Kate reflexionó unos instantes.
– La señora Prawsinsky dijo que había visto a un hombre negro en casa de Solana la noche del asesinato, y creo que tenía razón. Probablemente fuera Henry. ¡Le gustaba la chica, por Dios! Pero eso no lo convierte en nuestro asesino. -Dirigió la mirada a Mitch Freeman, que no podía disimular su decepción-. Venga, Mitch. Sabe que no es nuestro hombre.
Freeman suspiró.
Kate estaba cansada y a punto de volver a casa cuando Brown le colocó el collage sobre la mesa.
– Sin sellos. Nada. Según el poli de la entrada, lo trajo un niño de la calle. Se lo había dado otro niño de la calle al que no podemos localizar.
– Dios -dijo Kate, mirándolo-. Otro.
– ¿Qué significa?
– Significa que el artista de la muerte aún está ahí fuera. -Kate estudió la imagen y se quedó pensando unos instantes-. Bueno, básicamente tenemos dos imágenes superpuestas. Una de un hombre negro. La otra, un paisaje. El personaje es fácil. Es un Basquiat.
– ¿Un qué?
– Jean-Michel Basquiat. Un artista célebre de los ochenta. Murió por sobredosis de heroína antes de cumplir los treinta. Estoy casi segura de que lo que tenemos delante es uno de sus autorretratos.
– ¿Y el paisaje?
– Eso es fácil. Frederic Church. Formaba parte de la Escuela del río Hudson, un grupo de paisajistas del siglo XIX. Diría que esto es una vista del Hudson.
– Un momento -intervino Brown-. Tenemos un autorretrato de un tío negro y un panorama de un río. Eso suena a Henry Handley.
– Pero no lo es -dijo Kate. Estaba segura.
Willie empezaba a disfrutar de su paseo. Cogió el ritmo y se abrió paso entre los ciclistas y los patinadores que llenaban el estrecho paso entre la carretera y el río. Todo el mundo estaba aprovechando la cálida noche.
En el muelle de Christopher Street, una escena de El rito de la primavera: una orgía de hombres musculosos paseando por el malecón. Willie se dio por aludido y pensó que quizá debería pasar un poco más de tiempo en el gimnasio. Pero en el siguiente muelle, o lo que quedaba de él -un entramado de tablones y algunos postes saliendo del agua verdosa- no había hombres guapos, sino sólo vagabundos pasándose una botella, y la idea de las pesas o de los bancos de abdominales parecía absurda allí.
Willie se apoyó contra la valla y se quedó mirando un puñado de postes que salían del agua. Le recordaron Venecia, sólo que sin el glamour y la belleza decadente, y el tiempo pasado con Charlie Kent, que le había dado plantón el día antes y no le devolvía las llamadas. Aparentemente, ya había conseguido lo que quería de éclass="underline" su obra.
Miró la costa de Nueva Jersey, al otro lado del río, los bloques de apartamentos de las Palisades, una serie de inhóspitos edificios que destacaban contra el cielo oscuro.
Frente a él, unas obras de construcción paradas hasta el día siguiente; justo detrás, lo que parecía ser un viejo edificio portuario construido sobre un muelle.
Willie comprobó sus notas. Acababa de pasar Jane Street.
Debía de ser allí.
Mead se sujetaba la cabeza con las manos y apoyaba los codos sobre la mesa de reuniones.
– Henry Handley está en un calabozo -dijo, sin gran entusiasmo-. Sólo hasta que estemos seguros.
Mitch Freeman se sentó frente a él, y los dos robots se sentaron a ambos lados de Mead.
Clare Tapell tenía los brazos cruzados sobre el pecho.
– Muy bien -dijo-. Así, entiendo que no es Henry Handley. Entonces, ¿quién?
Kate pasó a Tapell, Mead y Freeman unas copias que había hecho del último mensaje del artista de la muerte: la figura del hombre negro pegada sobre una vista de un río, y Brown y ella miraron el original.
– Tradúcemelo, Kate, por favor. -Los ojos negros de Tapell miraban a Kate con un atisbo de desesperación-. Acabo de llegar del despacho del alcalde -añadió. Suspiró y negó con la cabeza-. No me preguntéis.
