Pero ¿podrá hacerlo? A pesar de todo, debe reconocer que quiere al chico.
«Si lo quieres, harás el sacrificio.» -No lo sé… No estoy seguro…
«Piensa en Abraham y su hijo. Y recuerda, no es más que un títere. Un modo de atraerla hacia ti.» -Pero luego… ¿tengo que matarlo?
«Sí.»
Analiza la pintura que ha escogido, deja que le distraiga de la idea de pérdida, de todos los años que ha invertido. Puede hacerlo.
Usando su cúter, recorta con todo cuidado la imagen de un joven negro con rizos rastas. Luego rebusca en su caja de postales algo que le sirva para completar la visión. Prueba una, luego otra, colocando la figura recortada encima, probando, probando, probando. ¿Debería tener más color el fondo, o menos? No. Eso no es lo que importa. Lo que importa es que quede claro.
Al final lo encuentra. Una escena.
Coloca delicadamente el recorte del hombre negro con rizos rastas encima. Las dos imágenes se funden perfectamente.
Se toma un momento, se deleita con su propio ingenio y luego pega una imagen sobre la otra.
A continuación, para dejar patente su talento, moja la punta de su pincel más fino -un doble cero de pelo de marta- en pintura acrílica negra, añade un toque de blanco titanio, consigue un gris casi idéntico al de la reproducción y luego pinta tres minúsculos depósitos de agua sobre el techo de una pequeña caseta de la imagen. Sopla encima para que se seque la pintura. Sólo tarda un minuto. Y queda perfecta.
Un edificio junto al río con tres depósitos de agua, el pequeño añadido de su creación, tan pequeños, tan impecables que parecen parte del original.
Se recuesta en el asiento.
Un niño que se fue. Uno que se irá. Podrá realizar el sacrificio.
Vuelve a admirar su creación. Está perfectamente claro. Ella lo entenderá. Y la dejará aterrada.
Floyd Brown tenía una expresión solemne cuando Kate entró en la habitación. Le acercó el álbum del archivo fotográfico y clavó el dedo sobre una foto algo borrosa.
HENRY DARNELL HANDLEY
0090122-M
Robo/Allanamiento/Posesión
Última dirección conocida: 508, calle 129 Este
– Es la que seleccionó la vecina, la señora Prawsinsky. He enviado un informe general hace media hora. Resulta que la dirección de la 129 Este es un bloque de apartamentos devastado por un incendio. Pero los coches están peinando Harlem. También han ido un par de robots del FBI. Lo encontrarán. Y hablaremos con tu chico, el hermano, más tarde.
Kate intentó digerir toda esta información de golpe.
– Willie no es responsable de los actos de su hermano -dijo, no muy segura de lo que significaba eso; era hablar por hablar.
«¿El hermano de Willie, el artista de la muerte?» Ella no lo conocía, sólo lo había visto una vez, en la ceremonia de graduación de Willie. Miró al álbum. El tipo no se parecía en nada a Willie, pero sí se acercaba bastante al retrato robot de la policía.
El teléfono móvil de Brown sonó.
– Un momento -se disculpó, y respondió la llamada.
Kate empezó a dar vueltas en la sala.
«¿El hermano de Willie? ¿Cómo es posible? ¿Tenía alguna idea Willie?»
La mente de Kate iba a toda marcha. Le había dado a Willie el retrato de la policía. Él sabía a quién buscaban. ¿Cómo podía haber seguido protegiendo a su hermano?
«Su hermano.»
Por supuesto. Ya lo veía claro. Willie estaba haciendo exactamente lo que había hecho ella: proteger a un ser querido.
– Lo han encontrado en el Spanish Harlem -anunció Brown, colgando el teléfono-. Henry Handley. Vive en algún agujero cerca del East River. Lo traen para aquí.
Willie colgó el teléfono exhalando un profundo suspiro.
No le apetecía nada hacer una visita a un estudio, darse un paseo para ir a la casa de algún artista, observar su obra y pensar en comentarios del tipo «Oh, bueno, el color está bien, y la verdad es que me gusta cómo has pintado ese "como se llame".» Pero ¿cómo iba a decir que no?
Tenía que hacerlo. Se lo debía. Si lo único que quería era que visitara a un artista -como «favor personal»-, Willie no podía negarse. ¿O sí? Reconocía perfectamente las peticiones que eran más bien órdenes.
Apartó los pinceles a un lado.
Quizás una pausa no le iría mal.
Willie echó un vistazo al cielo azul cobalto, realzado aún más por los rayos del sol, que hacían brillar como oro el bronce de las estructuras metálicas de los edificios del SoHo.
El aire, cálido y algo húmedo, anunciaba la llegada del verano.
Cortó por Hudson Street, leyó la dirección que había apuntado, que en realidad no era una dirección, sino más bien una descripción vaga: hacia el oeste por Jane Street, cruzando el cinturón y luego a la derecha; sigue en dirección norte a lo largo del río. No tiene pérdida.
Un estudio junto al río.
Bueno, por lo menos sonaba exótico.
Willie aceleró el paso.
43
No había ni un árbol a la vista. Sólo un par de bloques de viviendas altas del estilo de las de protección oficial a ambos lados de un solar lleno de neumáticos viejos y botellas rotas entre la basura y los hierbajos. El resto de la calle estaba desolado, arrasado. Sólo quedaba un edificio solitario en pie.
– No parece habitable, ¿verdad? -El joven policía se atusaba nerviosamente las puntas del bigote mientras miraba por el parabrisas la devastada estructura de una planta, en la que faltaban la mayoría de las ventanas. El río no era más que una cinta de azul plomizo que pasaba por detrás.
Su compañero, de cara pálida y también joven, se limitó a encogerse de hombros, aburrido o intentando parecerlo con todo su empeño.
El edificio parecía desierto, pero los tenderos del otro lado de la calle habían identificado la fotografía y el dibujo de la policía.
Los policías tenían instrucciones de esperar refuerzos. No sabían quién era este payaso que perseguían, pero Mead y Brown les habían repetido insistentemente que «actuaran con precaución».
Al cabo de unos momentos, un segundo vehículo de la policía de Nueva York atravesó la calle en silencio, sin señales luminosas, sin sirenas, como si se deslizara al lado del primer coche. Bajaron la ventanilla y un agente se asomó y dijo:
– Los detectives están justo detrás, en un coche sin distintivos.
Entonces fue un sedán Ford azul, de un modelo de principios de los noventa, el que pasó por detrás de los otros vehículos. Las puertas se abrieron y dos agentes hicieron un gesto a los otros policías para que salieran de sus coches. Los seis avanzaron en grupo.
Uno de los detectives de Homicidios, un tipo de unos cuarenta años en mangas de camisa con un tic nervioso en el ojo derecho, preguntó:
– ¿Seguro que está ahí dentro?
El agente del bigote señaló con un gesto de la cabeza al colmado y licorería.
– Según los tenderos, dicen que lleva encerrado en el almacén más de una semana. Va a las tiendas una o dos veces al día. Tiene dinero para comprar sándwiches de mortadela y vino de garrafa.
– Muy bien -respondió el detective, dándose un manotazo en el ojo del tic-. Vosotros dos, id a ver si hay salida por detrás. Esperaremos vuestra señal y luego entraremos por delante.
Hizo un gesto a su compañero, que ya había desenfundado la pistola.
Los dos agentes iniciaron ese tipo de carrera con el cuerpo agachado famosa por las series de policías de televisión, llegaron hasta la triste calle y desaparecieron tras el almacén.
– ¿Sabéis quién es el sospechoso? -preguntó uno de los policías a la espera.