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– No -respondió el detective de Homicidios con el problema en el ojo.

Pero era mentira. Había hablado con Brown y tenía una idea bastante clara de quién era, aunque no iba a decir nada. Si era quien él pensaba, su misión era mantener la calma y no hacérselo saber a los otros policías. De haberlo sabido, habrían disparado al cabrón nada más verlo.

El ambiente era denso; la tensión, palpable.

– Empieza a hacer calor -comentó su compañero, balanceándose sobre los talones.

El hombre del tic asintió.

La voz de un agente uniformado sonó en el receptor de radio:

– No hay salida por atrás -susurró-. La puerta está cerrada con tablas. Las ventanas, también.

El detective se frotó el ojo, hizo un gesto a los otros agentes para que estuvieran preparados.

– Vosotros dos, venid delante -dijo por la radio de mano-. Estamos justo detrás de vosotros. Y mucha calma. Despacito. No necesitamos ningún puñetero héroe.

Corrieron hacia la entrada del almacén, se encontraron con los otros dos uniformados y pasaron por la puerta con las pistolas en ristre.

Las ventanas rotas y las grietas del techo apenas dejaban pasar luz suficiente para iluminar la escena: cuatro o cinco tipos arracimados alrededor de un bidón de basura, fumando crack.

Todos los policías gritaron a la vez:

– ¡Manos arriba, hijos de puta! ¡No mováis ni un puto dedo! ¡Ni respiréis!

Los drogadictos salieron corriendo como ratas.

Pero los policías fueron más rápidos y los atraparon uno tras otro, aplastándolos contra las paredes de ladrillo y apretándoles la pistola en la espalda.

Cuando los sacaron a la calle, esposados y resoplando, los drogadictos parecían un puñado de niños perdidos y desolados.

Los agentes separaron a Henry del grupo justo cuando llegaba el furgón policial.

– ¿Qué queréis? -A Henry le temblaba el labio, aunque intentaba hacerse el duro.

Los dos agentes lo aplastaron contra el frío metal del furgón policial, le abrieron las piernas y lo cachearon. En un bolsillo le encontraron un cuchillo y en el otro un puñado de fotografías de una joven hispana.

El hombre del tic las miró y reconoció a Elena.

– Estás detenido.

Intentó empujar a Henry para que entrara en el coche de policía, pero Henry se dio la vuelta y le dio al policía con el pecho, como si fuera un jugador de fútbol americano.

El policía le propinó dos puñetazos en la barriga.

Henry se quedó doblado, cayó de rodillas y tuvo arcadas.

Los inspectores lo levantaron por las axilas y lo tiraron sobre el asiento trasero del coche. Dos agentes uniformados se sentaron a derecha e izquierda.

De vuelta en comisaría, Kate observó que los polis se habían cebado con Henry: tenía un ojo medio cerrado y amoratado y el labio roto. Aún estaba esposado y tenía los brazos estirados tras el respaldo de una silla de metal; la luz fluorescente de la sala de interrogatorios le otorgaba un tono grisáceo a la piel.

Mead estaba interrogándolo. La última media hora había estado presionando a Henry, pero realmente no había llegado a ninguna parte.

Mitch Freeman estaba junto a Mead, tomando notas. Había un par de robots del FBI a ambos lados de Henry, preparados para entrar en acción, como si de algún modo Henry pudiera de pronto reventar las esposas y matar a todos los presentes en la sala.

Kate y Brown observaban a través del falso espejo.

Mead extendió sobre la mesa las fotos que le había encontrado a Henry.

– ¿Quieres decirme de dónde sacaste estas fotos de Solana? -preguntó. Kate pensó que sería la décima vez que lo hacía.

Henry tenía la mirada perdida; estaba pensando. «¿De dónde las saqué?» No estaba seguro. Todo parecía tan antiguo, tan lejano…

– Esta tal Solana te gustaba -dijo Mead-. Eso ya lo veo. -Chasqueó los dientes-. ¿Y qué pasó? ¿Se te quitó de encima? No podías aceptarlo, ¿eh? Una chica así. ¿Quién se cree que es, verdad? Mujeres -añadió, con un guiño de camaradería-. Te dejan hecho mierda. Todas son iguales.

