Kate recogió el mapa y luego el collage del artista de la muerte, pasando los dedos sobre la superficie.
– ¿Qué es esto? -Se acercó el collage a los ojos y frotó suavemente la imagen de nuevo con el dedo-. Hay algo pintado encima que no he visto antes.
– ¿El qué?
– No lo sé. No puedo definirlo. -Acercó el collage a la luz del salpicadero, pasó los dedos por encima de nuevo y sintió algo que no había notado cuando llevaba guantes de plástico. Lo vio: tres diminutos depósitos de agua pintados a mano sobre la pequeña caseta junto al Hudson de Frederic Church. No los había visto antes. Las otras pistas, más evidentes, habían centrado su atención.
– Depósitos de agua -declaró-. Estamos buscando tres grandes depósitos de agua.
– Dios mío.
– ¿Qué?
– Creo que los acabamos de pasar.
Brown esperó a que el tráfico se despejara y dio un giro de ciento ochenta grados, subiéndose a la mediana. Iban de nuevo hacia el sur.
– Es un antiguo muelle -afirmó Kate, consultando el mapa. Se le había secado la boca; la adrenalina le corría por las venas.
– Ahí está. -El oscuro bloque apareció ante sus ojos y le tapó la luna-. Tres depósitos de agua. -Kate respiró hondo.
Brown entró por el camino de grava.
Salieron corriendo del coche y dejaron las puertas abiertas: no iban a anunciar su llegada con el ruido que harían al cerrarlas.
– Creo que hay luces en el interior -susurró Kate.
Brown habló igual de bajo.
– Hemos de pedir refuerzos.
– Aún no. No hasta que no estemos seguros del todo. No quiero que las patrullas dejen de buscar si nos hemos equivocado. -Kate llevaba la Glock en la mano.
La gran puerta de madera estaba entreabierta. Kate echó un vistazo en la oscuridad del interior. Oyó un ruido: ¿algo que rascaba? No estaba segura, el murmullo del tráfico se oía justo detrás. Brown y ella avanzaron unos pasos, ambos agachados, con las pistolas frente a ellos. Se quedaron allí un momento, esperando que los ojos se les adaptaran a la escasa luz. Lentamente, casi arrastrándose, volvieron a avanzar. Las terminaciones nerviosas de Kate estaban a punto de estallar.
Una rata se les cruzó. Kate reprimió un grito. Un batir de alas por encima. «Oh, Dios mío. Es aquí.» Le dio un codazo a Brown, que asintió al ver las fotos.
Ambos se quedaron paralizados, conteniendo la respiración, escrutando la estancia en busca de algún indicio de vida. Kate no veía nada, pero lo notaba: un movimiento, una vibración, vida en algún lugar, cerca de allí.
– Voy a pedir refuerzos -susurró Brown al tiempo que se sacaba la radio del bolsillo.
Schuyler Mills tenía el clavo colocado sobre la muñeca de Willie y el martillo a punto de soltar el golpe, pero le temblaban las manos.
– No puedo hacerlo -dijo-. A ti no, hijo mío.
Luego pensó en Abraham. «¿Qué?» Se dio media vuelta, como si notara una presencia en la sala. Con los ojos, la única parte del cuerpo que podía mover, Willie buscaba a su alrededor. Se quedó mirando la cabeza de Charlie Kent, con el pequeño orificio de la sien casi negro, cubierto de sangre seca.
Mills tenía los ojos entornados.
– No puedo, ¿no te das cuenta? Le quiero.
«Hazlo.» -¿Qué? -dijo-. No.
¿Eran lágrimas lo que veía en los ojos del conservador? Willie no estaba seguro, pero eso le parecía.
– ¡Déjame en paz! -Mills esgrimía el martillo contra algún fantasma invisible. Al cabo de un momento, se quedó tranquilo-. Lo siento. ¿Dónde estaba? -Se centró en Willie-. ¡Ah, sí! Quiero enseñarte algo. -Y levantó el pequeño retablo del suelo-. Exquisito, ¿no?
Willie se quedó mirando la diminuta Virgen con el Niño.
