Выбрать главу

– Ajá -respondió.

No le había contado a qué iba. Si él supiera lo del collage de san Sebastián, que su vida estaba en claro peligro, no la dejaría ir. Y quizá tuviera razón. Pero tenía que ir. Estaba decidida a vencer al artista de la muerte jugando a su propio juego.

Richard había pasado a usar la lima metálica y se estaba puliendo la uña del pulgar. A Kate le vino una imagen a la cabeza: la mano de Elena en el despacho del juez de instrucción; las uñas de la chica, romas. Kate sacudió la cabeza, intentó alejar la imagen, pero fue en vano.

– Richard, por favor, deja de hacer eso.

– ¿El qué?

– Las uñas. Es… me molesta.

Richard dejó el cortaúñas sobre la cama y frunció el ceño.

– Es que estoy un poco nerviosa. -Hizo una bola con un par de medias y las introdujo en la bolsa.

Richard le pasó un brazo por encima de los hombros.

– Tienes que relajarte, cariño.

– Lo intento.

Empezó a hacerle un masaje en el cuello con los dedos.

– ¿Estás segura de que no quieres que lo cancele todo y venga contigo?

Kate le pasó la mano por la mejilla.

– No, mejor que no -mintió. Nada le habría gustado más en el mundo. Pero no desde que el artista de la muerte se había puesto en contacto con ella-. Te traeré un montón de catálogos de arte para que se te caiga la baba.

– Estupendo -respondió él. Le dio un beso en la mejilla-. Y no tardes en volver. Te echaré de menos.

41

Históricamente, Venecia se iba hundiendo a un ritmo de entre siete y trece centímetros por siglo. La cifra había aumentado a veintiséis centímetros en el siglo XX y seguía aumentando. Estaban levantando las aceras y los muros de los canales y alargando los postes de teléfonos y electricidad, y la gente dejaba la planta baja de sus casas para irse a vivir a los pisos superiores. A ese ritmo, muy pronto los venecianos quedarían confinados en los desvanes, y los turistas tendrían que visitar la mítica Perla del Adriático desde helicópteros.

Aun así, para Maureen Slattery la joya conservaba todo su brillo. Mientras el vaporetto surcaba el Gran Canal, ella se embelesaba con el cielo azul cerúleo, con las oscuras aguas esmeralda, con los dorados palacios. Lástima que la polizia italiana estuviera todo el rato ahí pegada.

Marcarini y Passatta. Tras muchas discusiones entre los diferentes cuerpos de seguridad, se decidió que estos dos agentes protegerían a Kate veinticuatro horas al día, con informes cada dos horas a la policía italiana y la Interpol. Para Slattery, eran Macarroni y Pasta. Marcarini tenía casi treinta años y era moreno y guapo; Passatta debía de tener unos cuarenta y era elegante, serio, fumador compulsivo y nervioso. Ambos hablaban inglés, en ocasiones titubeando.

El día era cálido, húmedo, y el aire olía ligeramente a dulce y a podrido.

– Esto es la hostia de bonito -dijo Slattery.

– Ajá -respondió Kate, con la vista puesta en los palazzi que flanqueaban el canal.

– ¿Le preocupa algo, McKinnon? No ha dicho más de dos palabras desde que aterrizamos.

– Sí. Me preocupan muchas cosas, Maureen -le respondió, mirándola a la cara.

– Ya, bueno. Disculpe. Es que me ha sobrecogido el lugar.

– Perdonada -dijo Kate, fijando la vista en las oscuras aguas venecianas. Notaba la presencia del artista de la muerte a cada paso. ¿Eran imaginaciones suyas? No lo creía.

El vaporetto las dejó en San Marcos.

Slattery echó un vistazo a la Basílica, al Palacio Ducal y a la sorprendente plaza.

– ¿Cómo demonios se mantiene a flote este lugar?

– Hace siglos que está aquí, signorina -respondió Passatta, haciendo una mueca-. Yo creo que aguantará. Por lo menos hasta que se vayan ustedes.

– ¡Qué detalle! -dijo Slattery con una sonrisa.

