A medio camino, la sombra de un hombre se les acercó como una figura en un cuadro de De Chirico. Una mínima luz que procedía de lo alto reveló el brillo de algo metálico que llevaba en la mano.
Marcarini y Passatta tiraron de Kate, apuntando con las pistolas a la sombra del hombre.
Pero el hombre también les había visto y se había ocultado contra la pared del callejón. La misma luz mínima le iluminaba la cara.
Los policías echaron a correr.
– ¡No! -gritó Kate-. Paren, no pasa nada.
Al cabo de unos segundos, cuando se retiraron los policías, Willie pudo respirar hondo.
– ¡Joder, tíos!
– Tienen que relajarse, chicos -les dijo Kate, aunque estaba igual de tensa que ellos-. ¿Qué llevas en la mano, Willie?
– Oh, ¿esto?
Y les mostró una barra de quince centímetros de bronce oxidado con una pequeña filigrana barroca en el borde.
– Es un trozo de baranda de metal, creo. Lo he recogido de la calle. Bonito, ¿no?
– Hazme un favor -le pidió Kate-. Hoy no juegues con objetos metálicos, ¿vale?
Entraron en la plaza de San Marcos.
– Ah, el Florian -dijo, pasándole un brazo por la cintura a Willie-. Venga, seguro que te iría bien beber algo.
Kate y Willie se instalaron en uno de los reservados afelpados del viejo café, en el interior. Marcarini y Passatta tomaron posiciones en la plaza, cada uno apoyado en una columna y ambos fumando sus cigarrillos sin boquilla.
– ¿Guardaespaldas? -preguntó Willie.
– Son como una lapa -respondió Kate, intentando sonreír-. Lo siento.
– Bueno, he envejecido veinte años de golpe, pero no pasa nada.
Kate sonrió, pidió copas de brandy para todos, hizo que el camarero llevara afuera las de Marcarini y Passatta y éstos le hicieron un gesto de brindis en silencio.
– Estoy muy contenta de verte -dijo Kate apretándole la mano.
– Yo también -respondió Willie.
La fachada dorada de la catedral emitía un brillo apagado y mortecino en la oscuridad de la plaza.
– ¡Este lugar es precioso!
– ¿Has visto esa película que pasa en Venecia, con Julie Christie y Donald Sutherland? Es un clásico incluso para mí. Tú probablemente no habías nacido siquiera.
– Amenaza en la sombra -dijo Willie.
– ¿Cómo sabes eso?
– ¿Yo? ¿Hay alguna película que yo no conozca? Están en Venecia, y el hijo ha muerto, y vayan adonde vayan ven el fantasma del hijo.
– Exacto -dijo Kate-. Bueno, así es como veo Venecia yo esta noche. Escalofriante.
– ¿De verdad? Para mí, Venecia es como un sueño.
Kate miró la plaza, la niebla que se asentaba. «¿Está ahí fuera?» Sintió un escalofrío.
– ¿Tienes frío?
– No -respondió, y puso su mano sobre la de Willie-. Lo siento. Lo que pasó con Darton Washington y… todo.
– No es culpa tuya -dijo. Por un momento, se planteó la posibilidad de hablarle de Henry, pero no podía.
Kate cruzó la plaza con la mirada y se fijó en el campanario, una aguja que se perdía entre la niebla. Se acabó el brandy y miró la hora.
– Debería volver al hotel.
En la entrada principal del Gritti Palace, Kate dijo Buona notte a Marcarini y Passatta, pero no se les presentaba nada buena.
Marcarini negó con la cabeza, esa cabeza tan atractiva. Passatta tenía el ceño fruncido.
– Tenemos que acompañarla hasta su habitación, signorina, y tenemos que quedarnos toda la noche.
– ¿En mi habitación?
– En el vestíbulo -precisó Marcarini con una sonrisa en los labios.
El brandy después del bellini le había hecho efecto. Kate estaba como atontada y agarraba las llaves sin convicción.
– ¿Necesita que la ayude? -preguntó Marcarini.
– Creo que puedo arreglármelas sola -afirmó Kate-. Hasta mañana.
