Richard había intentado seducirla con una serie de cenas caras -Lutèce, el Four Seasons, La Côte Basque-, pero fue una ópera gratis en Central Park, Tosca, y el champán y el caviar y los pastelitos franceses de la mejor calidad que él había traído para la cena tipo picnic lo que finalmente cautivó a Kate. A Richard le encantaba mirarla comer cualquier cosa, no se parecía en nada a las anoréxicas con las que solía salir. Eso, y las conversaciones fluidas y el hecho de que no podían dejar de tocarse. Durante la quinta cita -en una pizzería en Queens, que Kate había elegido como antídoto a los restaurantes de lujo-, Richard le pidió que se casara con él y ella dijo que sí entre bocado y bocado de pizza pepperoni.
Kate le había venido bien y también le había sorprendido, sobre todo el modo en que se había acostumbrado a la nueva vida, doctorándose en historia del arte al tiempo que se reinventaba por completo y pasaba a formar parte de la alta sociedad de Nueva York sin perder su conciencia social ni, como decía su madre, su chutzpá.
Sí, formaban un buen equipo, él y Kate. Aunque últimamente había empezado a protestar ante las cenas con demasiados clientes. Aun así, sabía desempeñar bien su papel, si bien prefería recaudar fondos para Hágase el Futuro o buscar modos para ayudar a los artistas a pagar el alquiler.
Richard pulsó un botón y los signos del dólar desaparecieron más rápido que las ganancias de bonos basura en un mercado a la baja. Avanzó por la página de números por enésima vez ese día. De nuevo, los números parecían no tener sentido.
Se apartó del escritorio, se reclinó en la silla de oficina de felpa, se masajeó la nuca, pero no logró relajarse. Apretó otro botón. Unos altavoces cuadrafónicos ocultos invadieron el despacho con un concierto de Billie Holiday.
«Buenos días, resaca…» No, no era lo que buscaba. Otro botón. Esta vez sonó Bonnie Raitt cantando Something to Talk About. Mejor.
De todos modos, los números que ocupaban la pantalla y su aparente sinsentido seguían acosándole. ¿Era muy tarde para llamar a Arlen? El viejo solía trabajar hasta más tarde que él. Consultó la hora. Más de las siete.
«La cena. Mierda.» Se había olvidado por completo. Llegaría tarde aunque saliera de inmediato.
Una llamada rápida al Bowery Bar. Un mensaje: se reuniría con Kate más tarde, en el espectáculo. Nada más colgar cayó en la cuenta de que no tenía la dirección del teatro.
Se volvió hacia el ordenador, apretó el icono de imprimir.
Tal vez debería ir a ver a Bill Pruitt. Pero la mera idea le parecía peor que estar en un teatro frío y húmedo del centro viendo a un artista desquiciado clavándose el pene en una mesa… No pensaba ver nada por el estilo otra vez. Aunque lo haría por Kate.
Pruitt. ¿Cómo coño se había metido ese tipo en el Museo de Arte Contemporáneo? Había tenido el descaro, la audacia de mostrarse condescendiente con la colección de arte de Richard y, maldita sea, cualquiera mínimamente entendido sabía que era una de las mejores colecciones contemporáneas de Nueva York, quizá de todo el país. Ese día, en la reunión del consejo de administración del museo, a Richard le había faltado bien poco para levantarse de un salto, ir hasta el otro lado de la mesa, agarrarlo por la papada y estrangularlo.
El mero hecho de pensar en Pruitt le hacía sentir espasmos en los músculos de la nuca.
Arrancó la página de cifras de la impresora tan rápido que las últimas columnas se emborronaron.
