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Esta vez le tocó a Kate esbozar esa sonrisita que ocultaba el estallido de orgullo. Sí, era cierto, había tenido mucho que ver con el trabajo de los chicos. Willie y Elena. Los dos estudiantes premiados de la primera clase que Richard y ella habían adoptado a través de Hágase el Futuro, una fundación formativa para los niños desfavorecidos de las zonas más deprimidas de la ciudad, hacía ya casi diez años. De acuerdo, no eran sus hijos biológicos. Ni siquiera niños adoptados. Pero ¿era posible que amase a algún niño más que a esos dos? Quizá se sintiera más unida a ellos porque no eran hijos suyos, porque no existía esa angustia parental que viene con la sangre y que enfrenta a padres e hijos. No, con Elena y Willie nunca había ocurrido nada semejante. Oh, claro, se habían producido algunos encontronazos, pero nada de lo que no se hubieran reído después o hubieran superado incluso llorando. Willie y Elena. Sus hijos. Y, sí, lo serían. Sonrió afectuosamente.

– Dios, adoro a esos mocosillos.

– Oh, Kate. -Liz entrelazó las manos como si fuera a rezar-. Por favor, por favor, por favor, adóptame. Seré buena, limpiaré la habitación, me lavaré los dientes. ¡Lo juro!

Kate se rió, rebuscó en el bolso, sacó la cajetilla de Marlboro; en el lateral había un parche de nicotina arrugado.

– No me extraña que no funcione. -Entonces tomó una fotografía doblada que había sobre la mesa-. ¿De dónde ha salido?

– Se despegó del parche de nicotina. Quizás haya dado a luz.

Pero Kate había dejado de reírse. Sostuvo la fotografía junto a la lamparilla, en el centro de la mesa. La imagen era borrosa y los colores un tanto desvaídos.

– Es de la graduación.

– Eso parece -dijo Liz quitándole la fotografía de las manos-. No está mal.

– Salvo que no sé cómo ha llegado hasta aquí.

– Oye, que no pasa nada si incluso la dura de Kate McKinnon reconoce que lleva fotografías sentimentales encima.

– Lo reconocería, pero la única fotografía que llevo en el bolso es la del carné de conducir, y si pudiera no la llevaría.

– Bueno, supongo que alguien te la puso ahí para darte una sorpresa.

Durante unos instantes, Kate sintió algo que no había sentido en años; algo que Kate, la agente de Homicidios, solía sentir cuando sabía que andaba tras la pista de algo o cuando sabía, aunque intentara negarlo, que era imposible, que se había acabado… que el niño que había estado buscando estaba muerto. Intentó que esa sensación no le afectase.

– Supongo que habrá sido Richard -dijo, aunque le costaba imaginarse por qué. O, seguramente, Lucille, la asistenta. Pero ¿por qué no la habría dejado en su escritorio o en la encimera o en una docena de sitios diferentes mucho más lógicos? Kate volvió a guardar la fotografía en el bolso y trató de olvidarse del asunto-. Eh -dijo, alegrándose-, ¿por qué no te quedas conmigo este mes? Lo digo en serio. Tenemos habitaciones que nunca usamos. Me harías un favor.

– El FBI ya me ha alquilado un apartamento pequeño cerca del centro, está al lado de la biblioteca.

– Oh, deja de intentar impresionarme.

– No pasa nada, de verdad. -Liz se metió varios cacahuetes en la boca-. De todos modos, Kate, no encajo en tu mundo.

– Oh, santo cielo. ¿Después de todos estos años aún tengo que recordarte que, aunque compre, coma y vaya de fiesta con la clase alta, sólo soy una intrusa? En el fondo, jovencita, somos tal para cual.

Liz la miró de hito en hito.

– Mi querida amiga, mírame, mírate y luego mira a nuestro alrededor. ¡Por Dios, soy la única mujer que visto con colores! Y esta blusa naranja es cien por cien poliéster. -Tocó con los dedos la manga de Kate-. ¿De cachemira, no? ¿Ralph Lauren o Calvin no sé cuántos? Y no me mientas… he visto tu armario. ¿Y yo? Ni tan siquiera recuerdo la última vez que comí en un restaurante donde no te recoges la comida con una bandeja.

