, bastaba con quitar varias arrugas, añadir un uniforme, una pistola y una actitud que asustaba a la mitad de los hombres de la comisaría 103. Pero eso fue en otra vida, una vida que prefería olvidar.

Nunca había tenido intención de ser poli, aunque lo llevaba en la sangre: su padre, su tío, sus primos, todos polis. Kate decidió estudiar historia del arte en la universidad, pero tras cuatro años sentada en salas oscuras contemplando diapositivas de cuadros famosos, una legión de trabajos diseccionando obras de arte, deconstruyéndolas, como suelen decir, memorizando fechas y términos -arbotantes, arrepentimientos, frescos, glacis-, después de todo eso, no había surgido ni un solo trabajo para la estudiante de arte becada por la Universidad de Fordham. Tras seis meses de trabajo temporal, mecanografiando y rellenando cartas anónimas, pensó: ¿por qué oponerse? El trabajo de poli siempre la había intrigado, y los cursos en la academia del Departamento de Policía de Nueva York demostraron ser algo mucho más sencillo que descifrar el simbolismo de un cuadro flamenco.

Dada su preparación, Kate nunca tuvo que patrullar y, por supuesto, le tocaban todos los casos relacionados con el arte, pero hasta que no le asignaron a Niños Desaparecidos -terreno que los hombres le cedían alegres- no se entregó de lleno al trabajo. Un error. Tras una década de niños a los que no pudo encontrar ni salvar se sintió al borde del colapso. Gracias a Dios, Richard Rothstein le ofreció una segunda oportunidad: cursos de posgrado, un doctorado, tiempo para escribir la tesis sobre historia del arte y luego su inesperado éxito editorial, Vidas de artistas.

La nueva Kate salvaba a los niños antes de que se perdieran, y ése era el método que más le gustaba. Más de un niño con problemas había pasado la noche en casa de los Rothstein, a veces noches que se convertían en semanas, tranquilizándoles y dándoles sopa de pollo, aunque en realidad era la asistenta, y no Kate, quien compraba la verdura y cocinaba al vapor las chirivías.

Nadie, y mucho menos Kate, se habría imaginado que esta chica huérfana de Astoria presentaría una serie televisiva basada en su libro, celebraría fiestas para candidatos a gobernador, directores ejecutivos y estrellas del cine en su apartamento de San Remo. Su vida, todo cuanto tenía, seguía sorprendiéndole e incluso avergonzándole; y se esforzaba por mostrarse desprendida para aplacar de este modo parte de la culpa que acompañaba la buena suerte.

Se cambió las pantuflas por unos zapatos de salón y se puso una chaqueta ligera. Ya estaba lista.

Podría decirse que las cabezas giraron tanto como la de la niña de El exorcista cuando Kate entró en el bar del hotel Four Seasons y vio, en el otro extremo del local, a su amiga Liz, medio oculta por el ejemplar de ese mes de la revista Town and Country, en la que aparecía la cara de Kate delante de un cuadro abstracto con una leyenda que rezaba: «Nuestra Señora de las Artes y las Letras.»

– Deja esa revistilla, por favor -dijo Kate con su voz ronca y grave-. Si se hubieran molestado en contar algo de mi triste y patética juventud, tal vez no habría dado la impresión de ser una famosilla estirada y ricachona.

– Ah, la recatada chica de la portada. -Liz alzó la vista y observó con los ojos azules a la verdadera Kate.

Kate se inclinó hacia ella, la besó en ambas mejillas y luego, con su garbo natural, se sentó con las piernas cruzadas en una silla de mimbre de respaldo alto. Se fijó en los pómulos pecosos de su amiga, en la falta de maquillaje y de afectación, le sonrió afectuosamente y pidió un martini al camarero de esmoquin cuando éste colocó un ginger ale frente a Liz.

– Veo que sigues sin beber. -Kate sacó un paquete de Marlboro.

– Veo que sigues fumando.

– Digamos que sigo intentando dejarlo. Ojalá tuviera tu fuerza de voluntad. -Kate encendió un cigarrillo.

Guardó la cajetilla en el bolso, examinó la larga barra de caoba, el techo catedralicio, las parejas elegantes hablándose en susurros, riéndose, disfrutando de la buena vida. Exhaló una columna de humo, la observó romperse y desaparecer. A veces toda su vida le parecía tan ilusoria como ese humo: una noche hablando con Charlie Rose sobre Vidas de artistas y a la noche siguiente sosteniendo la mano de una adolescente en una clínica para el tratamiento del sida.

– Te lo juro, Liz, no sé qué es lo que me preparó para esta vida.

– El colegio Saint Anne's para… ¿cómo era? ¿Chicas Díscolas?

– Eso mismo. -Kate se rió y levantó el vaso-. Un brindis por mi mejor amiga. -Entrechocaron los vasos-. Bueno, ¿y qué es lo que ha sacado a mi querida adicta al trabajo de detrás de su escritorio de Quantico?

– Un curso intensivo de formación de un mes sobre técnicas informáticas avanzadas que dan aquí mismo, en Nueva York.

– No. -Kate golpeó la mesa de caoba con las manos-. No me tomes el pelo, Liz Jacobs. No me creo que el FBI te deje un mes libre para estar aquí, conmigo, en Nueva York.

– No te tomo el pelo. Pero, querida, el FBI no me envió, y siento decirlo, para salir contigo, aunque, desde luego, eres la guinda del pastel. He venido a dominar los ordenadores y a aprender a manejar el material que cambia mi trabajo más deprisa de lo que me engorda el culo. Todo está ahí si sabes cómo encontrarlo: perfiles y estudios que le siguen la pista a cualquier criminal. -Se dio un golpecito en el mentón con un dedo-. Tus niños desaparecidos… Si hubiéramos tenido acceso al material acumulado en las bases de datos, nunca habrías perdido a la última niña… ¿recuerdas cómo se llamaba?

Oh, claro, Kate se acordaba perfectamente.

Ruby Pringle, alias Judy Pringle. Doce años. Vista con vida por última vez con tres pares de vaqueros de Calvin Klein -dos de peto, uno negro, todos de la misma talla- colgados sobre el hombro de su chaqueta de animadora de Forest Hills mientras se encaminaba hacia el probador del departamento juvenil de la tienda de vaqueros de Queens Plaza… Kate intentó en vano alejar el recuerdo. Un ángel desnudo y golpeado, con los ojos bien abiertos, cubiertos de una fina película, una especie de párpado interno, como un gato medio dormido, flotando en un mar acolchado de plástico negro ondulado. Ruby Pringle parece clavarle la mirada. Piernas y brazos extendidos, esmalte de uñas blanco, estropeado, piel del color del papel de prensa. Un cable de teléfono enrollado con tanta fuerza alrededor del cuello que se hunde en la carne. Los vaqueros arrugados a la altura de los tobillos. El olor de la muerte de Ruby Pringle es indistinguible, mezclado con los trozos de pizza mohosos, café molido, peladuras de verduras y leche agria.