– ¿Y si aún no tiene a Willie Handley? -preguntó Mead.
– Bueno, pues es el momento de encontrarlo, cueste lo que cueste. -Kate agarró su Glock y comprobó la munición-. Es una oportunidad de pillarle, Randy, tenga a Willie o…
– La quiero viva, McKinnon.
– Yo también -dijo Kate al tiempo que se guardaba la Glock en el bolsillo de la chaqueta. También cogió su 38, la introdujo en la pernera y se la sujetó al tobillo.
– Tengo que comunicar al FBI lo que está pasando -dijo Freeman.
Tapell asintió mientras abandonaba la sala con los dos robots pegados a sus talones. Empezó a llamar por dos teléfonos a la vez. Mead daba órdenes a toda prisa a un par de agentes.
Transcurridos diez minutos, trazaron el plan de acción.
– Están formando una patrulla de asalto -dijo Tapell-. Pero necesitan unos cuarenta y cinco minutos para movilizarse.
– El control de patrullas pone dos docenas de coches a nuestra disposición -dijo Mead-. La mitad de los coches empezará en Battery Park y buscarán hacia el norte. Los otros empezarán por el norte e irán bajando hasta encontrarse con los primeros.
Freeman llamó para comunicar que el FBI quería agentes en cada coche.
– Busquemos un helicóptero -propuso Brown- para examinar la orilla con focos arriba y abajo.
Tapell hizo la llamada.
– No puedo esperar más -dijo Kate a Brown-. Me voy.
– No sabe por dónde empezar -replicó Mead.
– Déjeme llamar a Ortega, de urbanismo -dijo Brown.
Kate consultó su reloj.
– Es demasiado tarde, ya hace tiempo que han cerrado.
Se estaba impacientando. No era posible esperar mucho más.
– Puedo llamarlo a casa -dijo Brown, con el teléfono ya en la oreja.
– El helicóptero despegará del helipuerto de la calle Treinta y cuatro en veinticinco minutos -anunció Tapell.
Kate daba vueltas por la habitación con paso nervioso.
Tapell volvía a estar al teléfono, movilizando a las patrullas.
– Ortega dice que hay un mapa informatizado de toda la ribera -dijo Brown, con el teléfono en la mano-. Podemos ver qué edificios son nuevos, cuáles viejos y todo lo que está en obras. -Tomó por sorpresa a un novato que acababa de entrar en la sala de reuniones-. Tú debes de saber cómo funciona esto. -Le arrastró hasta una silla frente a un ordenador y le pasó el teléfono-. Habla con Ortega.
Al cabo de unos minutos, el novato imprimió un mapa.
– No es gran cosa -dijo Kate.
– Es algo. Por lo menos sabemos que esto y esto -dijo Brown señalando el mapa con el dedo- son colectores de alcantarillado. No estará ahí.
– Vamos -dijo Kate-. Iremos en su Pinto.
– Las patrullas saldrán en cualquier momento -dijo Mead. Y les gritó-: Si encontráis algo, lo que sea, pedid refuerzos. ¿Entendido?
44
Al otro lado del río, el reflejo de las luces de Hoboken bailaba sobre las aguas del Hudson como anguilas luminiscentes. Willie se detuvo un momento para observar una barca de remos que se abría paso pesadamente por el agua.
Justo delante, aquel enorme almacén, el antiguo edificio sobre el muelle, se levantaba como un cubo negro contra el cielo plomizo. Miró el reloj. Las ocho de la tarde. Llegaba puntual.
¿Podía ser ése el sitio? La puerta, de madera maciza y con perfiles de acero, estaba ligeramente entornada. Willie la empujó con el hombro. Se abrió con un chirrido.
El interior era húmedo y frío, como un gimnasio. Los techos eran de diez metros de altura, con grietas que permitían ver el cielo; cuatro o cinco focos metálicos colgados de gruesas vigas de madera emitían una luz tenue. Al otro lado de la sala había dibujos y fotografías clavados en la pared; en el centro se hallaba una gran mesa de trabajo cubierta de imágenes recortadas, tijeras, cúteres y pegamento.
– ¿Te gusta? -Las palabras venían de detrás y resonaban por toda la sala.
Willie se volvió.