– Lizzie, si no te quedas conmigo todo el mes, prométeme que al menos comeremos juntas dos o tres veces por semana. Nosotras dos solas. -Kate rebuscó en el bolso de piel-. Aquí están. Las llaves de mi humilde apartamento. Es todo tuyo. Entra y sal cuando quieras. Gorronea la comida de la nevera. Ponte mis Calvin no sé cuántos.

– ¿Sabes? Siempre he querido tener un ático de lujo de veinte habitaciones con vistas a Central Park como segunda residencia.

– Doce habitaciones, no veinte.

– Doce tristes habitaciones. -Liz dejó caer las llaves-. Olvídalo.

– Vale. Incluiré a Richard en la oferta. Ponte mi ropa. Acuéstate con mi sexy marido.

Liz cerró la mano en torno a las llaves.

– Eso me gusta más.

2

El salvapantallas del ordenador, varios signos de dólar parpadeantes -un regalo divertido de un cliente-, irradiaba una luz verde iridiscente sobre las pilas de expedientes legales, declaraciones juradas y cartas que se elevaban sobre el brillante escritorio Knoll de Richard Rothstein como el modelo a escala de un complejo de apartamentos de muchas plantas. Detrás de las pilas de trabajo -pasado, presente y futuro- había varias fotografías enmarcadas, anuncios de la buena vida: un hombre y una mujer en el porche de una casa de veraneo evidentemente cara; la misma pareja vestida de etiqueta, bailando mejilla contra mejilla; la mujer, sola, un retrato de estudio, perfectamente iluminado, el pelo oscuro por debajo de un mentón un tanto prominente y un rostro atractivo e inteligente. ¿Bonito? A él se lo parecía.

El otro día, al verla en acción en el Museo de Arte Moderno, dando una charla sobre el arte minimalista y conceptual, no pudo evitar pensar: es mía, esta criatura inteligente y hermosa, es mía por completo. Soy el afortunado que se marcha a casa con ella.

Sonrió.

Richard y Kate. Kate y Richard. En la cima del mundo.

¿Quién lo habría dicho? Richard, el chico de Brooklyn, primero de la clase del City College de Nueva York. Diez años atrás era un abogado excepcional y ganaba muchísimo dinero. Entonces apareció el profesor de estudios afroamericanos de la Universidad de Columbia, a quien acusaron de discriminación inversa por sus polémicas conferencias, sobre todo las que presentaban un desagradable sesgo antisemita. Por supuesto, nadie quiso saber nada del caso. Incluso la Unión Americana de Derechos Civiles había dudado. Richard Rothstein, no. El caso estuvo seis meses en las noticias nacionales: «Juez judío defiende el derecho a la libertad de expresión de un profesor negro.» Al final, Richard se impuso, al igual que su cliente, quien recuperó su cargo y siguió avivando el fuego del odio.

Ése fue su caso más famoso. ¿El más lucrativo? Cuando logró que el director general y los socios más antiguos de una empresa de corredores de Bolsa no fueran a la cárcel, al demostrar, contra todo pronóstico, que no se habían hecho millonarios por el abuso de información privilegiada, sino por pura «coincidencia». Gracias a esa maniobra legal Richard recibió sus honorarios habituales y una prima de siete cifras, que él y su socio, especializado en el sector inmobiliario, invirtieron en una serie de propiedades de la zona entonces deprimida de Nueva York. Al cabo de unos años, con la bonanza económica, las vendieron a una promotora ansiosa y las siete cifras de Richard se cuadriplicaron. Entonces un avezado asesor financiero obtuvo unos beneficios que convirtieron a Richard en una persona más rica de lo que la mayoría de los hombres se imaginaría.

Poco después Richard se ocupó de un caso poco importante que ofrecía una prima distinta: la oportunidad de interrogar a una joven policía, la detective Kate McKinnon. Jamás la olvidaría, pavoneándose por el pasillo de la sala del tribunal, toda ella piernas y pose, apartándose el pelo de los ojos mientras él le formulaba las preguntas.

La relación no comenzó de verdad hasta dos meses después del juicio… Richard tuvo que armarse de valor. ¿De valor? ¿Richard Rothstein? «Uno de los diez solteros más cotizados de Manhattan», en la portada de la revista New York, número de otoño de 1988. Pero la agente McKinnon era algo nuevo para el apuesto abogado.