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– Grazie -dijo Kate, tomando un bellini de una bandeja y haciendo un esfuerzo para que con el temblor de la mano no se le cayera toda la bebida encima. Echó un vistazo al conservador italiano protegida tras su copa levantada. «¿Habrá estado últimamente en Nueva York? ¿Conocía a Pruitt del museo? ¿Podría haber conocido a Elena?» Tomó un sorbo de su bellini. Estaba paranoica, y lo sabía.

Willie se acercó un momento para darle un beso.

– ¿Cómo lo llevas? -le susurró ella.

– Hago lo que puedo -dijo él.

Massimo apareció en escena, tomó a Kate de la mano y empezó a presentarle a todo el que él consideró que debía conocer. Pero Kate no se podía concentrar; allá donde miraba veía señales de peligro. Massimo le hablaba y le sonreía, pero ella no escuchaba.

«Está aquí. En Venecia.» Kate se sentía como si la atravesara una corriente eléctrica. Recorrió la sala con la mirada.

«¿Podría estar aquí ahora mismo, en la fiesta?» No, probablemente no. La escena no era la adecuada. Necesitaría abordarla sola para convertirla en santa. No iba a ocurrir allí. De eso estaba segura. El artista de la muerte era un maniático de los detalles.

Una hora más tarde la tensión no parecía disminuir, y cuando el director de un conocido museo neoyorquino chocó con ella de espaldas, Kate se volvió y le agarró el brazo tan fuerte que el hombre soltó un grito. Se pasó los diez minutos siguientes pidiendo disculpas.

– ¡Kate! ¡Estás absolutamente fabulosa! -le dijo una mujer de piel brillante y tensa producto de los estiramientos faciales-. ¿Dónde has dejado a ese marido tuyo tan apuesto?

– Me temo que Richard no ha podido venir a Venecia. Tenía demasiado trabajo en casa.

– Déjate de bromas, Kate. Lo he visto esta tarde.

– Eso es imposible.

La mujer arrugó el gesto, algo difícil, dada la tensión de la piel.

– Bueno, habría jurado que era él.

«No, no puede ser -pensó-. ¿Richard en Venecia? Está en casa, trabajando.» De pronto, las ideas se agolpaban en su mente. «¿Podría estar aquí?» Las imágenes, el gemelo brillando en el suelo, Pruitt muerto en el baño, se sucedían en cascada.

Kate se pasó la mano por la frente. Estaba caliente. No tenía que haberse bebido esa copa. La imaginación se le estaba desbocando. «Es imposible que Richard esté aquí. Es absurdo.» -No puede ser -dijo, intentando parecer tranquila.

La mujer se encogió de hombros.

– Bueno, me ha parecido verlo en el otro extremo de la piazza. Supongo que empieza a fallarme la vista.

Kate intentó sonreír, pero no podía.

Willie se le puso al lado y le susurró:

– Ya me he hartado. Necesito dar un paseo. ¿Quieres venir?

Kate empezó a seguirle, pero Massimo la detuvo cogiéndola por la muñeca. La tenía bien agarrada y le hablaba en su inglés titubeante sobre algo relacionado con el arte y con Italia. ¿O era arte y cocina italiana?

Kate no lograba concentrarse. Willie ya estaba a medio camino de la puerta y ella quería hablar con él. Pasaron más de cinco minutos hasta que pudo librarse del conservador italiano, pronunció un tímido «Scusami» y se apresuró a salir.

Marcarini y Passatta le siguieron los pasos.

Maureen Slattery no se lo podía creer. Los dados de espuma de baño del hotel olían de maravilla. Se estiró, dejó que el agua jabonosa y caliente le relajara el cuerpo mientras observaba los elegantes detalles del baño: paredes y suelos de mármol multicolor, brillante grifería de latón y el techo pintado con querubines. De no haber sido por la pistola que tenía a su lado, en el enorme lavabo de mármol, no habría logrado creerse que todo era verdad. Ni siquiera se acordaría de que era policía.

Se rió, cerró los ojos y se hundió en el agua hasta que sintió el cosquilleo de las burbujas en la barbilla.

