– No puedo estar aquí plantado frente a mis cuadros todo el día -afirmó, y se dirigió rápidamente a otro stand cuyas paredes, suelo y techo estaban cubiertos de imágenes pornográficas de mujeres recortadas de revistas garabateadas con declaraciones misóginas y antipornografía contradictorias.
– Eh, McKinnon -dijo Slattery, observando las paredes-. ¿Dónde está su cuadro?
Kate se echó a reír. Pero no le duró mucho. Con el rabillo del ojo advirtió una sombra fugaz. De pronto alguien le puso una mano en el hombro y se quedó totalmente rígida. Se volvió y arremetió contra el hombre, que tropezó hacia atrás y se cayó.
Slattery sacó su pistola. Marcarini y Passatta sacaron las suyas.
– ¡No! -les detuvo Kate, y le tendió la mano al tipo que estaba en el suelo-. Vaya, lo siento, Judd -se disculpó mientras ayudaba a levantarse al anonadado crítico de arte que tenía a sus pies.
– ¡Vaya! -dijo él-. Pensaba que le había hecho una crítica bastante buena a tu libro de arte, Kate -dijo, esbozando una sonrisa nerviosa.
– Perdóname, yo…
– No, no -la tranquilizó, sacudiéndose la ropa-. Estoy bien.
Se había congregado una pequeña multitud. Marcarini y Passatta estaban escrutando a todo el mundo.
– No pasa nada -dijo Kate-. Ha sido un accidente.
– ¿Está bien, McKinnon? -preguntó Slattery en cuanto se deshizo el entuerto.
– Lo que estoy es de los nervios -afirmó Kate.
– ¿Qué te ha hecho ese tipo? -preguntó Willie.
– No me ha hecho nada.
– ¿Así que estás bien?
– Sí -respondió Kate, y de pronto lo agarró, abrazándolo.
– ¿Estarás aquí esta noche? -preguntó él, cuando por fin lo soltó.
– No me lo perdería por nada del mundo.
«Cuánta belleza.»
Las viejas escaleras de hormigón que descendían hasta el agua negra. Las puertas medio podridas. La basura en los canales de las callejuelas.
Tendría que haber pensado en ello antes de escoger la pintura de Canaletto como imagen de fondo para el san Sebastián. Tal vez es demasiado bella. No importa. El trabajo es el trabajo. Y hay mucho que hacer y no demasiado tiempo.
La ha visto una vez, la ha observado mientras tomaba un capuchino. No parecía nerviosa. Pero tampoco suele estarlo. Es una de las cosas que tanto admira de ella, ese aire elegante que adopta en las peores circunstancias.
¿Podrá mantenerlo cuando le atraviese el cuerpo con las flechas?
«Santa Kate.»
Desde luego será un icono espectacular. Se la imagina como una foto fija, en colores, en un libro de historia del arte, con su nombre debajo, la fecha y, por último, los materiales: flechas, tela, cuerpo humano.
¿Notará ella su presencia? ¿Estará esperando su llegada, como un amante?
El pensamiento le excita.
Cierra los ojos y se deja llevar durante unos instantes, imaginando el momento.
«Paciencia, Kate. Ya llego.»
De vuelta en la suite, Kate se enfundó unos pantalones de esmoquin blancos.
Había llegado el momento y estaba lista.
Slattery bostezó y se estiró sobre la gran cama.
– No tiene por qué venir esta noche, Maureen, de verdad.
– Si le soy sincera -confesó Slattery, bostezando de nuevo-, me he pasado todo el día soñando con esa bañera.
– Que disfrute del chapuzón -dijo Kate, y se puso la americana del esmoquin sobre el sujetador blanco de encaje-. Estaré de vuelta antes de que se dé cuenta.
– No -dijo Slattery-. Debería acompañarla.
– Tendré a Macarroni y a Pasta pegados a los lados. No pasará nada. No se preocupe.
– Si usted lo dice -comentó Slattery, volviendo a hundirse entre las almohadas.
Kate se abrochó la chaqueta.
– Eh -le advirtió Slattery-. ¿No se deja nada?
– No -respondió Kate palpándose el costado-. Llevo mi pequeña 38 en una funda bajo la americana.
