Pensó en llevarse la botella de colonia inglesa de aspecto tan caro que Kate le había regalado meses atrás. Abrió el tapón, se echó un poco en las manos y se perfumó la cara con aquella suave fragancia de lima con un toque refrescante y limpio de naranja. Le gustaba. Kate era especialista en encontrar el olor perfecto.
Willie echó una mirada a un cuadro inacabado, uno que Darton Washington había alabado, y por el que incluso mostró cierto interés unas semanas antes.
Había intentado superar la muerte de Darton y la rabia que sentía. Pero no era sólo rabia. Eso sería muy sencillo. Willie hizo una bola con un par de calcetines y los estrujó en la mochila.
También era culpa. El hecho de haber decepcionado a Kate. De haber dado dinero a su hermano Henry para que tratara de pasar inadvertido. A decir verdad, sabía que ése era el motivo por el que había dejado que la muerte de Darton Washington abriera una brecha entre él y Kate.
Cogió el teléfono. Debería llamarla. Ella lo estaba pasando fatal. Quizá más incluso que él. Pero no se sentía capaz.
Mierda. Se preguntaba si lo echaría de menos tanto como él a ella.
Gracias a Dios que iba a irse de la ciudad unos días.
Guardó un cinturón de cuero negro en la mochila.
Le pasó por delante de los ojos una imagen tan rápida que le hizo dar un salto atrás. Era como la última, la que había tenido en el coche: Kate, debatiéndose en el agua. Sólo que esta vez él también estaba en el agua. Pero él no hacía esfuerzos. No se movía lo más mínimo.
Willie abrió los ojos, pero no veía. Otro momento de oscuridad cegadora. Ahí volvía: aguas turbias. Él y Kate. Y luego, nada.
Brown tamborileaba con las uñas el borde de la mesa de reuniones. Mead chasqueó la lengua. Mitch Freeman, que normalmente estaba tranquilo, hacía crujir los nudillos entre suspiros. Slattery mascaba chicle y hacía globos que reventaba ruidosamente.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Kate levantó la mirada.
– Maureen, por favor. Deje de hacer ese ruido.
– ¿Yo? -respondió Slattery, escupiendo el chicle a la papelera-. ¿Y ellos? -dijo, mirando a los hombres uno por uno.
– ¿Yo qué he hecho? -preguntó Mead.
– Todos -intervino Brown-, tranquilizaos.
Todos estaban apiñados sobre la última creación del artista de la muerte.
Les había hecho esperar. Pero no mucho.
– Muy bien, vamos a ir al grano, ¿vale?
Una vez más, Kate miraba la obra que tenía delante: un cuadro de un hombre atado a una antigua columna, con el cuerpo atravesado por una docena de flechas o más. La cara de Kate estaba pegada en lugar de la del hombre.
– Es San Sebastián -dijo Kate-. De Andrea Mantegna. Un pintor italiano del siglo XV.
– Con su cara -añadió Slattery.
– Es su foto del New York Times -dijo Brown-. De la gala.
Kate tomó aire con una de sus inspiraciones de yoga. Había estado esperando que el artista de la muerte se le acercara. Era inevitable. Había ido notando cómo avanzaba posiciones gradualmente. Y ahí estaba. Por fin. Los dos, solos.
– Yo soy la última pieza -dijo-. Soy la que escribe sobre arte.
– Es mucho más que eso -rebatió Freeman-. Es su premio.
«Su premio.» Las palabras reverberaban. Kate pasó la lupa por encima de la imagen del santo, intentando evitar que le temblara la mano.
– Esta vez no hay dibujos ocultos. Sólo mi foto sobre la cara del santo, y éste pegado sobre la otra reproducción, que es El Gran Canal de Canaletto.
Hizo otra inspiración profunda.
– El mensaje está claro. Nos está diciendo quién y dónde. Yo. En Venecia.
El artista de la muerte le había enviado una invitación. ¿Debería dejar que volviera a tirar de los hilos, que la arrastrara a Venecia? Se lo imaginaba pensando en ello, en ella. Planeándolo. Sí, tenía que hacerlo.