Henry no hacía más que observarle con la mirada perdida.

Kate se preguntaba cuándo le iban a conseguir un abogado al pobre desgraciado, algo que no le había preocupado cuando era ella la que interrogaba a Damien Trip. Pero ¿era posible que pensaran que Henry, este patético yonqui, era su hombre?

– No me lo puedo creer -le dijo a Brown-. Están perdiendo el tiempo.

– No lo sé -respondió Brown-. He visto cosas aún más raras: tipos con aspecto de bibliotecarios que han matado a familias enteras con niños. Se vienen abajo cuando los pillas.

Mead tomó un papel de encima de la mesa.

– Aquí dice que trabajaste como mensajero para el Servicio de Mensajeros de Manhattan. Una forma cojonuda de entrar y salir de los edificios con paquetes y sobres, ¿verdad, Henry?

Freeman sugirió que le soltaran las esposas y le ofreció a Henry un cigarrillo y una cálida sonrisa. También guiñó el ojo, pero no a Henry, sino a Mead, que asintió levemente.

Henry aspiró el cigarrillo como si fuera oxígeno.

– El modo en que dejaste a aquella chica, a Elena Solana -dijo Freeman-, qué bonito, colega. La verdad es que me impresionó.

Henry tenía los párpados medio cerrados. Estaba repasando la escena mentalmente, con el cuerpo de Elena ensangrentado. Pero estaba confuso. Realmente no recordaba la parte del asesinato. ¿Sería la droga? ¿El crack} Quizá sí. Todo lo que recordaba era la sangre en sus dedos y las fotografías que sacó del tocador. Sí, así es como las consiguió.

– Yo las tomé -dijo-. Las fotos, yo las tomé.

Mead levantó la cabeza.

– Así que fuiste tú quien hizo el trabajo artístico -declaró Freeman-. ¡Pues eres muy bueno!

Henry parpadeó, inseguro.

– Lo están confundiendo -dijo Kate-. Es absurdo.

– Así que tú tomaste las fotos de Solana -enunció Mead frente a una grabadora situada en la mesa, entre los dos-. Estabas allí.

– Por supuesto que estaba allí -dijo Freeman-. ¿Cómo habría podido hacer un trabajo tan genial si no hubiera estado allí? -añadió, de cara a Henry, y le dio un codazo, como si fueran colegas-. ¿No es cierto, Henry?

Henry casi sonrió.

– Dilo -insistió Freeman-. Estabas allí.

– Estaba allí -repitió Henry.

Kate ya no lo soportaba. No se quedaría viendo cómo arrollaban a Henry sólo porque necesitaran un chivo expiatorio.

– Ahora vuelvo -le dijo a Brown.

Al cabo de unos minutos, con las fotos en la mano, Kate irrumpió en la sala de interrogatorios.

– Ahora no, McKinnon -dijo Mead.

– Henry, soy Kate McKinnon. Nos conocimos hace mucho tiempo.

Henry levantó la vista.

– McKinnon… -Mead chasqueó los dientes y le lanzó una mirada amenazadora. Los dos robots, también.

– Sólo un minuto, Randy -respondió. Colocó una de las fotografías de la escena del crimen de Elena sobre la mesa-. Dime, Henry, ¿de dónde sacaste la idea? ¿En qué… te inspiraste?

Henry la miró con ojos inexpresivos.

– ¿Y en ésta? -Sostenía una foto de la escena del crimen de Ethan Stein frente a la nariz de Henry-. ¿En qué se basa?

Henry se apartó de la foto.

– ¿Qué quieres decir con… «se basa»?

Mead suspiró profundamente.

– Sólo quiero un par de nombres, Henry. Nombres de obras -dijo Kate.

Henry repitió las palabras como si no tuvieran ningún sentido:

– ¿Nombres de obras?

– Está colocado, McKinnon -dijo Mead.

– Eso está claro -replicó Kate-. Y tampoco sabe de qué estoy hablando. -Le dio a Henry una palmadita en el hombro-. ¿Verdad, Henry?

Henry le sonrió.

– Lo siento, muchachos -dijo Kate, negando con la cabeza-. Por mucho que queráis que lo sea, no es él.

– ¿Y entonces cómo consiguió las fotografías de Solana? -preguntó Mead.