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– ¿Es esto? ¿El Bellini?

– Sí, pero espere -respondió Kate, señalando al sacristán, que se dirigía lentamente hacia ellas. La sotana dibujaba una larga sombra.

Kate sintió otro escalofrío. ¿Era sólo la humedad?

Puso varios billetes de mil liras en la mano del sacristán y, al cabo de un momento, éste encendió un interruptor. La obra de arte de Giovanni Bellini surgió de las sombras, iluminada en todo su esplendor.

– ¡Uau! -exclamó Slattery-. Es asombroso. Cómo ha pintado sus columnas detrás de las reales y la cúpula de ahí, que parece una representación en miniatura de la real, y todas las figuras sentadas en el interior…

– ¡Eh, habla como una verdadera historiadora de arte, Maureen!

– ¡No joda! -espetó Slattery, e inmediatamente se tapó la boca con la mano-. ¡Uy!

– No se preocupe. Dios no está escuchando.

Kate se preguntó si alguna vez escuchaba.

Maureen se acercó más a la pintura de la iglesia ficticia dentro de otra iglesia.

– No sé cómo lo hacían estos tipos. Yo ni siquiera sé dibujar una línea recta.

– Bueno, se formaban desde muy jóvenes en talleres, trabajaban de aprendices de grandes artistas, de los que aprendían todo, desde mezclarle los colores al maestro hasta lavarle los pinceles o pintar algunas partes del fondo.

– Esclavos del arte, ¿eh?

– Exacto. Pero en el caso de Giovanni Bellini, su padre, Jacopo, también era un gran pintor, y le enseñó a él y a su hermano, Gentile.

Passatta y Marcarini, que se esforzaban por oírla, se habían acercado al pasillo cercano a Kate y Slattery.

– ¿Es profesora de arte, signorina? -preguntó Marcarini.

– Algo así -dijo Kate.

– Algo así no -dijo Slattery-. ¡Es famosa!

Passatta arqueó una ceja.

Slattery se apoyó en la barandilla, mirando hacia la Madonna.

– Es guapísima, parece tan real… Como si pudieras acercarte y sentarte en el regazo de la Virgen.

– Ese era el objetivo de la pintura del Renacimiento -explicó Kate-. Formas redondeadas y espacios con mucha profundidad, que invitaran al espectador a entrar en las salas y a mirar por las ventanas. La perspectiva se había redescubierto poco antes.

– ¿Cómo se perdió?

– Se perdieron muchas cosas en la Edad de las Tinieblas -explicó Kate, con la mirada puesta en las sombras y los recovecos de la pintura de Bellini. «La Edad de las Tinieblas.» Exactamente lo que le habían parecido las dos últimas semanas.

Kate los llevó de vuelta a la plaza de San Marcos. Marcarini y Passatta se mantenían a cierta distancia.

El Palacio Ducal emitía brillos dorados a la luz del atardecer.

– Creo que estoy empezando a notar el jet lag -dijo Slattery-. ¿Nos sentamos un rato?

Kate y Slattery se instalaron en una terraza con vistas a la plaza. Slattery pidió un capuchino. Kate, un espresso doble. Marcarini se apoyó en una columna a unos metros de allí; Passatta estaba en el pórtico, fumándose un cigarrillo. Ninguno de los dos le quitaba ojo a Kate. Pero Kate no bajaba la guardia ni un momento. No paraba de pasar gente, sobre todo de Nueva York, que habían llegado para ver la Bienal. Cada vez que se acercaba alguien, se sobresaltaba. Marcarini y Passatta, también.

– ¡Bueno, parece que conoce a todo el mundo, McKinnon!

– Sólo en Venecia. Y sólo esta semana. Todos son coleccionistas o artistas, o críticos de arte -respondió. Pagó la cuenta-. Vamos, tengo que ver la exposición y las pinturas de Willie.

Pero eso no era todo. Kate sabía que el artista de la muerte esperaba que ella estuviera allí, y ella no quería defraudarle.