– Oh, estás ahí. Menos mal. Empezaba a preguntarme qué era todo esto.
– Un estudio estupendo, ¿no? De día la luz es oro puro.
Willie avanzó unos pasos.
– Pero hace un frío increíble. ¿Cómo lo calientas?
– Los artistas han trabajado en condiciones de pobreza durante siglos. Recientemente, hasta los de tu generación, no se les mimaba.
– ¿Mi generación? ¡Como si los bloques de hormigón en los que crecí tuvieran piscina y pistas de tenis! -Willie se rió.
– Pobrecito. Todo el mundo se queja siempre de su infancia desgraciada. -Ya siente cómo se va produciendo la separación, ese estado de fuga que se apodera de él cuando ejecuta su obra. Pero también está excitado. Nunca ha tenido a un artista vivo en su estudio.
Arriba se oye una barahúnda. Willie levanta la vista. Es una pequeña bandada de palomas, batiendo las alas.
– Unas cuantas han anidado ahí arriba. Bonito, ¿no?
– Me recuerda Venecia -contestó Willie. Avanzó unos pasos. Los dibujos de la pared aún le resultaban borrosos, confusos. Pero cuando se acercó para verlos mejor, se quedó inmóvil-. ¿Qué…? -Los ojos de Willie recorrían el muro lleno de agujeros y las espeluznantes fotografías: Ethan Stein, Amanda Lowe, instantáneas de Elena.
Dio un grito ahogado.
Brown conducía el Pinto tan despacio que los coches se iban aglomerando detrás y tocaban las bocinas. Habrían podido poner la sirena en el techo, pero no querían anunciar su llegada por si encontraban el lugar.
Kate tenía el mapa de construcciones de la ribera y el collage del artista de la muerte sobre el regazo. Había intentado llamar a Willie cuatro o cinco veces, pero en vano. «Por favor, Dios mío, haz que esté por ahí, en cualquier sitio menos aquí.» Pero tenía aquella sensación incómoda en el estómago, la que sentía cuando algo iba mal.
De pronto sonó la radio:
– Brown, McKinnon.
Kate agarró el receptor. Era Mead.
– ¿Dónde estáis?
– Acabamos de empezar -respondió Kate-. Por South Ferry. Ahora no puedo hablar, Randy. Tenemos que empezar a mirar.
– Los coches patrulla empezarán a entrar en acción en cualquier momento -indicó-. Y el FBI ha decidido traer algunos coches propios.
– Muy bien -dijo Kate. Cortó, con una frustración aún mayor que cuando habían empezado su búsqueda-. Dios Santo, podríamos pasarnos toda la noche haciendo esto. ¿Qué estamos buscando?
– Comprueba el mapa -indicó Brown.
– Vale. -Kate tomó aliento, intentó calmarse y se acercó el mapa-. Según esto, hay unos cuantos edificios viejos justo bajo el Holland Tunnel que podrían ser habitables… en cierto modo. Luego, algunos almacenes y un par de edificios portuarios en espera de ser demolidos desde el West Village hasta donde empiezan los muelles de Chelsea. Y unos cuantos más a partir de la 30 Oeste. -Echó un vistazo por la ventana en dirección a la orilla, que se estaba oscureciendo, y una idea empezó a tomar forma-. Luces -dijo-. Deberíamos buscar luces. Si los edificios están abandonados, estarán a oscuras.
– Claro -corroboró Brown.
Incluso la estatua de la Libertad le parecía de mal agüero a Kate, como si la vieja señora escondiera algún secreto, como si con el brazo levantado detuviera a los visitantes en vez de darles la bienvenida. Kate, desde el otro lado del río, observó el venerable icono con su antorcha que brillaba contra la oscuridad del cielo, y luego avistó un edificio junto a la carretera que le pareció sospechoso. Pero, al acercarse, observaron que se trataba de unas obras en construcción: había una serie de bombillas colgando de cables que apenas iluminaban una pequeña estructura de ladrillo.
El Pinto de Brown avanzó lentamente por la carretera que seguía el río, lo más cerca posible del arcén.
Estaba ahí fuera. En algún lugar. Esperándola. Kate lo sentía.
Consultó de nuevo el mapa y luego observó el collage, con la figura del hombre negro recortada sobre el paisaje del río Hudson.