Kate estaba sentada junto a Brown, en primera fila, mirando las grietas del viejo techo de yeso hasta que le recordaron Venecia, la antigüedad y la descomposición, los cadáveres en las mesas de autopsias, Elena en el depósito de cadáveres, y ahora también Slattery, colgada frente a aquella ventana abierta. Cerró los ojos y respiró.
Tapell dio unos golpecitos al micrófono con el dedo.
– A ver, todo el mundo…
Kate pensó que la comisaria parecía envejecida, nerviosa, no tan imperturbable.
– Vamos a enfrentarnos a esto -dijo Tapell-. Pero tenemos que mantener la calma.
– ¿Hasta cuándo? -gritó alguien desde el fondo de la sala. Otros se unieron al grito-: Sí, ¿hasta cuándo? ¿Cuánto tiempo más? ¡Venga ya!
Las voces se mezclaban y se convertían en un ruido confuso.
– Casi lo pillamos -declaró la comisaria. Y suspiró, dándose cuenta de lo inadecuado de sus palabras en cuanto las hubo dicho.
Una vez más los policías empezaron a gritar todos a la vez.
– Eso no nos va a llevar a ninguna parte -dijo Tapell-. Sé que os sentís frustrados. Todos estamos frustrados -precisó. Hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada-. Pero escuchad un momento. Randy Mead os va a poner al corriente a todos.
Mead chasqueó la lengua y explicó el rescate de Bea Sachs y lo cerca que habían estado de capturar al artista de la muerte. Era agua pasada, pero bastó para atraer la atención de la multitud. Luego trazó los planes para activar todos los departamentos. Tampoco era noticia, pero sonaba bien; las expresiones tipo «movilización a gran escala» y «caza del hombre» parecieron calmarles.
– Cazaremos a este hijo de puta asesino de policías -aseguró.
Eso provocó gritos de apoyo entre los agentes e inspectores, que se daban palmaditas unos a otros en un acto de clásica camaradería y avidez de sangre. Kate lo veía en sus ojos.
Mitch Freeman estaba a un lado con dos agentes del FBI con el pelo cortado al uno que hablaban en un murmullo. Por lo demás, sus caras inexpresivas no traslucían más que un ligero desdén.
Kate los miró un momento; dos de los «robots» con los que había pasado media jornada, explicando una y otra vez cada detalle de lo que había ocurrido en Venecia. El FBI había montado un pequeño campamento en la comisaría de la Sexta y no paraban de pasearse por los pasillos, enviando faxes a Quantico cada cinco minutos, generando montones de papeles y hablándose unos a otros en murmullos, siempre murmullos.
La señora Prawsinsky se atusaba los abigarrados rizos teñidos con la mano.
– Me he hecho la permanente -le dijo a Kate-. Me ha costado un riñón y parte del otro, querida. No debería ni contárselo.
– Le queda estupendamente -respondió Kate con una sonrisa forzada e intentando centrar la atención en la vecina de Elena.
El retrato robot hecho por el dibujante de la policía estaba sobre la mesa. Hasta el momento no había servido de nada.
Kate había traído una docena de pesados álbumes del archivo fotográfico de delincuentes -había de todo, desde faltas menores a asesinatos- que habían actuado en los últimos cinco años.
La señora Prawsinsky pasaba las páginas lentamente.
– ¡Uh, éste tiene una cara horrible!
Kate prácticamente le arrancó el libro de las manos a la mujer.
– ¿Es éste?
– Oh, no. No -dijo. Y pasó la página-. Sólo decía que tiene una cara… horrorosa.
Kate suspiró. Podría pasarse días allí. Pero estaban probándolo todo, y la identificación era algo que tenían que haber hecho antes; y lo habrían hecho, de no haber sido porque estaban persiguiendo al hombre equivocado.
La señora Prawsinsky se detuvo.
– ¡Ooh! -exclamó-. Mire éste -indicó, señalándolo con el dedo deformado por la artritis.
– ¿Qué? ¿Qué?
– Es idéntico a Merv Griffin, ¿no, querida?
«¡Por favor!» Kate necesitaba un descanso, un café, algo.
– Vuelvo enseguida -consiguió decirle a la señora Prawsinsky, que tenía la nariz a tres centímetros del álbum de fotos-. Pero usted siga mirando.
Bajan corriendo por las calles; son una horda amenazante, aterradora, que avanza hacia él.
Pero él no tiene miedo.