La Bienal Internacional de Venecia era como una exposición universal pero sin atracciones, sin niños y sin diversión. Se celebraba a años alternos en los Giardini, un gran parque separado de las principales atracciones turísticas de la ciudad. Una serie de antiguos edificios se habían convertido en pabellones nacionales y estaban abarrotados con los artistas del momento de cada país. Se podían ver hordas de sofisticados europeos y americanos corriendo de un pabellón a otro con bolsas de plástico a punto de romperse por el peso de los catálogos de arte, preocupados por no perderse nada ni a nadie, o por conseguir invitación para las fiestas más destacadas. La exposición permanecía abierta varios meses. Pero lo importante eran sólo los días de la inauguración. Después, bueno, cualquier persona podía acercarse a contemplar las obras.

Kate y Slattery se movían entre la gente, y Marcarini y Passatta se les pegaban a los lados. El extraño cuarteto pasaba de un pabellón al siguiente, intentando encontrarle sentido a la caótica exposición, oscura y deprimente en su mayor parte: fotografías a gran escala de genitales y de cadáveres, animales desmembrados en formol, instalaciones abarrotadas con un contenido político indescifrable… todo ello en claro contraste con la belleza rotunda de Venecia. Lo morboso de la muestra aumentaba aún más la paranoia de Kate: todo el mundo era una amenaza potencial, y las caras conocidas le parecían amenazadoras.

El pabellón estadounidense, originalmente un banco italiano, era grande pero anodino, y estaba repleto de montajes: obras de arte hechas de objetos corrientes esparcidos por superficies y paredes sin una coherencia evidente, de modo que resultaba casi imposible descifrar dónde empezaba una y dónde la siguiente. Las obras de Willie destacaban no sólo porque fueran buenas, sino porque estaban colgadas, como pinturas tradicionales, de una pared. En ese momento había bastantes personas observándolas. Raphael Perez hacía los honores.

– WLK Hand es uno de nuestros artistas jóvenes de más talento.

Kate observó que Willie prácticamente se escondía detrás de una columna, pero Perez le hacía señas insistentemente.

Willie hizo una tímida reverencia y murmuró:

– Gracias.

– Ese es Willie Handley -dijo Kate.

– Es mono -observó Slattery.

– ¿No le conoce?

– No. No fui yo la que lo interrogó en relación con el asesinato de Solana.

Durante una centésima de segundo, a Kate le pasó todo por delante de los ojos: Elena, muerta en el suelo, con el sangriento cuadro de Picasso en la mejilla, y la idea de que el artista de la muerte estaba allí, en algún lugar, esperando. Observó el pasillo central, donde la gente entraba y salía de los stands, como animales de presa, y se lo imaginó agarrándola por detrás, rebanándole la garganta. Un suspiro; un grito incipiente y reflexivo.

– ¿Qué sucede? ¿Qué pasa? -preguntó alarmada Slattery, escrutando inmediatamente la zona. Marcarini y Passatta hicieron lo mismo.

Kate hizo un esfuerzo y las imágenes desaparecieron.

– Nada, estoy bien -dijo, y tomó a Slattery del brazo-. Venga, le presentaré a Willie.

Lo alcanzaron cuando estaba escabullándose de Perez. Kate le dio un beso en la mejilla.

– Tus cuadros son los mejores de la muestra.

– Lo tomaré como un cumplido, aunque sean, mejor dicho, los únicos cuadros de la muestra -manifestó Willie, mirando al suelo-. No pensé que vendrías.

– Yo tampoco estaba segura. Pero estoy contenta de haberlo hecho. Estoy orgullosa de ti. Tus obras son realmente bonitas.

– Sí, son geniales -opinó Slattery.

Willie le echó una mirada extrañada. No era una de las típicas amigas de Kate.

Perez se acercó sigilosamente y sobresaltó a Kate.

– ¿Qué? ¿Orgullosa de tu chico? -preguntó Perez.

Kate miró al joven conservador. «¿Podía ser él?»

Slattery se dio cuenta y se despertó su instinto policial. Tanteó con la mano el interior del bolsillo, donde tenía la pistola.

Kate le echó una mirada, un gesto mínimo para indicarle que todo iba bien, o eso creía.

Perez pasó el brazo por encima de los hombros de Willie, quien se deshizo del abrazo.