Marcarini y Passatta las escoltaron hasta el Gritti Palace, uno de los hoteles más antiguos y lujosos de Venecia, donde Kate y Richard habían pasado su luna de miel, y luego montaron su campamento justo frente a su puerta.

El botones puso el equipaje de Kate y Maureen en un carrito. Kate le dio un billete de veinte mil liras.

Slattery inspeccionó la lujosa habitación desde cuya ventana abierta se ofrecían unas vistas espléndidas: el Gran Canal, góndolas, iglesias…

– Oh, madre mía. Joder, me he muerto y he ido al cielo. Sería como un sueño, si no fuera por esos pánfilos de policías que tenemos en la puerta. Aunque no están mal, especialmente Macarroni.

– ¿Macarroni? -preguntó Kate, sonriendo por primera vez.

– Sí -dijo Slattery-. Y el amargado es Pasta.

Kate se rió, contenta de tener allí a Slattery, de no estar sola.

– Todos los polis italianos son guapos. Forma parte del requisito para el puesto de trabajo -dijo, y pasó a las otras estancias-. Maureen. Venga aquí.

– ¡Me cago en la puta! -exclamó Slattery cuando vio el baño cubierto de mármol y dorados-. Es más grande que todo mi apartamento.

– Tenemos que informar a Mead -dijo Kate, mientras levantaba el auricular-. Oh, qué típico. No hay línea.

– ¿En un lugar tan elegante?

– En Italia la mitad de las veces no funciona el teléfono. En Venecia, peor -respondió al tiempo que tomaba su teléfono móvil-. Mierda, olvidé recargar la batería.

– Llámele luego -dijo Slattery-. Eh, ¿quién se queda con la cama grande?

– Toda suya -concedió Kate.

La fachada de la jefatura de policía de Venecia estaba cubierta de esculturas y dorados, aunque más de la mitad de los dorados se había desgastado y el musgo había llegado a una altura de un tercio del edificio.

En el interior, Kate y Slattery estaban sometiéndose a una prueba de resistencia llamada «sentido del tiempo italiano». Casi una hora de espera. Después, otra hora con algún pez gordo, aunque no consiguieron deducir quién se suponía que era o qué iba a hacer, y él no se lo dijo mientras duró la entrevista, en la que los tres se sentaron a tomar café mientras él contaba una memorable visita a la ciudad de los rascacielos años atrás. Luego, otra visita de una hora por la comisaría.

Cuando por fin salieron, con Marcarini y Passatta pegados a sus talones, Kate intentó librarse de su mal humor y se llevó a Slattery al puente Rialto, pasando a través de una serie de variopintos mercados y tiendas. Pero allá donde miraba las sombras se imponían a las luces y los callejones le daban malas sensaciones en vez de desprender encanto.

Slattery no parecía darse cuenta. Se lo tomó todo como un niño que visita Disneylandia.

– ¿Qué iglesia es ésta?

Kate alzó la mirada.

– Oh, San Zacarías. Es una pequeña iglesia renacentista. Dios mío, parece que hace siglos que entré para ver el Bellini.

– ¿El qué?

– Giovanni Bellini. Uno de los mejores pintores venecianos de la historia, y uno de mis preferidos.

– ¿Podemos entrar?

Kate suspiró.

– No tenemos mucho tiempo, Slattery. Tenemos que llegar a la Bienal, y…

– Venga, McKinnon. Puede que sea mi primer y último viaje a Venecia -le rogó, poniendo cara de pena.

– Está bien -concedió Kate. Al fin y al cabo, estaban en una de las grandes ciudades artísticas del mundo.

– ¿Esto es pequeño? -dijo Slattery al pasar por las puertas, observando los altos techos abovedados, las columnas decoradas, los suelos con mosaicos de mármol, los bancos tallados y las pinturas que había por todas partes.

– Para Italia sí lo es -alegó Kate, con un escalofrío. Pese a la decoración, la iglesia estaba oscura y húmeda.

Slattery se arrodilló y se persignó.

– Es por costumbre.

Marcarini y Passatta se quedaron junto a la puerta principal mientras Kate conducía a Slattery por el pasillo norte hasta el segundo retablo.