– Mira, Willie, no te conviene renegar de tu raza. Es imposible. Eh, soy hispana. Y artista del mundo del espectáculo. Y una mujer. Eso es lo que soy. Es lo que me define.
– ¿Que no reniegue de mi raza? ¿Estás de broma? Mira mi trabajo. Es una clasificación, ¿entiendes? Una categoría. Uno de los mejores artistas negros. ¡Una puta caracterización! Como si mi arte fuese menos importante, como si hubiera otras reglas o un criterio diferente para los artistas de color, como si no pudiera competir con los artistas blancos en el mundo del arte blanco. ¿Es que no lo entiendes?
Willie, aunque seguía creyendo que tenía razón, quería hacer las paces. Al fin y al cabo, Elena seguía siendo su mejor amiga, casi una hermana. La vería esa noche y arreglaría el desaguisado.
Willie apagó la televisión y se quedó inmóvil, en silencio. Sentía un gran desasosiego, una especie de tristeza incierta por la noche que se avecinaba. ¿Qué le ocurría? Agitó los hombros bajo la chaqueta, intentó sacudirse esa sensación. Fuera lo que fuese, pronto lo olvidaría. Después de todo, cenaría con las tres personas que más apreciaba -Kate, Richard y Elena-, y con ellos era imposible que se sintiera deprimido o preocupado.
Sin embargo, ya en la calle, mientras se dirigía hacia el East Village, lo notó de nuevo, esta vez como si alguien le hubiera introducido varios microsegundos de una película en el cerebro…
Un brazo surcando el espacio. Un primer plano de una boca desencajada chillando. Todo manchado de sangre. Luego fundido en negro.
Willie se tambaleó hasta una farola y se sujetó al metal frío.
Su madre, Iris, solía decir que él sentía las cosas antes de que ocurrieran. Pero hacía muchos años que no tenía una de esas visiones.
No. Demasiados días solo en el estudio. Eso era todo. Tenía que salir más, sin duda.
3
Crosby Street estaba colapsada de tráfico. Las bocinas atronaban; un taxista gritaba obscenidades a los obreros que sacaban pacas de restos de género de un camión atravesado en la calle como un tren descarrilado.
Sin embargo, en cuanto Willie cruzó Broadway, el decorado cambió a boutiques y galerías de arte contemporáneo peleándose por un poco de espacio, y hombres inconcebiblemente elegantes y de buen ver dándose aires con sus estudiados trajes negros.
Uno de ellos, un individuo más bien joven con el pelo blanco y un par de centímetros de raíces negras que hacían juego con la barba de dos días que poblaba sus mejillas huesudas, llamó a Willie.
Era Oliver Pratt-Smythe, el artista neoyorquino que menos le gustaba a Willie, lo cual ya era decir mucho. Willie y él habían estado juntos en un programa doble en una galería de Londres hacía un par de años. Pratt-Smythe, el más avezado y espabilado de los dos, había llegado dos días antes que Willie y había cubierto el suelo de la galería con crines. Todos los días se plantaba en el centro de la sala con una enorme y ruidosa máquina de coser que alimentaba con crines para hacer… ¿qué? Willie nunca llegó a saberlo. Lo único que supo a ciencia cierta era que a los asistentes les resultaba prácticamente imposible llegar hasta sus cuadros sin tener que abrirse paso por una maraña de crines de treinta centímetros de altura, y muchas de esas crines se habían adherido a la superficie con incrustaciones de los cuadros de Willie. Tardó varios meses en sacar todos los pelos con unas pinzas.
Willie lo saludó con la cabeza sin ningún entusiasmo y se percató de las esmeradas manchas de pintura que había en los vaqueros negros y nuevos de Pratt-Smythe. Extraño: el tipo no era pintor.
Sin que se lo preguntara, Pratt-Smythe comenzó a enumerar sus logros.
– Tengo un espectáculo en Dusseldorf -dijo con una expresión de hastío en sus ojos grises-. ¿No recibiste la invitación? No, vaya, estoy seguro de que la envié, pero te mandaré una para el espectáculo de Nueva York, que será en noviembre (el mejor mes), y tengo una instalación que estoy intentando preparar para Venecia, ya sabes, la Bienal.
– ¿Más crines? -preguntó Willie-. El otro día vi varios caballos casi sin pelo y me acordé de ti.
– No -replicó Pratt-Smythe sin esbozar el más mínimo atisbo de una sonrisa-. Ahora uso polvo. Llevo meses acumulándolo. Lo mezclo con mi saliva y lo extiendo siguiendo formas biomórficas. -Se tocó las uñas sucias, con expresión de aburrimiento, y preguntó-: ¿Y tú?
– También iré -respondió Willie-, a Venecia. Llevaré una aspiradora gigantesca, la pondré en medio, la dejaré encendida todo el día, veré lo que aspira y lo expondré como mi arte. Eh, a lo mejor será tu polvo.
Durante unas milésimas de segundo, Pratt-Smythe pareció alarmarse y luego separó levemente los labios para esbozar una sonrisita.
– Oh, ya lo pillo. Me estás tomando el pelo. Muy bueno, tío.
– Claro. -Willie le devolvió la sonrisa-. Tío.
– Así que supongo que estarás, esto, exponiendo… ¿qué? ¿Cuadros? -dijo Pratt-Smythe como si no sólo estuviera hablando de la más baja expresión del arte, sino de la más ínfima de las expresiones humanas.
– Sí -replicó Willie-. Expondré «cuadros», unos treinta, en una muestra unipersonal en el Museo de Arte Contemporáneo este verano.
Willie se volvió y dejó al otro artista en la esquina entre las calles Prince y Greene, a la caza de alguien al que largarle su curriculum.
Willie se colgó al hombro la chaqueta de cuero mientras avanzaba entre el tráfico de doble sentido de Houston, pasando por Great Jones Street, de camino al East Village. Giró en la Sexta, donde al menos una docena de restaurantes indios arrojaba al cálido aire el aroma a curry y comino, y luego recorrió sin prisas medio bloque más hasta la sórdida casa de tres pisos de Elena.
En la puerta principal había una nota garabateada y sujeta con cinta adhesiva:
SUBASTAS INTACOM
– Oh, excelente. -Willie negó con la cabeza.
Pensó que Elena tenía que largarse de allí, que el renacimiento del East Village ya era agua pasada. Empujó la vieja puerta de madera y ésta se abrió con un crujido.
Dentro olía a húmedo y rancio, como si, para no perder la costumbre, no hubieran recogido la basura. La tenue luz amarilla de una bombilla iluminaba el vestíbulo.
En el rellano del segundo piso el olor era más intenso; al final de la escalera era completamente acre. Willie llamó a la puerta.
– ¿Elena? ¿Estás ahí?
Kate bloqueó el volante con un dispositivo antirrobo. Richard se enfadaría si supiese que ella aparcaba el coche en la calle, en el East Village, nada menos. Pero para Kate un coche era un coche, y sólo tardaría unos minutos, recogería a los chicos, luego iría a buscar a Richard al Bowery Bar y dejaría el coche en un aparcamiento seguro.
Comenzó a subir las escaleras con paso resuelto, como siempre, pensando en la noche que se avecinaba y en su encuentro con Liz en el Four Seasons.
Y entonces le llegó ese olor…
De repente, le invadieron imágenes que habían permanecido latentes durante una década:
Un vagabundo hallado bajo varias cajas de cartón mohosas.
Un suicida que la joven agente McKinnon había descubierto ahorcado de la viga de un ático dos semanas después de que la sábana anudada le hubiera cortado la respiración y el riego sanguíneo.