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La agente de homicidios Kate McKinnon sabe que no debe tocar nada de la escena del crimen, pero no puede contenerse. Le sube los vaqueros a Ruby Pringle hasta la cintura, se aleja a trompicones del contenedor de basura, observa con los ojos entornados el neblinoso sol de mediodía, intentando borrar de la retina la imagen de la niña muerta.

– ¿Lo echas de menos alguna vez? -le preguntó Liz.

– ¿El qué? Oh. -Kate regresó al presente-. ¿Estás de broma? Entre el libro, la serie de televisión (que, gracias a Dios, se ha acabado) y el trabajo para la fundación -Kate dejó escapar un suspiro- no tengo tiempo ni para mear.

– No me perdí ninguno de tus episodios porque esperaba que olvidaras que estabas delante de una cámara y comenzaras a soltar tacos. Pero eras muy educada. -Liz sonrió-. ¿Cómo lo lograste?

Kate puso los ojos en blanco.

– No viste las tomas falsas.

– Seguro que recibes cartas de admiradores.

– Oh, claro. Toneladas. Richard va a dejar su trabajo de abogado para ayudarme a clasificarlas.

Liz se rió.

– ¿Cómo está ese marido tan sexy que tienes?

– No lo bastante sexy -replicó Kate con una sonrisa sardónica-. Trabaja en exceso. Tiene demasiados casos, como siempre, además del trabajo que hace gratis (aunque admito que yo lo animo en eso) y el trabajo para la fundación. Encima ahora ha aceptado varios casos especiales en la ciudad. Cuando llega a casa antes de medianoche, es como un perro apaleado.

– Uno de esos de patas largas y con pedigrí.

– ¿Con pedigrí? ¿Mi Richard? Sabes perfectamente, Liz Jacobs, que a Richard y a mí nos criaron en la misma asociación protectora de animales. No somos más que unos chuchos. -Sonrió-. Por supuesto, cuando Richard quiere es sexy y… bueno, da igual. -Volvió a sonreír-. ¿Qué me dices de ti? ¿Qué tal los chicos?

– Muy bien. Los dos van a la universidad. Increíble, ¿no? Suerte que las inversiones de su pésimo padre salieron bien.

– Y que los geniecillos lograron becas. Deberías sentirte orgullosa de ellos.

– Y lo estoy -dijo Liz, incapaz de reprimir esa expresión propia de todas las madres orgullosas, una sonrisa tímida que encubre el estallido de orgullo-. Oh, no debería haberlo dicho…

– ¿El qué? ¿Que estás orgullosa?

– No. Que Frank es un padre pésimo. Sólo es un pésimo esposo.

– Te dio dos hijos maravillosos. -Kate se bebió el martini e imaginó que se colaría por la minúscula grieta que acababa de abrírsele en el corazón.

«Mierda.» Eso no era lo que necesitaba en esos momentos, sentada junto a su mejor amiga, a quien adoraba de verdad, pero ante quien, de repente, le apetecía jactarse de todos esos beneficios de la buena vida que acababa de menospreciar durante el último cuarto de hora, porque durante ese intercambio inocente -«¿Qué tal los chicos?»-, seguido de la expresión ufana y maternal de Liz, Kate sintió que su mundo resplandeciente y perfecto se derrumbaría en cualquier momento. «Mierda, mierda, mierda.» Liz se percató de la mirada perdida de Kate.

– ¿Estás bien?

– Sí, claro.

Liz la observó con detenimiento.

– ¿En serio?

– En serio. -Kate sonrió de oreja a oreja-. Eh, ¿cuándo te has cortado el pelo? Te queda bien.

– Hace nada. Ya soy mayor para llevar el pelo largo.

– Vaya. -Kate se apartó de los hombros el pelo negro con mechas rubio rojizo-. ¿Qué tal me queda?

– A ti te favorece.

– Vale, pero avísame cuando empiece a parecerme a Baby Jane.

– Diría que aún te queda un año. -Liz se rió.

– Muy graciosa. -Kate miró a su amiga entornando los ojos, pero sonrió de inmediato-. ¿Te das cuenta de que acabo de cumplir cuarenta y un años? ¡Cuarenta y uno! Es increíble.

Kate recordó el primer año en el cuerpo; todavía veía lo mal que le quedaba el uniforme, los pantalones se le fruncían en la cadera y la camisa azul, pensada para un hombre, se le ceñía en el pecho. Liz le había dicho en broma que, seguramente, era la primera y última blusa que le había hecho parecer pechugona. El recuerdo le hizo sonreír y luego suspiró.

– Siempre pensé que me quedaría en los veintiocho -dijo-, treinta como máximo.

– Eh, yo tengo cuarenta y cinco. ¿Crees que me vas a dar pena? Olvídalo. -Liz negó con la cabeza-. ¿Qué planes tienes para esta noche?

A Kate se le iluminó el rostro.

– Richard y yo vamos a ver a nuestros dos chicos preferidos. Iremos a algún espectáculo al centro de la ciudad, alguno moderno y vanguardista, estoy segura. -Puso los ojos en blanco-. ¿Te apetece acompañarnos?

– No puedo. Esta noche me tocan los manuales del ordenador. Ya no sé ni lo que es vivir. -Fingió un bostezo-. Pero gracias. Y, déjame que lo adivine… te refieres a Willie y a Elena.

– Por supuesto -sonrió Kate.

– Se han hecho famosos gracias a tu libro.

– Oh, lo habrían hecho sin mí. -Kate agitó la mano para restarle importancia-. Willie expondrá varios cuadros en la Bienal de Venecia el mes que viene. Es todo un acontecimiento en el mundo de las artes. También tiene su propia exposición aquí en Nueva York, en el Museo de Arte Contemporáneo.

– ¡Qué pasada!

– Una pasada, sin duda. Y Elena irá de gira por Europa este verano -prosiguió Kate, con la voz teñida de entusiasmo-. Oh, ojalá hubieras podido acudir a la actuación de la otra noche. Valió la pena.

Durante unos instantes, el bar del Four Seasons se convirtió en el anfiteatro del Museo de Arte Contemporáneo. Elena en escena, una solitaria figura iluminada sobre un fondo de abstracciones cambiantes y orgiásticas: la traducción de sus acrobacias vocales pasadas por un ordenador.

– Elena podría haber tenido éxito como cantante comercial -dijo Kate-. Pero ha elegido este camino mucho más difícil, aunque maravilloso. Todos esos engreídos estaban fascinados.

Kate recordó a la directora del museo, Amy Schwartz, una persona de carácter inquieto, embelesada, elogiando la voz de múltiples octavas de Elena. Y el conservador jefe, Schuyler Mills, proclamando la brillantez de Elena; sin duda alguna, un hombre de gran gusto y entendimiento. Incluso el viejo aburrido y presuntuoso, el nuevo presidente del consejo de administración del museo, Bill Pruitt, se mantuvo despierto, hazaña nada desdeñable para un hombre que solía roncar durante los recitales poéticos y las charlas de los artistas en el museo. En cuanto al joven conservador, Raphael Perez, el tipo no podía apartar los ojos de Elena. Pero ¿quién iba a culparle? La chica era muy guapa.

– Siento haberme perdido el espectáculo de Elena. Has hecho un trabajo excelente con esos chicos, Kate.