– Yo me refería a una blusa -dijo Slattery.
En cuanto Kate salió por la puerta, Marcarini y Passatta se le pegaron a los lados. Marcarini tenía algún que otro problema para separar los ojos de la puntilla blanca que le sobresalía por el escote.
La sala parecía sacada de las fêtes galantes pintadas por Antoine Watteau en el siglo XVIII, elegantes y decadentes, llenas de sirvientes y cortesanos, todos ellos trabajando, trabajando sin parar.
– ¿Te das cuenta de que, si tiraras una bomba aquí, acabarías con el mundo del arte? -le susurró Schuyler Mills a Willie.
Estaban en medio de la Colección Peggy Guggenheim, rodeados por las doscientas personas más importantes del mundo del arte. Todo el que pinchaba o cortaba en ese mundillo estaba pinchando y cortando más incluso de lo normal. Una mezcolanza de idiomas flotaba sobre la multitud como una nube de langostas zumbando, mientras los camareros se abrían paso por entre el gentío sirviendo un típico cóctel veneciano hecho con champán y zumo de melocotón, el bellini.
Massimo Santasiero, organizador de la Bienal de ese año, saludó a Schuyler Mills cuando aún no había soltado la mano de otra persona. Santasiero llevaba uno de esos trajes que sólo puede llevar un italiano, de un azul grisáceo brillante, tan mal ajustado que parecía que lo había tenido tirado en el fondo del armario durante varias semanas. En comparación, el almidonado modelito de Brooks Brothers de Schuyler parecía llevar todavía la percha puesta. Willie vestía una camisa blanca nueva, su corbata de la suerte, sus característicos vaqueros negros y la nueva cazadora de piel.
– El pabellón americano este año es como… ¿cómo se dice? Descarnado -opinó Massimo.
– No ha sido una colección fácil de organizar -se justificó Schuyler-. Pero creo que me ha ido bien. Y tú has hecho lo imposible para coordinar una exposición tan compleja.
Willie observó cómo trabajaban los profesionales, perseverando en la tarea de besar culos ajenos.
– Admiro tu obra -dijo Massimo a Willie-. Es tan… personal.
– Bueno, es que es mi obra.
El italiano lo miró socarronamente, sin captar muy bien la ironía.
– Estos artistas jóvenes -dijo Schuyler, mirando hacia Willie-, disfrutan lanzando piedras contra su propio tejado. ¿Verdad, Willie?
Santasiero tampoco entendió eso, pero Willie sí.
– Espero que venga a visitar mi exposición en el Contemporáneo este verano -dijo. Esta vez sí que se ganó un gesto de aprobación de Schuyler.
Charlie Kent, aprisionada en un modelito de lycra negra que le cubría de la mitad del pecho a la mitad de los muslos, se separó de una pareja de coleccionistas europeos y corrió al encuentro de Willie con sus llamativos zapatos de salón verde lima. Pasó la mirada de Schuyler a Santasiero, con el radar afinado.
– ¡Massimo! -saludó, y le tendió la mano.
El italiano la integró en la conversación.
– ¡Ah, signora Kent! Ahora mismo estaba haciendo planes para visitar la exposición de WLK Hand en el Museo Contemporáneo de Nueva York del signor Mills.
Charlie tuvo que morderse la lengua cuando oyó que lo llamaba el museo de Mills.
– Y tiene que ver la nueva obra que tenemos en mi museo. Podemos comer juntos usted, Willie y yo -apostilló, guiñándole un ojo a Willie.
Más de la mitad de las cabezas de la sala se giraron cuando Kate hizo su entrada con su esmoquin blanco y sus zapatos de tacón de aguja blancos y negros. A cada paso que daba, las solapas de satén de la chaqueta se deslizaban y brillaban, dejando entrever el sujetador de encaje blanco.
Willie se deshizo de Schuyler Mills y se sumó a un grupo de hombres y a tres o cuatro camareros que se congregaban alrededor de Kate. Marcarini y Passatta no sabían por dónde empezar a mirar.
– Signora Rothstein. Qué alegría verla -dijo Massimo besando a Kate en las mejillas mientras le bailaban las pupilas recorriendo el cuerpo de Kate-, y comprobar que está bellissima.