– Míralo más de cerca. Tal como dicen, lo que cuentan son los detalles. -Pero luego apartó la mirada, hacia la sala exterior, y ladeó la cabeza, escuchando-. ¡Oh! -Sonrió-. Creo que han llegado nuestros invitados. -Dio un salto y agarró un gran rifle de dardos de una pequeña mesa donde había dejado otras dos agujas hipodérmicas. Se llevó un dedo a los labios e hizo una mueca a Willie-. ¡Chist! -Luego le pasó el pequeño retablo de Pruitt y éste cayó al suelo con un gran estrépito-. ¡Oh, claro! -exclamó-. No puedes coger nada, ¿verdad?
Kate y Brown se acercaron al lugar de procedencia del ruido. Vieron la otra puerta y el resquicio de luz.
Ambos se movían a cámara lenta. A Kate le pareció que tardaban una eternidad en cruzar la sala.
Brown estaba medio metro por delante de ella. Sostenía la pistola con ambas manos. Abrió la puerta con decisión.
Se oyó un leve sonido, una especie de silbido, y luego un golpe débil. Floyd Brown se tambaleó, dejó caer la pistola y se agarró el hombro. Pero no había sangre. «Está bien», pensó Kate. Pero luego se cayó hacia atrás y chocó contra el suelo, justo a sus pies, con los ojos y la boca abiertos, pero sin emitir palabra, sólo un gruñido.
Kate agarró fuerte su Glock y puso la otra mano sobre el pecho de Brown. Sí, le latía el corazón. Estaba vivo. «Gracias a Dios.»
Apuntó hacia delante, echó un vistazo a través de la puerta abierta y vio a Willie contra la pared.
Willie movía los ojos de un lado a otro y parpadeaba, como si enviara un telegrama desesperado a Kate. Pero ella ya sabía que el artista de la muerte estaba ahí, esperándola. Prácticamente podía olerlo. Avanzó lentamente con la pistola preparada, pero vio la sombra demasiado tarde. Un brazo le cayó encima y le agarró la muñeca. La pistola salió volando y cayó en el suelo húmedo.
Mills agarró el arma.
– Por fin -dijo, apuntando al pecho de Kate-. ¡Te he estado esperando… tanto tiempo!
Schuyler Mills apareció ante los ojos de Kate, que estaba jadeando.
– Sabía que no vendrías sola. Pero no te preocupes, tu amigo vivirá. -Señaló con la cabeza el cuerpo inmóvil de Floyd Brown-. De momento. Está paralizado, eso es todo. Pero más adelante, bueno, me temo que su estado empeorará.
Kate vio la escena completa: el cuerpo decapitado de Charlie Kent y la cabeza de la joven en una bandeja.
– Bonito, ¿no? -dijo Mills-. Oh, tengo una idea. Un juego más. -Sonrió-. Venga, rápido, Kate. Artista y obra. -Apartó la Glock y apuntó a la cabeza de Willie-. Tienes tres oportunidades. Luego, lo mato. Es justo, ¿no? Al fin y al cabo, tú eres la gran historiadora del arte. -Sonrió de nuevo-. Ya sé, ya sé. Según mi propio dibujo, se supone que tengo que matar al chico con un cuchillo. Pero no seamos quisquillosos. Aquí todos somos profesionales. -Acarició el gatillo-. Muy bien, venga. Empieza.
Kate se había quedado absolutamente en blanco. Lo único en lo que conseguía pensar era en el hombre que tenía delante, en los años que hacía que lo conocía, sin haberlo llegado a conocer realmente. Schuyler Mills, conservador jefe del Museo de Arte Contemporáneo. «¡Dios mío, este hombre ha cenado en mi casa!» -¡Venga! -la apremió.
– Vale, vale. Un minuto.
– Me parece razonable -concedió, mirándose el reloj-. Un minuto. Ya.
El cerebro de Kate empezó a dar vueltas.
– Es un pintor renacentista, ¿verdad?
– Muy bien. Pero eso no es lo que te he preguntado. Quiero el nombre del artista y el título de la obra. -Volvió a consultar el reloj-. Cuarenta segundos.
– Caravaggio.
– No. Treinta y tres segundos.
«Oh, Dios mío. Piensa, piensa.»
– Tiziano.
– Tampoco. Veintiocho segundos.
«Oh, Dios mío.» -Espera, por favor.
– Una pista, pero no sé por qué te ayudo: es una pintora.
– ¡Artemisia Gentileschi!
– ¡Vaya, muy bien! ¿Y el título?
– David tras la muerte de Goliat.
– Venga, la señora Kent no hace papeles de chico…
– Está bien, está bien. -Kate notaba cómo le palpitaban las sienes-. ¡Judith y Holofernes!