El siguiente grupo de edificios tenía las puertas y ventanas condenadas con tablones.
Kate y Brown llegaron hasta Greenwich Village sin encontrar gran cosa que les llamara la atención. Ninguno de los dos hablaba y la tensión reinaba en el ambiente.
Frente a Westbeth, la residencia de artistas, tuvieron que detener el coche. Los coches de bomberos bloqueaban por completo la carretera con las sirenas encendidas y proyectaban luces anaranjadas sobre el edificio. Un centenar de bocinas de coche competían con las sirenas de los bomberos, componiendo una sinfonía de frustración. Brown intentó retroceder, pero se había quedado completamente atascado. Durante unos instantes se unió a los que tocaban la bocina, pero no servía de nada. Kate enseguida salió del coche.
– Probablemente sea una falsa alarma, pero tenemos que comprobarlo -dijo un bombero rollizo-. Dennos diez minutos.
– No tenemos ni un minuto. Somos de la policía -le apremió Kate-. Y es una emergencia.
Al cabo de unos minutos, el bombero se puso a dirigir el tráfico. Apartó un coche hacia un lado y otro hacia el otro hasta que el Pinto quedó libre. Brown condujo en dirección contraria para maniobrar, hizo chirriar los neumáticos y dobló la esquina para volver a la carretera.
– Según el mapa, deberíamos estar llegando cerca de un par de antiguos almacenes -dijo Kate.
– Ahí están, justo delante -respondió Brown.
– ¿No ve luz dentro de uno de los edificios? -observó Kate.
Brown metió el Pinto por el arcén polvoriento y los dos salieron corriendo del coche.
El edificio era grande y estaba destartalado. Kate dudó un minuto. Oyó algo -¿voces?- en el interior. Con la Glock en la mano, dio un paso atrás y luego soltó una fuerte patada contra la antigua puerta de madera. Se rompió y cayó como una caja de mondadientes.
Seis o siete vagabundos estaban congregados alrededor de una pequeña hoguera, asando salchichas con palos. Levantaron la mirada sin inmutarse. Había basura por todas partes. El hedor era terrible. Kate y Brown se retiraron. Unas criaturas pequeñas y negras -ratas- salieron corriendo en busca de un refugio.
Una gran obra artística. Siempre sorprende. Al principio. Hasta que te acostumbras.
Willie retrocedía sobre sus pasos lentamente. ¿Debería salir corriendo? No estaba seguro. «¿Cómo puede ser? ¿Schuyler Mills?» ¿El hombre que había alimentado su obra?
Pero el conservador del museo le había leído el pensamiento a Willie y dio un paso adelante. Le agarró el brazo con los dedos y le apuntó en la sien con un pequeño revólver.
– Ven -le apremió, con voz tranquila-. Quiero que veas algo.
El corazón de Willie latía tan rápido como las ideas que se le agolpaban en la mente. «Imposible. ¿Sky, el artista de la muerte?» No se lo podía creer. ¿Debía atacar? ¿Debía arriesgarse a recibir un disparo?
– Aquí. -Schuyler condujo a Willie por otra puerta hasta una sala contigua.
La sala era más pequeña, larga y estrecha, como una pista de bolera. La única luz procedía de los neones de los anuncios de la otra orilla del Hudson, y se filtraba por los agujeros de las paredes. Willie no veía gran cosa, pero sentía el agua que se colaba a través del suelo medio podrido y que le mojaba los zapatos.
– Espera. -Mills soltó el brazo de Willie para coger una linterna que estaba colgada de una columna.
Willie pensó: «Ahora.» Era el momento de escapar, pero entonces el frío metal del cañón del revólver le rozó la oreja.
– Quieto -ordenó Mills. Pulsó un interruptor y un rayo de luz iluminó la escena contra el fondo oscuro-. No la juzgues precipitadamente, por favor. La obra aún está inacabada.
Willie tardó un momento en darse cuenta de lo que era. Advirtió que era una figura apoyada contra un muro, o contra lo que quedaba de él y -¡cielo santo!-, ¿eso era una cabeza, en una bandeja, en el suelo?
– Artemisia Gentileschi -dijo Mills-. La única mujer pintora verdadera del Renacimiento italiano. Estaba seguro de que a la señorita Kent le encantaría ser la protagonista.