– He comprobado las obras para estar completamente segura -dijo Kate-. El paisaje es sin duda de Frederic Church. Es una vista desde Olana, cerca de Hudson, en el estado de Nueva York, donde vivía el artista. Lo pintó hacia 1879, justo antes de que la artritis le obligara a dejar de pintar.
– ¿Y eso qué nos dice? -preguntó Freeman.
– Yo diría que nos da el emplazamiento -dijo Kate-. Hudson es la pista, por lo del río del mismo nombre. Creo que se trata sobre todo de eso. Quizás haya más, pero si lo hay, no caigo. Por ahora. -Señaló la figura, que era casi del todo negra, con grandes manos, pelo de punta, óvalos blancos en lugar de ojos y una boca en tablero de ajedrez. El artista de la muerte había añadido un gran cuchillo rojo, pintado sobre la figura negra, clavado en su pecho-. Es una obra de Basquiat. De 1982. Es un autorretrato, pero no se le parece -continuó Kate-. He visto muchas fotos de Jean-Michel Basquiat, y no se le parece en nada. -Se paró a pensar unos instantes-. Supongo que representa a los jóvenes negros en general. Podría ser cualquier chico con rizos al estilo rasta.
Al instante reaccionó ante sus propias palabras: «Cualquier chico con rizos al estilo rasta.» -¡Oh, Dios mío! -Se llevó el teléfono móvil a la oreja.
– ¿Qué pasa? -preguntó Tapell-. ¿Qué?
– Espera un momento. -Kate levantó una mano para. detenerla, mientras con la otra se apretaba el teléfono contra la oreja. Apretó un botón de marcado automático-. Maldita sea. Una máquina. Maldita sea.
El contestador se conectó. Todos -Mead, Tapell, Brown, Freeman e incluso los robots- estaban esperando, pendientes de sus palabras.
– Willie -dijo Kate-. Willie Handley.
Levantó de nuevo la mano, volvió a apretar la tecla y esta vez dejó un mensaje:
– Willie, soy Kate. Si oyes este mensaje, quiero que me llames enseguida. ¿Me oyes? Enseguida. No vayas a ningún sitio, Willie.
Colgó el teléfono y suspiró.
– Creo que el artista de la muerte tiene a Willie Handley en su punto de mira.
– ¿Por qué? -preguntó Brown.
Kate se recogió el pelo detrás de las orejas.
– Para llegar hasta mí -respondió-. El tipo ha estado siguiéndome los pasos desde el principio, acercándose cada vez más. Quiere llegar hasta mí, y ahora se le ha ocurrido un modo seguro de hacerlo: a través de alguien a quien quiero. -Las palabras le salían a borbotones. Se encogió de hombros-. Pero Willie no es más que el cebo. Me quiere a mí. -Kate agarró el collage del artista de la muerte-. Está todo aquí. Sencillo y claro. Lo que yo le había pedido. El río Hudson. Un joven negro. Él tiene que ser su próxima víctima. -Kate tomó aliento-. En Venecia se suponía que iba a ser yo, ¿os acordáis? El santo muerto tenía mi cara. Pero Slattery se interpuso. Ahora me está llamando, me está haciendo una señal. Esto es una puta invitación. Tiene que serlo. -Se quedó mirando la imagen. Se lo imaginaba ideando la escena: pensando en ella, en cómo descubriría el montaje, en el terror que sentiría al perder a Willie. Sí, desde luego, la conocía. Pero ella también lo conocía a él-. Debe de tener una casa junto al río.
– Su refugio -dijo Freeman.
Kate intentó llamar a Willie de nuevo. Seguía sin responder. Se dirigió a Mead:
– Lleven un coche a casa de Willie, por si vuelve. No le permitan salir. -Volvió a mirar el collage-. Esta imagen no da ninguna indicación temporal. Tenemos que ponernos en marcha.
– ¿Estás segura? -preguntó Tapell-. De lo de la casa en el Hudson, quiero decir.
Kate volvió a mirar la imagen.
– No puedo jurarlo, Clare, pero tengo la sensación. En el estómago. Aquí es donde está. Donde planea sus acciones.
Freeman asintió.
Kate miró una vez más.
– Y me está esperando. Tapell la contempló con cierto aire solemne.
– Bueno, de momento no te has equivocado -dijo, y se llevó el teléfono a la oreja.