Los va eliminando de uno en uno. Brazos, piernas, arrancados del cuerpo. Una cabeza lanzada al aire. Una garganta seccionada. La calle está cubierta de cuerpos desmembrados. Aceras, alcantarillas, todo rojo.
Es todopoderoso. Un guerrero.
Pero ¿por qué le sonríe ese tonto? ¿No ve que el guerrero, el artista de la muerte, acaba de abrirle la caja torácica y le ha arrancado el corazón, que se está muriendo?
Ahora se da cuenta. Actúa con tanta naturalidad que ellos ni siquiera se dan cuenta de que es él quien inflige el daño.
Para cuando llega a su refugio junto al río, ya está seguro de que es invencible además de invisible.
Pero la visión del barullo de su mesa, los restos de horas pasadas transformando a Kate en san Sebastián, le desalienta.
Venecia debería haber sido el final. El final de ella. Ya era hora. Ése era el plan. Y lo habría sido si aquella estúpida agente de policía no lo hubiera malogrado.
Da un golpe con los puños sobre la mesa. Tijeras, cola y lápices salen volando, caen por toda la mesa en una especie de carrera disparatada.
¿Cómo iba a saber que habría otra persona en la habitación del hotel, en la bañera precisamente? Ojalá se le hubiera ocurrido otra escena para el baño. ¿Pero sin previo aviso? Imposible. No es una máquina. Es un artista. Y lo peor es que ahora no tiene ninguna fotografía, ninguna documentación.
«¿Quién tiene la culpa?»
– Me olvidé de la maldita cámara. Tenía que llevar demasiadas cosas. Al fin y al cabo soy humano.
«Pensaba que eras sobrehumano.» -¡Que te jodan!
«No se te olvidó. Eres un vago. Ahora no tengo ninguna prueba. Quizá ni siquiera lo hiciste.» -¿Quieres pruebas? -Agarra el periódico de encima de la mesa y lo esgrime en alto-. ¡Léelo!
FUNERAL POR UNA POLICÍA MUERTA
EN ACTO HEROICO
«Ah, ya veo. La heroína es ella, no tú.» -¿Estás de broma? Lloró como una niña. -Hace una bola con el periódico y la tira al suelo-. ¡Qué desperdicio, usar a san Sebastián para alguien como ella!
«¿Y tú te consideras artista?» -¡Me quedó estupenda! ¡Cualquiera se habría dado cuenta!
Se hunde en la silla. Ahora reina el silencio. Las voces han desaparecido, llevándose consigo su rabia, al igual que su fuerza. Está muy cansado… agotado. La idea de seguir, de seguir respirando, es una agonía.
El ruido de las palomas. Levanta la vista hacia el alto techo abierto. Si pudiera irse con ellas, volar por encima de toda la basura, la podredumbre y lo repugnante de su mundo… de su vida. Imágenes fugaces: piel desollada, manos amputadas, gritos, lágrimas, tanto dolor.
¿Cuántas veces había deseado poder parar? ¿Cuántas se había prometido que lo haría?
«Seré bueno. Te lo prometo, papá, te lo prometo.» Se agita en la silla. ¿Quién le estaba hablando? Se siente muy confuso.
Busca refugio en el pequeño retablo de Bill Pruitt. Ha llegado a pensar que tiene poderes especiales: la Virgen, con su sonrisa beatífica, observa al inocente Niño Jesús, símbolo de sí mismo. Ojalá pudiera arrebujarse sobre su santo regazo para que le protegiera.
¡Claro! ¿Cómo no se le ha ocurrido antes? Es mucho mejor que san Sebastián. Ella, la Virgen. Él, el Niño. Los dos. Juntos.
Inmediatamente vuelve a estar en pie, recogiendo lo que necesita, su pequeño arsenaclass="underline" una pistola, las agujas hipodérmicas, incluso la pistola de dardos, como las que usan con los animales. Es sorprendente lo que se puede llegar a comprar por Internet, lo que puede llegar a recibir cualquiera en su casa.
Ahora se siente mucho mejor. Venecia no cuenta. Esto va a ser aún mejor.
Debe atraerla hasta él.
Pero ¿cómo?
Coloca más postales y reproducciones sobre la mesa, estudia cada una de ellas, todas las imágenes, los colores, las expresiones. Pero no hay nada que le impresione. Hasta que encuentra el autorretrato en blanco y negro y, con él, la idea por fin toma forma. «Ve a buscarlo. Consíguela.» Claro. Simetría perfecta. Primero un niño. Ahora el otro.