– Iré -dijo-. Tengo que hacerlo.
– Espere -protestó Mead-. Es demasiado peligroso.
– Mead tiene razón -convino Freeman.
Kate hundió las manos temblorosas en los bolsillos.
– Me está esperando. No puedo defraudarle -afirmó. Sentía cómo se le iba formando un nudo en el estómago. Pero no iba a demostrarlo.
– ¿Cómo se supone que voy a poder protegerla allí? -preguntó Mead.
– No sabía que le importara, Randy -replicó Kate esbozando una sonrisa sarcástica-. Pero tengo que ir.
Mead apretó los labios y frunció el ceño.
– Déjeme que hable con Tapell. Veamos si ella puede arreglar algo con la Interpol y la policía italiana.
– El FBI se puede encargar de eso -dijo Freeman-. Podemos tratar directamente con la Interpol.
– Déjeme ir con McKinnon -dijo Slattery.
Mead se lo pensó un momento.
– Quizá sí. No sé. Tengo que pensarlo.
– Puede que no sea mala idea -intervino Freeman.
– Yo también podría ir -dijo Brown.
– De ningún modo -respondió Mead-. No puedo teneros a todos allí. Alguien va a tener que quedarse aquí por si no es más que una treta para sacar a McKinnon de la ciudad.
– No -aseguró Kate-. El no trabaja así.
– La llamada que recibió antes de la gala fue un engaño -recordó Mead, chasqueando la lengua-. ¿Lo ha olvidado?
– La llamada sólo era para tirarme de la correa, para jugar conmigo -afirmó Kate-. No tenía nada que ver con el arte. No había un plan. Ningún guión que tuviera que seguir -explicó, y señaló la imagen del santo martirizado sobre la mesa-. Pero esto es concreto, evidente. Irá hasta el final, o lo intentará.
Se pasó las manos por el pelo y luego las colocó una encima de la otra sobre el regazo para evitar que le temblaran. Freeman se sentó en el borde de la silla.
– Creo que tiene razón. Debería ir. Estoy seguro de que el FBI podría ponerle un equipo de protección.
Kate negó con la cabeza.
– Si estoy rodeada de un puñado de robots americanos con el pelo cortado al uno, será evidente que son del FBI. Lo asustaré.
– La entiendo -dijo Freeman-. Intentaré mantener a los «robots» lo más alejados posible.
– Gracias -respondió Kate. Echó una mirada al collage del artista de la muerte con su cara pegada sobre el san Sebastián martirizado y tomó aire-. La Bienal de Venecia se inaugura mañana. Tendrá que atacar este fin de semana. Y hemos de estar preparados.
No hizo la maleta como era habitual en ella -con capas de papel entre cada blusa y cada cosmético y artículo de tocador en su bolsa de plástico correspondiente-, sino que llevaba el vestido de noche en una bolsa para trajes y todo lo demás hecho un revoltijo en una pequeña bolsa de mano.
– Iría contigo si no hubieras cancelado el viaje -dijo Richard-. Ahora estoy absolutamente agobiado con reuniones y entrevistas.
– Lo siento -se excusó Kate-. No creía que pudiera ir, pero luego, bueno… decidí que realmente necesitaba tomarme un descanso.
– Bueno, me alegro de que vayas.
Richard se sentó en el borde de la cama a cortarse las uñas.
– Richard, por favor. Estaré pisando trocitos de uña durante días.
– No pisarás nada -respondió, dejando de cortar y levantando la vista-. Estarás en Venecia. Y Lucille pasa la aspiradora todos los días.
Tenía razón. ¿A quién le importaba dónde se cortaba las uñas Richard? Estaba nerviosa, eso era todo. Y él había hecho un esfuerzo, había salido pronto del trabajo para verla antes de que se marchara.
– Willie lo agradecerá. El que estés allí, representándonos.
Y volvió a sus uñas. Clip, clip.
– Eso espero -dijo Kate. Cogió la botella más pequeña de Bal a Versailles que tenía y la introdujo en la bolsa. Lo absurdo de ese acto le sorprendió. «¿Perfume? ¿Para un asesino?» -Unos días fuera te irán bien.