Mientras tomaba un puñado de burbujas aromáticas con la mano pensó que en su próxima vida quería ser como Kate McKinnon.

No había ni rastro de Willie. «Maldita sea.»

Otro motivo para entristecerse. Bueno, por lo menos él le había propuesto dar un paseo juntos. Debía de haberla perdonado. Consultó la hora. Se estaba haciendo tarde.

Debería volver con Slattery.

– Volvamos al hotel -dijo a los dos guardaespaldas italianos.

Passatta asintió. Marcarini encendió uno de sus cigarrillos sin boquilla mientras tomaban la pequeña calle que salía directamente del Museo Peggy Guggenheim y luego fueron por el gran Ponte dell'Accademia para cruzar el Gran Canal.

La noche se había vuelto fría, húmeda, y una capa de rocío lo cubría todo. La luna buscaba resquicios entre las nubes para dejarse ver, como una jovencita picara, asomando lo justo para iluminar el extremo de una catedral o un motivo arquitectónico bizantino y retirándose luego, tímida y coqueta, para aparecer más tarde con un vestido diferente.

Kate sentía la cabeza tan cargada como la noche. Se ciñó la chaqueta para taparse el pecho, que tenía casi al descubierto.

El reflejo de la luna bailaba un vals de plata por las aguas del estrecho canal. Cruzaron otro puente minúsculo. Kate oyó el sonido de las pequeñas olas que chocaban contra los cimientos y sintió la viscosidad del musgo al pasar la mano por la barandilla de hierro. Le dio un escalofrío. Se detuvo y se quedó mirando la niebla. Constantemente le venía a la mente la imagen de sí misma como un san Sebastián martirizado.

– ¿Habéis oído algo, chicos? -preguntó. El zumbido eléctrico que había sentido antes le estaba subiendo y bajando de nuevo por la espalda.

– ¿Cómo qué, signora? -respondió Marcarini.

Kate se encogió de hombros. A lo mejor eran imaginaciones suyas.

– No importa -dijo. Aceleró el paso, algo nada fácil con sus tacones de aguja.

Los tres entraron en una placita que Kate no había visto nunca antes, con sus tiendas y cafés cerrados, sin turistas. Todo estaba inmóvil. Una vez en el centro de la plaza, había cuatro salidas posibles.

– ¿Por dónde? -preguntó.

– Por el callejón -dijo Passatta-. Nos llevará a la calle del Campanile y luego a San Marcos.

El callejón estaba oscuro; sólo había unas cuantas farolas antiguas pegadas a los muros de unos edificios cercanos y no emitían más luz que un puñado de luciérnagas.

No habían atravesado más que la mitad del callejón cuando empezaron a oírse pisadas, al principio débiles, detrás de ellos.

Los policías se detuvieron y desenfundaron las pistolas.

Kate sacó su 38, echó un vistazo por encima del hombro, pero no vio nada más que niebla.

Ya no se oían las pisadas; sólo el ruido de la respiración de los tres y el batir de alas de las palomas.

– Quédese aquí, por favor, signora -dijo Passatta.

Los policías se separaron. Marcarini a la derecha. Passatta a la izquierda. Kate oyó a Passatta que llamaba a Marcarini. Su voz cortaba la niebla y emitía un ligero eco.

Kate no podía quedarse ahí esperando. ¿A qué? De pronto el pánico la atenazó. Se apresuró hasta el final del callejón y se encontró justo al borde de un canal, sin acera. El agua oscura y turbia le lamía los zapatos. Era imposible decir dónde acababa la tierra y empezaba el agua. Un par de pasos más y habría acabado en el canal. Tenía la carne de gallina.

Marcarini la agarró del brazo. Kate se revolvió y le colocó la 38 en la cara.

– ¡Oh, Dios, me ha dado un susto de muerte!

– Scusami, scusami -dijo él-. Por favor, no se aleje de nosotros, signora.

Salieron de la pequeña plaza, ahora avanzando más rápido, y entraron en otro oscuro callejón. Kate tenía los nervios a flor de piel.