De pronto lo vio con toda claridad. La cabeza. La cabeza de Charlie. En la bandeja. Flotando en un par de centímetros de sangre coagulada, como gelatina. Su cuerpo decapitado estaba apoyado en la pared. Era justo como la visión que había tenido. Sentía que se mareaba. Pero entonces le vino a la mente otra imagen -de sí mismo, cubierto de agua hasta la cintura- y, con ella, la convicción de que estaba a punto de morir.
– Es Judith decapitando al general asirio. Pero lo que la hace especial es que la señorita Kent interpreta ambos papeles: Judith y Holofernes. Es una pieza muy conceptual. Quizá no tan clara como le gustaría a tu amiga Kate, pero…
Dio la impresión de que entraba en trance durante unos instantes y Willie se dio cuenta. Se movió hacia un lado rápidamente y le dio un duro golpe a Mills en la garganta. La pistola voló y salió rodando por el suelo. Willie se lanzó a buscarla. Pero justo cuando alcanzaba la culata con los dedos, sintió un pinchazo en el muslo. Las toxinas le penetraron en el músculo y alcanzaron el sistema circulatorio. El ardor era casi insoportable. Willie profirió un grito de dolor. Cuando ya tenía el revólver en la mano, no podía cogerlo.
«Mierda.» Quería guardar la hipodérmica para Kate. Se frotó la suave piel de la garganta.
– No tenías por qué golpearme. Me has hecho daño, ¿sabes?
Willie apenas sentía las piernas ni los brazos. Intentó arrastrarse para resguardarse, ¿pero dónde? El suelo de cemento le arañaba el cuerpo; un clavo oxidado le hizo una herida en la mano y luego le rasgó la pernera del pantalón. Le salía sangre de la palma de la mano y le mojó los pantalones. Pero Willie no sentía nada.
– Tranquilo. No te matará. Parálisis temporal, eso es todo. -Mills se agachó hasta que tuvo los ojos a sólo unos centímetros de los de Willie-. Nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes, ¿verdad? -Le acarició la frente-. Eres como un hijo para mí.
Willie intentó hablar, pero no pudo.
– Se te paralizarán todos los músculos, incluidos los de la garganta.
Lo agarró por los tobillos y lo arrastró hasta una esquina de la sala. La cabeza de Willie iba chocando contra el suelo duro y húmedo. Pero el dolor no era nada comparado con el miedo.
– No he tenido mucho tiempo para preparar esto. Tendrás que perdonarme.
Willie se lo quedó mirando, impotente, con los brazos muertos y las piernas absolutamente insensibles.
En la pared había dibujado un esbozo: una vista de un río.
– Escuela del río Hudson. Frederic Church -explicó Mills-. Pero no es más que una imitación. -Empujó a Willie contra la pared y le arregló un poco la pose-. ¿Crees que te podrás poner de pie? -preguntó-. No, claro que no. -Tenía en la mano una de esas barras de ceras que usan los artistas. Agarró a Willie por la mandíbula-. Estáte quieto -le dijo-. Tengo que hacer que te parezcas al Autorretrato de Basquiat. Le perfiló los ojos con una cera blanca y luego pintó a cuadros la boca de Willie.
Dio un paso atrás.
– No está mal. Pero tengo que levantarte. -Se retiró y revolvió lo que tenía en la mesa-. Estoy seguro de que tengo un martillo y clavos por alguna parte.
Kate tenía aquella sensación, la que había tenido cuando iba a salvar a Ruby Pringle: que era demasiado tarde. «Por favor, Dios mío, no.» Consultó el mapa de la ribera.
– Esto no nos ayuda, Floyd. ¡Vamos a llegar demasiado tarde!
– Calma, McKinnon.
Kate volvió a mirar el mapa. Le sudaba la frente.
Brown tomó la radio y llamó a la central.
– ¿Alguno de los coches ha encontrado algo?
– No. Todavía nada -resonó la voz de Mead-. ¿Y vosotros?
– Seguimos buscando.
Brown cortó y dio un volantazo para esquivar a un coche que avanzaba despacio. El mapa y el collage cayeron al suelo.