Willie movía la cabeza al ritmo de De la Soul mientras se ponía la nueva cazadora de cuero negra. William Luther King Handley Jr., Willie para sus coetáneos, para los pocos amigos del colegio que seguía viendo Pequeño Will (un mote que le habían puesto en octavo curso cuando había alcanzado la altura máxima de un metro sesenta y cinco) y, recientemente, WLK Hand, la firma que empleaba en sus originales cuadros de técnica mixta. No estaba seguro de si ponerse la cara chaqueta nueva sería demasiado para ir al espectáculo artístico del East Village. Al carajo. Se vestiría como le diera la gana. De todos modos, se la había puesto con los vaqueros negros de siempre, cuyos dobladillos deshilachados le rozaban las Doc Martens negras. La otra prenda, la camisa blanca de Yohji Yamamoto -que resaltaba su piel color ámbar pálido (de la familia de su madre) y los ojos verdes (un regalo genético de su antepasado, John Handley, el propietario blanco de plantaciones de Winston-Salem)- era un regalo de Kate, quien se alegraría de vérsela puesta. Kate, que era peor que su madre cuando se trataba de la ropa que vestía, de si comía bien o dormía lo suficiente. Kate, que había escrito sobre él en Vidas de artistas, que se había asegurado de que formara parte de la serie televisiva, que había llevado a su estudio a los primeros conservadores y coleccionistas; y Richard, que había comprado el primer cuadro y lo había regalado, con el visto bueno de Willie, claro. Mentores. Coleccionistas. Segundos padres. Kate y Richard eran eso. Y mucho más.
Pero los otros regalos genéticos de Willie -los labios carnosos y los dientes blancos perfectamente alineados- eran de su padre verdadero o eso cabía pensar al contemplar la única fotografía que se conservaba de éclass="underline" un soldado afroamericano sonriente y apuesto con el uniforme del ejército de Estados Unidos, tomada en Asia, ¿o era en África? En cualquier caso, nunca había regresado.
El hecho de que los padres de Willie no se hubieran casado no cambiaba las cosas para la madre de Willie, Iris. La fotografía, en un marco dorado de Woolworth, siempre había ocupado un lugar preferente junto a la cama de Iris en la abarrotada casa de vecinos al sur del Bronx que compartían Willie, su hermano, su hermanita y su abuela. Hacía seis meses que Willie había trasladado a las tres mujeres a un apartamento con jardín privado en un barrio de clase media de Queens, y la fotografía enmarcada se había desempolvado para el nuevo dormitorio de Iris.
A Iris el éxito de Willie le había sorprendido. No porque no confiara en su hijo, sino porque no se imaginaba que algo semejante fuera posible. Willie sabía que ella se enorgullecía de que a él le fueran bien las cosas y vendiera los cuadros por mucho dinero. De todos modos, Willie nunca revelaba los precios exactos (que acababan de alcanzar las seis cifras), porque tal vez Iris lo habría interpretado como un gesto orgulloso y poco cristiano, aunque él pensara que nadie podría entenderlo a no ser que hubiera crecido en su familia.
Y estaba Henry, el hermano mayor de Willie. El hermano «perdido». Así es como lo llamaba Iris: «perdido». Aun así, Henry se las ingeniaba para aparecer cada seis meses por casa de Willie, en busca de dinero para una dosis. Pero a Willie no le apetecía pensar en Henry. No en ese momento.
– Quiero ser artista.
Las palabras resonaron en el estrecho pasillo del apartamento del Bronx, para siempre asociado con el aroma de lavanda de la abuela y con el desinfectante que la madre de Willie aplicaba por todas partes.
– ¿Qué? -dijo su madre.
– Artista.
– ¿Qué quieres decir con «artista»?
Entonces Willie no supo qué responder, no tenía ni idea, se trataba de un sentimiento. Dibujar, dar forma a las líneas, ver las imágenes uniéndose, darles vida, perderse dentro de sí mismo. Quizá no fuera más que un mundo que ideaba sobre el papel, pero estaba bien alejado del asqueroso universo del apartamento del Bronx.
El recuerdo se desvaneció y emergió otro, la discusión que había tenido con Elena hacía apenas unos días.
– Estoy cansado y asqueado de que me llamen artista negro. ¿Soy artista, y punto!