La cama. Almohadas, un grueso y suave edredón. Es todo lo que tenía en la mente.
Pero los policías insistieron en inspeccionar primero la habitación.
Justo delante de ella, Marcarini y Passatta se habían quedado rígidos.
Kate sintió el escalofrío, real en este caso, procedente de la ventana abierta de par en par, antes de que la escena se le apareciera en todo detalle, terrible y surrealista. Su cerebro apenas podía procesarla.
Los dos policías estaban gritando, pero Kate no los oía; el zumbido eléctrico que había sentido toda la noche era tan alto que resultaba ensordecedor. «Oh, Dios mío. Cielo santo, no.»
En unos minutos, la habitación quedó abarrotada de gente. ¿O habían sido horas? Kate no estaba segura. Una horda de carabinieri y agentes de la polizia estaban discutiendo, gesticulando. Alguien tomó fotografías de la grotesca escena, mientras el pez gordo de la comisaría de policía de Venecia interrogaba a Kate.
Ella tenía la mirada perdida.
Una bombilla iluminaba el panorama nocturno de Venecia a través de la ventana abierta, y a Maureen Slattery, como si estuviera levitando, justo enfrente.
Estaba desnuda, atada con las cortinas. Tenía una de ellas en torno al cuello y la otra liada entre los muslos, como un taparrabos. Tenía una docena de lanzas clavadas en el cuerpo, que sobresalían como las púas de un puercoespín. La sangre le chorreaba por el cuerpo, le corría por los pies atados y se concentraba en un charco en forma de ameba que iba calando en la alfombra.
42
Muchos uniformes. Mucho azul.
Pero no en el cielo, que estaba gris, claro, y cubierto de nubes que amenazaban lluvia.
Primero el alcalde. Luego la comisaria Tapell. Discursos cortos. Oficiales, pero sentidos.
El funeral de una policía.
El funeral de Maureen Slattery.
Kate contemplaba las filas y filas de tumbas que se sucedían en una perspectiva lineal perfecta. La imagen la llevó de nuevo a la obra de Giovanni Bellini con una iglesia dentro de otra que tanto le había gustado a Maureen. Un artista más, un recuerdo más, destruidos por el artista de la muerte.
¿Sólo habían pasado dos días?
El vuelo de regreso había sido una pesadilla. El intento de Kate de recuperar fuerzas con un whisky, un fracaso total. Eso no podía ayudarla. ¿Cómo iba a hacerlo, con el cadáver de Slattery dentro del avión?
Echó una mirada a los padres de Maureen, junto a la tumba. Ambos tenían el rostro cubierto de lágrimas.
Se agarró al brazo de Richard.
Kate apartó el sándwich con la mano. No podía comer. «Aún no me lo puedo creer», pensaba.
Miró a través del escaparate de la cafetería hacia los peatones. Los coches se le desdibujaban.
Liz le expresaba su apoyo y comprensión con la mirada, pero sus palabras fueron duras:
– Mira, Kate, Slattery era policía. Y estaba en una misión. Conocía el peligro. Podía haberte pasado a ti.
– Se suponía que tenía que pasarme a mí.
– Tampoco habríamos ganado nada -le dijo, mirándole a los ojos-. No puedes cargártelo a la espalda. Te destruiría y lo sabes. Eres policía y estabas de servicio. Conoces las reglas. Igual que Slattery.
– No paro de darle vueltas, Liz. Pensar que sólo con que los policías italianos se hubieran separado; uno conmigo y el otro con ella. Sólo con que…
– Puedes jugar al «sólo con que» todo lo que quieras, Kate. Pero eso no te hará ningún bien. La pérdida de Maureen es una tragedia, no te lo discuto. Pero ahora mismo tienes que centrarte. El artista de la muerte sigue al acecho.
Kate respiró hondo y asintió con la cabeza. Liz tenía razón. Sólo había un modo de superar aquello.
Tenía que pillar a ese tipo. Tenía que hacérselo pagar.
Había policías en todas las sillas, contra las paredes, apretujados en los umbrales. La sala de la brigada vibraba de rabia.